ESCRITORES Y ARTISTAS ASTURIANOS

ÍNDICE BIO-BIBLIOGRÁFICO

ABAD QUEIPO (Manuel)

En el episcopologio de varones asturianos hay vidas ejemplares en sabiduría y piedad religiosas; pero acaso ninguna inspire tan simpática atracción como la de don Manuel Abad Queipo, oscura y olvidada en nuestros días. Toda ella, desde el origen bastardo hasta la muerte en circunstancias desconocidas, es una existencia propicia a la leyenda.

Con todo, no es el aspecto novelesco de su vida el más interesante. Durante su permanencia de algunos lustros en el entonces virreinato de Nueva España, fue Abad Queipo uno de los servidores más inteligentes y honrados que nuestro país tuvo entre la caterva de exploradores que concitaron contra España la fundada aversión que atizó las guerras de independencia. Pero le tocó vivir en los reinados funestos de Carlos IV y Fernando VII, en que los servidores inmediatos de los reyes y los reyes mismos estaban ahogados por la corrupción moral, y la palabra ilustrada y oportuna, el aviso y vaticinio sobre el desastre colonial que luego sobrevino y las denuncias de los males que aquejaban a nuestra desventurada administración colonial no encontraron el eco que la autorizada pluma de Abad Queipo perseguía sin fatiga. Leyendo ahora sus escritos, por otra parte admirables de estilo, nos damos cuenta de que fue la suya una mentalidad clarividente, asistida del conocimiento profundo adquirido en el estudio de cuantos problemas interesaban al progreso de las colonias americanas y la seguridad del dominio español en ellas. Otros hubieran sido los destinos de España de haber oído y seguido sus leales e inteligentes consejos.

El jurisconsulto y economista mejicano don José María Luis Mora, al recoger algunos de los trabajos de Abad Queipo en Obras Sueltas (París, 1837), dedicadas al estudio histórico del desenvolvimiento económico-político de Méjico, tiene para nuestro biografiado palabras de exaltación dignas de copia: “Los escritos del obispo Abad y Queipo, hombre de talento claro, de comprensión vastísima y de profundos conocimientos sobre el estado moral y político del país, son el comprobante más decisivo de la antigua y ruinosa bancarrota de la propiedad territorial; del malestar de las clases populares y de su número excesivo; en una palabra, de los elementos poderosos que el transcurso de los siglos y una administración imprevisora han acumulado en Méjico, para determinar la crisis política en que hoy se halla envuelto este país.” Por su parte, el barón de Humboldt, en sus investigaciones sobre la vida mejicana, ha tenido también muy en cuenta los escritos de Abad Queipo, tan desconsiderados por los gobernantes españoles de su época.

Abad Queipo nació en Santa María de Villarpedre, del concejo de Grandas de Salime, el 26 de agosto de 1751. En algunas enciclopedias se consigna el año 1775 como el de su natalicio, cuando en esa fecha andaba ya próximo a ordenarse de sacerdote. Si bien reconocido como legítimo, era hijo de padres solteros.

Fueron éstos don José Abad de Queipo y doña María García de la Torre. Tal circunstancia influyó en su vida para proporcionarle desazones, como estigma que era en su tiempo.

Niño todavía, pasó a residir a una localidad desconocida de Cataluña, al amparo de un tío paterno que le costeó la carrera eclesiástica. Parece que obtuvo las órdenes sacerdotales hacia 1778. Como se le acredita de doctor en Cánones, pudiera suceder que esa fecha correspondiera a la obtención de dicho grado académico, si no es que se graduó después, residente en Méjico, a cuyo virreinato pasó a vivir un año más tarde.

En Méjico desempeñó cargos en el Juzgado de Capellanías de Valladolid (hoy Morelia), del Estado de Michoacán. Allí fue primero promotor fiscal y luego juez de Estamentos, como se decía entonces. En tales ocupaciones transcurrió una buena parte de su vida, de la que se conocen escasas noticias.

EI señor García Teijeiro asegura que renunció al cargo de juez “para volver a España y abrirse nuevos horizontes a su carrera y estudios”. Desconocemos el fundamento de esta afirmación, que contradice el propio Abad Queipo cuando, en su informe dirigido muchos años después al rey (número XIX), se refiere al “fruto de mis desvelos en treinta y seis años de América”. Cabe suponer que si, en la época de referencia, vino a España, habrá sido de paso, como en ocasiones posteriores, y no repatriado.

