ESCRITORES Y ARTISTAS ASTURIANOS

ÍNDICE BIO-BIBLIOGRÁFICO

PRIETO (Indalecio)

Político contemporáneo, militante en el Partido Socialista, en el que es uno de sus más conspicuos dirigentes. Salido poco menos que de la nada, ha sabido conquistarse con su enorme talento y no menos enorme deseo de ser docto en muchas cosas, una de las reputaciones políticas españolas de mayor solidez y prestigio, reconocidos dentro y fuera de España por la apreciación imparcial. El establecimiento de la República le ha permitido confirmar su excepcional capacidad de gobernante, sólo entrevista hasta entonces a través de su propagandas, y también su oratoria invencible, a la que alude Jiménez de Asúa para decir que Prieto «es uno de los aradores más íntegros, parlamentariamente invencible, polemista sin plural”.

Hace algunos años (1930) Indalecio Prieto escribió una autobiografía para la obra Figuras de España, de Darío Pérez, de la que por su interés, que nosotros no habríamos de mejorar, hemos de reproducir la mayor parte. Dice así:

Nació en Oviedo el 30 de abril de 1803. A los seis años quedó sin padre. Era éste un funcionario de Hacienda que, excedente en el escalafón, desempeñaba el cargo de contador en el Ayuntamiento. Le rodeaba un ambiente de simpatía y de respeto. Nos legó a sus hijos un nombre honrado. He podido comprobar por mí mismo los tremendos inconvenientes de recibir solo por herencia un nombre honrado. Recuerdo, como si lo estuviese presenciando ahora el entierro de su padre. Desfile por causa de graves caballeros enchisteriados que acudían a testimoniar su pésame, apelotonamiento de gente en la calle del Rosal, y luego formación del fúnebre cortejo, ese cortejo carnavalesco de los suntuosos entierros católicos que yo contemplé atónito, con la cara pegada a los cristales de un balcón. Aquellas honras callejeras, las del funeral en la iglesia, se llevaron el poco dinero que había en casa. Las lágrimas de mi madre, rodeada de tres hijos pequeños, se redoblaran al llegar el sacristán de San Isidoro con la factura. Resultaba cuantiosa, pero nadie podía reprocharnos que la exequía hubiesen sido inferiores al rango que correspondía a don Andrés Prieto por sus relaciones con la aristocracia y la burocracia ovetenses. Ninguno de aquellos señores embutidos en severas levitas y tocados con descomunales sombreros podía quejarse; Habían asistido a un entierro de primera, con el máximo de preces y canturreos litúrgicos.

“Y entonces empezó el calvario, ese calvario que ha de correr toda familia de la clase media si al desaparecer el jefe se ciega la fuente de ingresos. Del principal del 12 a la buhardilla del 14. Los muebles decorativos de la salita pseudoburguesa, al charamilero, y con el resto del ajuar la constitución de una casa de huéspedes, recurso obligado de la viuda a quien se deja por única herencia —a repartir entre ella y sus hijos— un nombre honrado.

“En tanto que se tramitaba el expediente para la pensión de viudedad —un expediente que nunca acababa— los huérfanos nos distribuirlos por casas de parientes. Pero, a los parientes se cansaron pronto de nosotros, o nosotros de ellos. Confieso que a mí me ha estorbado siempre el orgullo. Sin duda él me movió a golpear a un primito con la misma bata que me exigía le limpiara. Torné a la buhardilla, nuestro nuevo hogar…

El negocio de la casa de huéspedes resultó desastroso. Nuestros primeros y únicos clientes fueron unos artistas de circo de la compañía Ferroni, dinastía de gimnastas de la cual andan todavía los descendientes por esas pistas de Dios. Los pobres hicieron una temporada lamentable y no pudieron pagar…

“Sobrevino la almoneda. Se vendió el mobiliario a unas tenderas de la plaza del Fontán, llamadas las Papelinas. El expediente de la pensión estaba, al fin, resuelto. El Estado nos asignaba siete reales diarios. Había que migrar…No sabíamos fijamente adónde ir. ¿A Santander?.¿A Bilbao?. El caso era huir de Oviedo. Nuestra primera etapa fue a Palencia. Allí pernoctamos una noche gélida, en la sala de espera de la estación. Un ferroviario compasivo, que nos vió ateridos, nos facilitó un brasero. Gracias a aquel hombre no nos helamos. De Palencia, a Santander, y por cobijo en la ciudad cantábrica, el entrepiso de un patio-cochera de Atarazanas. El equipaje estaba en Bilbao; logramos retroceder, y luego, decidimos, por fin, a instalarnos en Bilbao, lo reexpedimos allí. Cuando, al cabo de dos meses, lo recogimos, nos habían robado cuanto contenía de valor: ropas finas, algunas alhajas de mi padre que, como recuerdo, no habían sido vendidas. Dentro de los baúles aparecieron ladrillos y piedras.”