Lo que puede asegurarse es que nutría su espíritu, abierto y liberal, de las ideas filosóficas predominantes entonces y que tenían su matriz en los enciclopedistas franceses. Esto, unido a que era un hombre de rectos principios y nobles procederes, le rodeó en Valladolid de Michoacán de simpatías y estimaciones generales. En él tenía aquella población un excelente consejero y decidido defensor de sus intereses, antes que a un funcionario dispuesto a esquilmarla, cual era lo corriente. Hay sobre esta conducta suya un concluyente testimonio cuando, por Real cédula de 26 de diciembre de 1804, se dispuso la enajenación de los bienes pertenecientes a fundaciones piadosas e ingreso de estos fondos en la Caja de Amortización del Estado. La medida causó desconfianza y disgusto tales en Valladolid de Michoacán, que Abad Queipo—no menos desconfiado de las débiles seguridades que ofrecía el empobrecido Erario Español—se puso al frente de descontentos y protestantes, que era ponerse al lado de la causa justa. Redactó una Representación, dirigida al rey, en queja de aquella medida y en demanda de que fuese derogado o suspendido el decreto que la dictaba. Propuso luego que, para mayor eficacia de la diligencia, se trasladara a Madrid una comisión de elementos afectados por el decreto, al frente de la cual hubo de figurar él mismo como presidente.

De sus gestiones sobre este asunto, en Madrid, dan noticias los razonados escritos números II y Ill.

A comienzos de 1807 se dedicó a promover la suspensión de la citada Real cédula. “Uno de los medios que puse en práctica—dice él mismo en unas notas puestas al segundo de los aludidos escritos—fue el de lograr una audiencia del favorito Godoy por medio de un teniente general de su confianza, el cual, habiéndome entretenido por cuatro meses con vanas esperanzas, me desengañó al fin diciéndome que la materia era tan delicada, que no se atrevía a tocársela.” Consiguió luego una entrevista con don Manuel Sixto Espinosa por mediación de don Antonio Porcel, que era secretario del Consejo y Cámara de Indias. “Hablé en presencia de los dos una hora—dice— sobre los inconvenientes que había en las Américas para la ejecución de la citada Real cédula. Me escuchó Espinosa con dulzura sin contradecirme una palabra, y al fin me dijo que le formara un apunte de las razones expuestas en la concurrencia, con cuyo motivo formé en dos mañanas el escrito que antecede (número III en el presente estudio), en cuya vista me contestó Espinosa que se concederían a las Américas todas las gracias que yo pedía en su favor; pero que el estado de los negocios no permitía por entonces la suspensión de la referida Real cédula.” Tan galana y lisonjera negativa—tramoya del lenguaje oficial—habría acabado con el empeño de Abad Queipo; pero meses después, invadida España por los franceses, presentó el mismo escrito a la Junta Suprema nacional. “Creo—presume—que mi solicitud pudo haber tenido algún influjo en la suspensión general de la consolidación que decretó la referida Junta.” Poco después de su regreso a Valladolid de Michoacán quedó vacante en ese obispado una canonjía con dignidad de penitenciario, a la que se presentó como aspirante. Saber y méritos los tenía suficientes para que no se viera su pretensión como esperanza infundada; pero lo cierto es que no le fue concedida la canonjía, so pretexto de que no era hijo natural. Posiblemente, más que esto pesó en el ánimo de los concesionarios la opinión que envolvía al pretendiente de hombre de ideas liberales; pero la bastardía de su origen fue lo que sirvió de fundamento para la negativa. Este suceso era indicio claro de cierta enemistad que Abad Queipo suponía contra sí por parte del Cabildo catedralicio amargado por tal proceder injusto decidió regresar a España, dispuesto a no volver a América.

Residió entonces algún tiempo en su país y viajé algo por Europa, pero desalentado por la nostalgia de los afectos que tenía en Michoacán y coincidiendo esto con la idea de que los intereses de la patria, invadida por los franceses, le imponían el deber de defenderlos allí donde mejores servicios podía prestar a la causa nacional, regresó a la ciudad mejicana de sus destinos.

Poco después se reparaba con él la injusticia de que había sido objeto concediéndosele la canonjía antes denegada. Por entonces la efervescencia revolucionaria de los mejicanos se abría ante él como prólogo de importantes actuaciones. Elevado en los primeros meses de 1809 a vicario capitular de la diócesis, tanto por el cargo como por su patriotismo, se sintió movido a intervenir pacificadoramente en medio de los antagonismos prontos a estallar entre nativos y españoles, y, requirió la pluma con actividad no usada antes para amonestar a unos y otros y requerirles a que todos se sometieran a la autoridad del virrey. La invasión de España por las huestes napoleónicas tenía a Méjico, como a los otros países de América, entonces colonias, sumidos en la confusión y el desorden.