“De Santander a Bilbao en diligencia, pasando en el coche, sobre una barca, la ría de treto. Entonces —enero de 1891— no había aún ni ferrocarril ni puente. Mis ojos, que ya empezaban a enfermar se sintieron dolorosamente deslumbrados por la irradiación vivísima de un arco voltaico en la calle de Bidebarrieta, adonde fue a detenerse el coche después de doce horas de traqueteo, veía por primera vez la luz eléctrica.”

«Fuimos a dar con nuestros molidos huesos al barrio más típicamente obrero de Bilbao: al de las Cortes”.

«Comenzaban entonces las luchas violentas de la clase obrera por mejorar su situación. Anarquistas y socialistas pugnaban por conquistar el predominio sobre aquellas masas proletarias, animadas de admirable espíritu combativo. Morábamos en el foco más intenso de la agitación obrera. Mi espíritu se fue formando en el barrio fragoroso, indentificándome pronto con el ambiente. Al principio nuestro indumento burgués —blusitas de marinero, gorras de paja con cintas— despertaba la chacota de los mozalbetes desarrapados. Nos remediaban burlonamente, atiplando la voz, cuando, para llamar a nuestra madre, gritábamos desde el portal: ¡Mamá!. Pero pronto, mi hermano y yo, dejándonos de encogimientos, nos hicimos respetar. Teníamos puños y coraje. Y la hostilidad se trocó en camaradería.

“Vivíamos junto al Centro Obrero…entré en el modestísimo local con la misma unción que en un templo, para ver las banderas rojas que tapizaban sus paredes, oír los himnos vibrantes del Orfeón Socialista, escuchar los debates en las asambleas y prestar atención en las operaciones en los mítines.”

“Aquella fue mi cátedra de Sociología. Muchas veces… cuando mis correligionarios, sacándome del plano anónimo de la masa, me confirieron cargos representativos, lamenté mi falta de cultura pero me consolaba el pensar que a otros, cuya formación espiritual se formó casi exclusivamente en los libros, les hubiera venido bien un campo experimental como el que a mí se me ofreció entonces.”

“Recién llegados a Bilbao se construyó el edificio destinado a capilla evangélica en la calle de San Francisco. En la escuela a ella anexa ingresamos mi hermano Luis y yo, no por preferencia religiosa, sino por casualidad. Guardo de aquella casa gratos recuerdos. El pastor protestante actuaba a la vez de maestro. Llamábase don José Marqués. Todos sus hijos tenían nombres bíblicos: Sara, Susana, Pablo, Elías y Benjamín. Don José era hombre afable y culto.. A tan bonísima gente—la familia Marqués y muchos creyentes de Ios que concurrían a la capilla — me sentí enlazado por vínculos de hondo cariño. La figura más atrayente —figura de místico— era el vendedor de Biblias, que se internaba por el corazón de la Vizcaya fanática y volvía lleno de contusiones, causadas por los estacazos de mozos a quienes azuzaban clérigos zaños…Nunca me he adscrito al protestantismo pero allí formé mi convicción de que era casi imposible liberalizar un país donde no haya religiones disidentes con hondas raíces.

“Mi mayor afán era la lectura. Pero una pertinaz afección a la vista privarme con frecuencia de este placer. Estuve medio ciego, padeciendo una fotofobia terrible. Encerrado en oscura habitación, no podía resistir el más tenue rayo de luz. Era preciso cubrir con trapos rendijas de ventanas y puertas. Cuando mejoraba algo, me ponía a leer pero mis ojos volvían a inflamarse y yo, entonces, lloraba de rabia, y, sabedor de que la humedad me hacía daño, iba a la calle y, enloquecido metía adrede mis pies mal calzados en los charcos, como queriendo cegar de una vez.»

“Con la misérrima pensión del estado no podíamos vivir. Había que reforzar el exiguo ingreso, me convertí en un pequeño buhonero. Vendí por las calles cajas de cerillas —entonces no existía el monopolio— papel de cartas, lapiceros, periódicos, abanicos. Y rodé—rodamos—por ferias y romerías. Abriéronse ante mí, convidándome a seguirlos, todos los malos caminos. La vida, con sus veleidades, ha dispersado caprichosamente a mis amigos de entonces. Unos son comerciantes adinerados, otros obreros expertos, otros se dedicaron al toreo o se hicieron ladrones, alguno ha muerto en presidio…Viendo de cerca cómo el hombre es juguete de las circunstancias y cómo de modo insensible le moldea un ambiente que él no ha elegido, se aprende a proceder con indulgencia.

“Fui también repartidor de entregas y comparsa de teatro. He hecho todo el repertorio clásico de zarzuela grande. Al correr de los años y siendo yo en Bilbao teniente alcalde, tuve a mis órdenes como guardia municipal al que en menesteres teatrales había sido mi jefe, Grajales, el simpático cabo de comparsas del circo del Ensanche, ¡Cuántas veces obedeciendo sus órdenes, había salido yo de tártaro en La guerra santa y de loco en el último acto de Jugar con fuego!.

“Pocos hombres han suscitado mi odio, muy pocos…Pero odió mientras vivió a otro guardia que una noche, a la puerta del circo y mientras yo aguardaba a ser admitido en la comparsería, me apaleó sin motivo ni pretexto, porque sí, porque le dió la gana, porque se lo aconsejó la borrachera…Cada vez que lo encontraba me sentía dominado por arrebatos homicidas. Me hubiera gustado partirle el corazón de una puñalada.”

“Aquel guardia fue después mi subordinado. Como todos los seres abyectos, por cuya sangre corre virus tiránico, era un adulón. Cuando venía a saludarme bajuneramente, yo me crispaba y le volvía la cara. ¡Qué ajeno estaría el miserable a que el edil que, por toda venganza no respondía a su saludo, era el chicuelo a quien apaleó cobardemente una noche que el alcohol hizo subir a su cabeza de cretino los humos despóticos de la autoridad!”

“De aquellas dos instituciones a las cuales me empujó el destino —el Centro Obrero y la escuela evangélica— ganó mi voluntad el centro. Mi temperamento era más propicio a las sugestiones políticas que a las religiosas. En unas elecciones municipales de la época de predominio político de Víctor Chávarri —cuyo poderío en Vizcaya era omnímodo— elecciones concluidas a tiros, fuí preso por hacer frente a la guardia foral. Me llevaron al cuartel y mi poca edad me libró de un serio contratiempo. En el calabozo donde me tuvieron trabé amistad con socialistas caracterizados, entre ellos, Felipe Merodio, Junan Redondo y Francisco Pérez, El navarro, hombre de pelo en pecho. Quise afiliarme al partido y hube de esperar a cumplir la edad reglamentaria —diecisiete años— para conseguirlo desde entonces— treinta años ya vencidos(1929)— he militado día a día sin interrupción en las filas socialistas. Actué de pinche en La Lucha de Clases, semanario de heroica historia, al que imprimió un sello batallador Valentín Hernández con su pluma vigorosa y desenfadada. Mi misión se reducía a pegar fajas, hacer paquetes y llevarlos al correo.

«Cierto día, mi amigo Manuel Zabata —hijo de un albañil socialista— y yo, nos detuvimos ante la vitrina de una librería. La cubierta de un folleto rezaba: Tratado de Taquigrafía, sin necesidad de maestro, para poder escribir 149 y media palabras por minuto. 2’50 pesetas. No sabíamos siquiera en qué consistía el arte taquigráfico. Nos subyugó aquella velocidad de escritura, que el autor cifraba de modo matemático en ciento cuarenta y nueve y media palabras por minuto. Decidimos ir reuniendo el dinero para comprar el folleto. Al cabo de unas semanas era nuestro. Yo me puse a devorar sus lecciones. En el opúsculo no podía aprenderse la estenografía pero a mí me sirvió para avivar la curiosidad. Supe de una cátedra gratuita de Taquigrafía, sostenida por la Diputación, y al comenzar el curso me matriculé en ella. La Taquigrafía —nunca me cansaré de bendecir— fué mi redención.