Contra tal estado de cosas luchaba denodadamente el vicario de Valladolid de Michoacán con la palabra y la pluma. Uno de sus escritos más notables fue el dirigido entonces a la Audiencia de Méjico (número IV). Pero todos sus esfuerzos encaminados a evitar la revolución latente resultaron estériles. Las admoniciones dirigidas a los nativos exacerbaban sus odios frente a la funesta administración colonial, mientras los consejos a los españoles se estrellaban contra la intransigencia de unos y el burocratismo rapaz de otros.

Elevado en los primeros meses de 1810 a obispo electo de Valladolid por la Junta Central del Gobierno de Nueva España, como sucesor de Fr. Antonio de San Miguel, la elevación de autoridad le sirvió para redoblar sus actividades pacificadoras, y de su pluma salieron abundantes representaciones, cartas pastorales y escritos de carácter patriótico que, con otros varios, habría de recoger en un volumen (número XVI) años adelante.

Entregado el obispo electo a estas nobles actividades, vino a sorprenderle la insurrección del cura de Dolores (Guanajuato), don Miguel Hidalgo Castilla, iniciada a las once de la noche del 15 de septiembre de 1810. Abad Queipo se aprestó con las máximas energías a combatir aquel brote revolucionario que, pese a todo, habría de ser la iniciación de la independencia de Méjico. Su mejor arma era la pluma, con autoridad de obispo ahora, y pocos días después de iniciada la revolución, publicó un Edicto (número IX) con fulminantes acusaciones para los insurgentes, condenando al cura Hidalgo y sus secuaces a la pena de excomunión mayor. El edicto no tuvo de momento fuerza ejecutiva, porque el nombramiento de prelado por la Junta Central de Méjico carecía de las confirmaciones real y pontificia, y fue preciso que el arzobispo autorizara la extralimitación, ordenando, al mes siguiente, el cumplimiento de lo dispuesto por el obispo electo.

Como la revolución se extendía, Abad Queipo necesitó desplegar energías y actividades menos románticas, ante el peligro inminente de que Valladolid cayera en poder de los insurrectos. Coincidente con estas disposiciones, llegó a la ciudad el obispo titular Fr. Antonio de San Miguel, a quien hubo de acompañar en una ausencia, durante la cual cayó la capital de Michoacán en poder del cura Hidalgo.

Se asegura que la ausencia fue huida ante la imposibilidad de resistir la invasión, huida a Méjico en la que participaron con ellos otros canónigos y algunas personalidades civiles. Lo cierto es que Abad Queipo no pudo volver a Valladolid hasta después de recuperada la población, pasadas algunas semanas, en diciembre de 1810, por las tropas españolas.

Poco más tarde fallecía el nuevo obispo titular, y Abad Queipo ocupó la mitra en propiedad, refrendado el nombramiento por el Gobierno de la Regencia.

La insurrección estaba ya generalizada en el país y los dos bandos combatientes cometían tropelías y represalias. El buen obispo no daba reposo a la pluma y la palabra para condenar los desmanes, en nombre de la Religión y de los más elementales principios de humanidad. La buena opinión que merecía de muchos jefes y oficiales de las tropas realistas influyó grandemente para que le oyeran y obedecieran en muchos casos. Pero entre los que menospreciaban la palabra evangélica del prelado descollaba el general Calleja, conde de Calderón, inepto, cruel y vicioso, que tenía a gala sus desmanes, por lo que el obispo fulminó contra él encendidos anatemas.

No menos atento que a estas medidas de piedad estuvo a la defensa de Valladolid contra otro posible asalto de los revolucionarios. No todo iban a ser descargas de tinta y de palabras. Cuentan entre esas medidas de defensa armada, el haber fundido la campana de la Catedral para material de artillería y el reclutamiento y equipo, a su costa, de un cuerpo de voluntarios, que puso bajo el mando del canónigo don Agustin Sedois.

Ya implantado en España el régimen constitucional, Abad Queipo prestó de buen grado acatamiento a la moderna legislación liberal. Solo hubo de pronunciarse en contra de la implantación de la libertad de imprenta. No rechazaba esta innovación a título de reaccionario, puesto que admitía y hasta propugnaba ideas liberales que casi ningún obispo de su época tenía por compatibles con los Cánones; la oposición a tal medida se fundaba en la oportunidad de su implantación. Pareciéndole bien la libertad de imprenta como excelente medio difusorio de progreso y cultura, la estimaba contraproducente en aquellas circunstancias anormales, porque la consideraba arma poderosa en manos de los enemigos, que se valdrían de ella para sus propagandas revolucionarias. No obstante, la libertad de imprenta fue implantada con su acatamiento igual que los demás preceptos constitucionales.