“Desempeñaba la cátedra el hoy queridísimo amigo mío don Miguel Coloma, un letrado a quien la peculiaridad de su carácter indomable y altivo, le aparté de muy altos destinos, a los cuales le llamaba la extraordinaria sapiencia. Iba yo a clase con un pantalón de pana raído y una chaqueta deslustrada y rota, prendas arregladas por mi madre de otras compradas a los ropavejeros. Tímidamente, me acomodaba en uno de los últimos bancos del aula, avergonzado de mi indumento. Eso de exhibir la miseria como virtud no pasa de ser una majadería. A don Miguel le sorprendió la facilidad con que yo traducía las pruebas estenográficas. Una mañana me sacó al estrado, y, para medir mi velocidad, pidióme que escribiera algo que yo supiese de memoria: unos versos, por ejemplo. A mi no se me ocurría ninguno, “Escriba usted el padre nuestro”, me indicó. “No lo sé”, contesté. El profesor me miró de hito en hito y me mandó a mi sitio. Concluida la clase, cuando me dirigía a la puerta, el catedrático me rogó que me quedase para hablar a solas conmigo. Había creído ver en mi respuesta una insolencia. Yo hube de explicarle que, acostumbrado a las oraciones improvisadas de la escuela evangélica, había olvidado las rutinarias del catecismo católico. En mi respuesta quizá había habido sequedad. En el estrado, mostrando a todo mi traje de golfillo, estaba voladísimo.

“Don Miguel me sondeó. Veía en mi un muchacho necesitado y se ofreció gentilmente a auxiliarme, a proporcionarme colocación. «Gracias —contesté agriamente— estoy colocado”. La contestación, basada en una falsedad, me la dictó el orgullo, una soberbia selvática ya algo abatida, que predominó en mi idiosincrasia durante bastantes años.

“Finalizaba el curso. Coloma me llamó otro día para excitarme a no faltar al examen. Parecía adivinar la batalla que se libraba dentro de mi. No tenía ropa para una solemnidad en la cual las galas de todos habrían de agravar el contraste, que tanto me hería, con mis ropas deterioradas. Yo había conseguido reunir unas pesetas y comprar un corte de traje, el primero hecho exprofesamente para mi que iba a vestir. Un amigo y correligionario, Felipe Villarreal —a quien conocíamos en el Orfeón Socialista por el apodo de Tenorini— se había comprometido a confeccionarlo, cobrando ad calendas grecas, cuando pudiera pagarle; pero otras labores de retribución segura e inmediata retrasaron lamentablemente mi encargo. Fui a apremiar a Villarreal a su domicilio y encontré mi paño en la cuna, sirviendo de manta a un hijito del compañero sastre. No hubo medio de tener traje nuevo para el examen, y ante el Tribunal, en el que figuraban diputados provinciales —cuanto me acordaba yo de todo esto años después, al formar parte del mismo Tribunal en calidad de taquígrafo y de miembro de la Diputación— hube de comparecer con la ropa indecorosa que causaba sonrojo. No pude ir decentemente vestido, como se dice de algunos cadáveres sin identificar.

“La cátedra de Taquigrafía constituyó para mi otro aprendizaje político. Las lecciones se dictaban de un tomo del Diario de las Sesiones del Congreso, precisamente el tomo que reseñaba los debates sobre el Proyecto de Constitución de 1869. Castelar, Salmeron, Rios Rosas, Canovas, Sagasta, Pi y Margall, Manterola, Orense, todas las grandes figuras parlamentarias nos repetían por boca de don Miguel sus magistrales discursos.

“Terminé el estudio de la Taquigrafía. Seguimos envueltos en una estrecha pensión. Un tipógrafo, Rufino Laiseca —después alcalde socialista de Bilbao—, vino a indicarme que en La Voz de Vizcaya diario ya desaparecido, y donde él trabajaba, había colocación para quien supiese tomar conferencias telefónicas. Me sometí a prueba. Los primeros días creí fracasar. No conseguía copiar con los signos las noticias que desde Madrid dictaba velozmente el corresponsal, un veterano periodista, don Ricardo Hernández Bermúdez. Pero, al fin, dominé ese trabajo. Me sometieron a otra prueba: escribir un artículo. Lo hice con sujeción a un tema que más bien parecía reclamo farmacéutico: La conveniencia de suministrar aceite de hígado de bacalao a los alumnos enclenques de las escuelas. A mí se me antojaba esto bastante más útil que empeñarse en que los chicos aprendan el pretérito pluscuamperfecto. Quedé admitido y se me señaló el sueldo de veinticinco duros mensuales iYa era un hombre!»

«Expiraba el último año del siglo XIX…Desde entonces no he abandonado al periodismo, no lo he podido abandonar.»

“El año de 1901 fundaron Moya y “Fernanflor” El Liberal, de Bilbao; requirieron mis servicios e ingresó en la redacción del nuevo diario. Mi afición al oficio me ha llevado a hacer de todo en el periódico: discursos, conferencias, crímenes, suicidios, corridas de toros, estrenos teatrales, catástrofes, fusilamientos…»

“Así como algunos tenderos se ufanan con el título de Proveedor de la Real Casa, podría denominarse Taquígrafo de su Majestad. Tome el primer discurso pronunciado de manera improvisada por el monarca ¿Cómo fué esto? Se celebraba en la terraza de la casa flotante del Sporting Club un banquete para solemnizar el reparto de premios de las regatas. Presidía el acto, con la reina María Cristina, el rey, y en la mesa presidencial se sentaba también don Antonio Maura, jefe del Gobierno. Don Alfonso expuso deseos de hablar; el presidente del consejo asintió a la regia iniciativa. “Hace falta un taquígrafo”, dijo Maura al conde de Aresti, gobernador civil de Vizcaya. El conde descendió a la terraza, dispuesto a ir a tierra en busca de quien pudiera copiar fielmente las palabras reales. En el piso bajo topé conmigo, aguardando que terminase el acto para informarme y telegrafiar a los diarios a los cuales era corresponsal. Aresti vió el cielo abierto, “Usted es taquígrafo, ¿verdad? Va a hablar Su Majestad. ¿Quiere usted subir a tomar su discurso?” Accedí. Me colocaron en la mesa presidencial, junto a Maura: el rey habló, y yo —el que después, diputado, hubo de: combatir furiosamente a la Monarquía— copié sus palabras. ¡Ironía del destino!.

“En El Liberal, de Bilbao, trabajé junto a maestros del periodismo, como Alfredo Vicenti, Antonio Zozaya, José López Pinillos, Carlos del Río… Este, aludiendo a mi carácter, me Ilamaba el socialista insociable, y López Pinillos me puso por apodo Inda, el guardabosques Y en El Liberal sigo, al cabo de veintiocho años, haciendo de todo: artículos sueltos, gacetillas…

“El primer cargo político que desempeñé fué el de diputado provincial de Vizcaya, desde 1912 a 1915. Debuté como orador en aquella campaña electoral; hasta entonces, jamás había hablado en público. Los discursos míos más memorables para mi son tres. El primero, en el cementerio de Sestao en el homenaje a un obrero muerto por la fuerza pública durante una huelga de metalúrgicos. Otro discurso memorable el de la velada necrológica a Tomas Meabe, días después de su fallecimiento. Meabe —el espíritu más fino con que he tenido contacto— había sido íntimo amigo mío. Asistí en Madrid a sus últimas horas. Se me había encargado el panegírico pero al ir a hablar, mi emoción se deshizo en lágrimas y no pude pronunciar una sola palabra. Fué, sin duda, mi discurso más elocuente. Y, por último, guardo memoria de la primera y única vez que hablé en Oviedo, mi ciudad natal, fué a fines del año 16. Yo había ido a Gijón a participar en un mitin por encargo de la Unión General de Trabajadores. El Comité Socialista de Oviedo se obstinó en que fuera a la capital a dar una conferencia. Desde que emigramos el año 90 no había vuelto a poner los pies en mi pueblo, Entré en él con emoción, Se anunció profusamente mi conferencia. Pero nadie acudió a oirme, Cuando Ilegué con los organizadores al salón del Centro Obrero señalado para el acto, hallábase totalmente vacío. Esperamos en vano, jNadie! Sacando a unos cuantos correligionarios de las secretarías donde trabajaban se logró formar un exiguo auditorio, ante el que pronuncié una de mis más vibrantes oraciones, como si me hubiera escuchado la ciudad entera…

“En 1915 fui reelegido diputado provincial: pero se anuló la elección. El mismo año me eligieron concejal del Ayuntamiento de Bilbao. A comienzos de 1917 me trasladé a Madrid, donde quise reorganizar mi vida a base de las corresponsalías de El Liberal, de Bilbao, La Voz de Guipúzcoa y El Cantábrico, de Santander. Y de la gerencia de una fábrica de telegrafía sin hilos que establecían amigos míos. Mi propósito, al salir de Bilbao, era alejarme de la política, que absorbía casi todo mi tiempo.»

“Resultaba excesivamente paradójico, por ejemplo, que yo asistiese a las reuniones del Consejo de la Caja de Ahorros municipal para conceder créditos de millones de pesetas a gentes que los duplicaban en tres días con los fantásticos negocios de la guerra y tuviera que echar a correr antes de que cerraran la Administración de El Liberal para lograr del cajero un anticipo de diez duros… Ya instalado en Madrid un viaje a Norteamérica para asuntos de la industria cuya dirección se me encomendó.»

“Al regresar, se estaba tramando el movimiento revolucionario que abortó con la huelga de agosto (1917). Me llamó Pablo Iglesias y me dijo que era indispensable mi permanencia en Bilbao. Obedecí sin poner reparos. Estaba escrito que la política me habría de absorber.»

«Cuando tenía medio hecha en Bilbao la comisión que se me encomendó. Me notificaron el acuerdo adoptado en Madrid de declarar la huelga general el 13 de agosto, Me pareció improcedente, absurdo… Pero a mi solo me tocaba obedecer, La huelga fracasó estrangulando un movimiento revolucionario que hubiese podido cambiar los destinos de España. Por reputarme inspirador de cuanto entonces aconteció en Vizcaya —cada cual ha de cargar resignadamente con la leyenda que le toque en turno— las autoridades me buscaron afanosamente, Al cabo de veinte días de correrías por las montañas vascas —¡magnífico capítulo de folletín!— acosado como una fiera y auxiliado por personas conocidas logró pasar a Francia. Viví expatriado en Hendaya y en París. En abril de 1918 me presentaron candidato a diputado a Cortes por Bilbao. Volví sigilosamente a España —aún estaba reclamado— y dirigí la elección desde un escondite, dispuesto a repasar la frontera si me derrotaban. Pero salí triunfante, “Arribé al Parlamento sin prejuicios ni ilusiones, No llevaba el lastre de ningún prestigio que pudiera peligrar en el Congreso. El catedrático, el abogado, el publicista, temen que la falta de éxito parlamentario quebrante su fama profesional, Yo, ¡qué iba a perder! podía, por tanto, sentir prejuicios. Y, en cuanto a ilusiones, llegaba quebrantado moral y físicamente. Se me había recrudecido en el tiempo la afección a los ojos. El oculista me quemaba las úlceras de la córnea con una barrita candente. Cuando desaparecían los efectos de la anestesia, sobrevenía el dolor… iba yo al congreso con un ojo vendado. Camino de la Cámara, abrumado por el dolor, casi deseaba que me despedazase un tranvía.»

Creí que, desvanecida aquella reacción sentimental por la que la democracia bilbaína me llevó al parlamento, no volvería ser diputado; pero lo fui otras tres veces, la última, sin contrincante, por el artículo 29 (Constitución de 1876). Hasta que nos dieron a todos el puntapié”… Indalecio Prieto alude aquí a la dictadura implantada por el general Primo de Rivera en setiembre de 1923.

“Siendo jefe del Gobierno y ministro de Estado el conde de Romanones —continúa Prieto—, fuimos a verle don Emilio Santa Cruz y yo para pedirle la libertad de varios súbditos rusos a quienes se expulsaba en el Manuel Calvo. Cuando salimos del despacho ministerial, Romanones, con esa su voz chillona y delgada, que parece un maullido llamó a mi compañero: “Oiga usted, Santa Cruz, un momento”. Aguardé en la antesala. A poco, don Emilio se reunió conmigo y me llevó a un rincón para decirme confidencialmente: “Romanones me ha encargado que le pregunte si quiere usted ser ministro con él; si acepta usted, mañana mismo hace una crisis parcial para dar a usted una cartera”, Me eché a reír. “Es en serio —me hacía observar Santa Cruz—Muy en serio”. “Mire, don Emilio —contesté, mirándome el abdomen—no tengo tipo para casaca: esperemos a que adelgace”. Y no se volvió a hablar más del asunto.»

“Es cierto que la política me fascina; pero en su ejercicio jamás encontré encantos seductores. Me faltan para ello condiciones tan estimables como la ambición y esa amabilidad externa —muy distante de la cordialidad— convenientísima en la vida pública lo mismo para el artista que para el político. No sé sonreír. Ni quiero saberlo. Nunca hice el más mínimo esfuerzo por desdibujar mi carácter para hacerme grato. En mi conducta he sido muy exigente conmigo mismo. Y, aunque es poco demócrata, siempre me tuvo sin cuidado la opinión de los demás. En mi léxico faltan esas palabras triviales con las que se sostiene un diálogo de mero cumplido. En esto, yo admiraba la capacidad de un compañero de propaganda, que, en sus conversaciones con las comisiones que al paso del tren salían a saludarnos a las estaciones, les preguntaba invariablemente: ¿Cómo se comporta aquí la Guardia Civil? Era una pregunta de éxito seguro en todas partes. Los correligionarios, los afines y los admiradores no le perdonan a uno que no se les sonría. Y menos aún que nos movamos fuera de ciertos cánones trazados arbitrariamente para delimitar una austeridad. Aunque ésta sea falsa, no importa; el caso es cubrir las apariencias. En España, la hipocresía la tienen metida en el tuétano las derechas, el centro y las izquierdas. Debe de ser defecto de la raza.»

“Me falta también ambición, ya lo he dicho. Y no se concibe un político sin ambición, Ha de tenerla. O con móviles de vanidad logrera o con apetencia de gloria y designios de inmortalidad. Si soy un escéptico cual algunos me reputan, no lo soy de modo permanente e inalterable, porque reacciona apasionadamente ante cualquier injusticia. Quizá el fuego que pongo para combatirla se apague pronto y vuelva yo a sumirme en la frialdad. Pero siempre quedan rescoldos dispuestos a estallar en llamarada. Los veo dentro de mí, los palpo…¡Y alguna vez me han abrasado las entrañas!.»

Concluye Prieto su autobiografía asegurando: “Claro que para muchos no seré tal cual yo mismo me he pintado, más, para mi, soy así y no de otra manera”.

Bajo el Gobierno presidido por el general Damaso Berenguer; después de caído Primo de Rivera en 1930, republicanos y socialistas consiguieron ponerse de acuerdo mediante el llamado pacto de San Sebastián para conseguir el derrocamiento de la Monarquía e implantación de la República. Se constituyó un comité revolucionario, del que formó parte Indalecio Prieto, Preparada la revolución para mediados de diciembre de dicho año y fracasado el movimiento, que culminó en las ejecuciones de los capitanes Galán y García Hernández en Jaca (Huesca), el comité revolucionario se vio en el trance de huir al extranjero o dejarse encarcelar. Casi todos sus miembros fueron encarcelados, pero Indalecio Prieto consiguió trasponer la frontera francesa. Residió en Francia hasta que, por el triunfo en las elecciones municipales del mes de abril de 1931, quedaba proclamada la República dos días después y el comité revolucionario se hizo cargo del gobierno. Prieto regresó de París y tomó posesión del Ministerio de Hacienda, que era al que se le había asignado. Aunque él mismo confesó no ser ningún hacendista, su labor al frente de ese Ministerio fué más eficaz y acertada que si lo hubiese regentado cualquiera de los considerados sabios en la materia.

Dejó ese Ministerio para ocupar el de obras públicas en diciembre de 1931, al subir a la presidencia de la República Alcalá Zamora y constituir Manuel Azaña nuevo gobierno; Se trataba del departamento de más difícil desempeño y es seguro que se le adjudicó confiados los demás compañeros de gobierno en su enorme capacidad a un tiempo crítica y constructiva.

“Frente a la creencia vulgar —dice el ingeniero Lozano Ruiz— de un Indalecio Prieto esencialmente combativo y demoledor, forjada ante el esgrimidor de la oposición, se alza su labor desarrollada en el Ministerio de Obras Públicas, en afirmación de cualidades constructivas innegables, que descubren en él dotes, antes desconocidas, de gobernante de sólida y recia contextura… Prieto, en Obras Públicas, demostró, durante casi dos años, tener una política clara y concreta, que llevó al terreno de las realizaciones prácticas, con tesón, con entusiasmo; diríamos más bien con fervor del poseído por la fiebre de un patriotismo que calara hondo en el dolor de España, para llevarle el consuelo de una ilusión posible y hacedera: su engrandecimiento económico a través de un plan regional de obras públicas”

Fué su labor principal la coordinación de las obras hidráulicas y de los ferrocarriles en un plan de envergadura nacional con vistas a la máxima eficacia. Madrid particularmente, le recordará siempre por el proyecto de enlace subterráneo ferroviario y la construcción de los Nuevos Ministerios en lo que había sido Hipódromo, obras ambas que quedaron en suspenso o poco menos al dejar el Ministerio de Obras Públicas. Lo abandonó al suceder al Gobierno presidido por Azaña el Primero, de corta: duración, formado por Alejandro Lerroux en setiembre de 1933.

Al triunfar los partidos de derecha coaligados, por desavenencias entre los de izquierda, en las elecciones a diputados a Cortes celebradas en noviembre de ese año, Indalecio Prieto llevó en el congreso la voz de la minoría socialista frente a la política reaccionaria del Gobierno. Ya bien cimentado su crédito antes de parlamentario de primera talla, lo robusteció entonces grandemente en intervenciones que adquirieron carácter de históricas, como la dedicada a rebatir los cargos del monárquico Calvo Sotelo y en otras ocasiones.

Al sobrevenir la revolución socialista de octubre de 1934 como consecuencia de haber entrado a formar parte del Gobierno presidido por Lerroux elementos caracterizados de antirrepublicanos, y ser sofocado en Madrid ese movimiento. Prieto, como en parecidas ocasiones anteriores, tuvo la fortuna de poder pasar a Francia y esquivar así la responsabilidad de haber tenido que figurar entre los dirigentes de esa revolución.

Como consecuencia de haberse desatado tal movimiento revolucionario se fueron polarizando dos tendencias dentro de la familia socialista en torno de las figuras de Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, significando ésta la de procedimientos más decididamente revolucionarios y más evolutivos la primera. Prieto consiguió entrar de incógnito en España y asistir al Congreso Socialista planteado en medio de una atmósfera secesionista y sobre esta cuestión escribió en La Libertad, de Madrid, una serie de artículos que luego pasaron a formar el volumen Del momento: Posiciones socialistas.

A que no se produjera esa escisión, contra la que Prieto puso el mayor empeño, vino a coadyuvar la convocatoria para elecciones parlamentarias a comienzos de 1936. Entonces se formó el llamado Frente Popular por todos los partidos republicanos de izquierda y agrupaciones obreras en torno de la gran figura de Manuel Azaña que triunfó con gran mayoría en toda España sobre la coalición de las derechas. Aunque Prieto permanecía en España, no pudo cooperar ostensiblemente a ese triunfo por verse obligado a permanecer oculto. Después del triunfo del 16 de febrero, pudo volver a su vida normal y, además, como diputado electo.

Aunque no formaba parte del gobierno al sobrevenir en julio de 1936 la sublevación militar, se puso inmediatamente al lado de él y fue en el consejo de ministros presidido por José Giralt como el brazo derecho en la organización y defensa de la república frente a los militares sublevados y apoyados por Alemania, Italia y Portugal. Al formarse en el mes de setiembre el gobierno presidido por Largo Caballero, puso a Prieto a regentar el Ministerio de Marina y Aire, que dejó para ocupar, bajo el constituido por Juan Negrín a mediados de mayo de 1937, el Ministerio de Defensa Nacional, formado entonces con la unificación de todas las fuerzas de tierra, mar y aire, unificación que aconsejaba la marcha de la fuerza contra los facciosos.

Obras publicadas en volumen:

I.—Del momento: Posiciones socialistas. (Madrid, 1935; prologado por Luis Jiménez de Asúa; trabajo publicado antes en varias crónicas en el diario madrileño La Libertad).

Il.—Dentro y fuera del Gobierno. (Madrid, 1935; discursos parlamentarios con un preámbulo de Rodolfo Llopis y un intermedio por Lázaro Ruiz).

Trabajos sin formar volumen:

1.—Discurso sobre los sucesos de agosto de 1917, (En el libro de Torralba Becci Los sucesos de agosto ante el Parlamento, Madrid, 1918).

2.—Discurso en el Teatro Campoamor de Oviedo. (En algunos diarios de Asturias y El Sol y El Socialista, de Madrid, 16 de mayo de 1933 ; pronunciado el día 14).

Referencias biográficas:

Caballero Audaz (El).— Una entrevista. (En el tomo IX de la obra Lo que sé por mi, Madrid, s. a.)

Jiménez de Asta (Luis).— Prólogo a Del momento: Posiciones socialistas de Indalecio Prieto. (Madrid, 1935).

Lozano Ruiz (Juan).— Preliminares. (Intermedio de la obra de Indalecio Prieto, Dentro y fuera del Gobierno, Madrid, 1935).

Llopis (Rodolfo).— Preliminares. (Al frente de la obra anterior).

Prieto (Indalecio).— Una autobiografía. En el libro Figuras de España, de Darío Pérez, Madrid, 1930).

Torralba Becci (J.).— Una semblanza. (En el libro Los sucesos de agosto ante el Parlamento, Madrid, 1918).