Al ser elevado en 1813 a virrey de Nueva España el general Calleja—aquél que, según un autor de la época, habría de llevar Riego prisionero “en su equipaje” en 1820—, el obispo de Valladolid, que tanto le había combatido por su viciosa conducta, se encontró en situación comprometida, temeroso de posibles represalias. Sin embargo, como Calleja seguía de virrey una conducta no menos turbia y censurable que de simple general, Abad Queipo, sin flaquezas en su rectitud, continuó combatiéndola con ejemplar civismo. Pero si de su parte estaban la razón y la justicia, de parte del otro estaban el poder y la fuerza, y en esta lucha le iba a tocar la derrota por la inferioridad de sus armas.

Al volver por su imperio en España el absolutismo de Fernando VII, con anulamiento de toda la legislación constitucional Abad Queipo se quedó esperando, entre esperanzado y receloso, la confirmación del nombramiento de obispo que debía a la Regencia, y lo que recibió fue una Real Orden, dictada el 29 de enero de 1815, para que se trasladara a España a informar del estado de la revolución mejicana.

No se escapó a su perspicacia que esta Real Orden pudiera encubrir el deseo de pedirle otra clase de cuentas que la anunciada, ya que para informes acerca de la revolución tenía el rey medios menos irregulares. Pero, no obstante, sumiso al mandato, se puso en camino de España. Ya en Méjico, capital, después de un penoso viaje rodeado de peligros, determinó enviar delante por escrito al rey aquella información que se le pedía de palabra, y redactó la representación (número XIX), de la que él mismo dice en ella “que vendrá a ser mi testamento”, por lo que se la conoce como su testamento político. Declara en ese documento que se considera envuelto en peligros superiores a su previsión y resistencia, “víctima del odio de los rebeldes y de la prepotencia de un ministro (alude al ministro Lardizabal), por la única razón de que mi pluma ha estado siempre consagrada a la verdad, y mi corazón al bien de la Iglesia y del Estado”, y asegura, dominado por un gran pesimismo: “Jamás tendré el consuelo de informar a V. M. de palabra.” En esa representación, de indudable interés histórico, Abad Queipo hace un atinado estudio de la vida social y política de Méjico y, por extensión, de toda la América hispana, para presentar los remedios al estado caótico traído por la revolución. Enjuicia los sucesos con civismo, y al referirse a la conducta de Calleja, aplaude, bien que con reservas, algunos hechos militares de éste, y concluye así: “Por la conducta del general Calleja, como virrey, es preciso confesar que no merece elogio alguno.” Con la misma severidad censura al ministro Lardizabal. Y tiene palabras de elogio para las actuaciones de los Gobiernos y las Cortes que guiaron los destinos nacionales en ausencia del rey.

Llegado Abad Queipo a Madrid en la primavera de 1816, es recibido por Fernando VII en audiencia. Tales y tan convincentes fueron las razones aducidas por el obispo de Michoacán en apoyo de sus denuncias y tantas las muestras de su probidad y talento, que el rey, en desagravio de sus quejas, le confirió allí mismo el cargo de ministro de Gracia y Justicia. Pero en el mismo día revocaba Fernando VII este nombramiento, a pretexto de que el inquisidor general le había informado de que se le seguía al obispo un proceso por el Santo Oficio. Con lo cual, la actuación del flamante ministro de Gracia y Justicia quedó reducida a una probable burla del rey.

Días después se desataba contra el obispo una franca persecución. Al entrar en su residencia el 8 de julio de dicho año fue sorprendido con una orden terminante de detención dictada por el Santo Oficio. Ni las razones de ser obispo y, además, inocente, ni la resistencia física le valieron de nada. Don Lucas Alamán (Historia de Méjico, tomo IV) refiere así este momento: “fue aprehendido por orden del mismo Tribunal, haciendo uso de la fuerza los ministros comisionados para la prisión, por la resistencia que opuso, hasta arrojarse al suelo para no dejarse conducir, protestando que, como obispo, no reconocía otra autoridad superior más que la del papa”. Apoderados de él a viva fuerza, los ejecutores de la ley le condujeron preso a un convento que se le había destinado por cárcel.

En esta situación de detenido estuvo algunos meses, y no hasta el año 1820, como aseguran algunos. En todo el tiempo de su encarcelamiento nadie le dió razón del motivo ni se le siguió causa por él conocida, y se le puso en libertad por el mismo arbitrario procedimiento empleado en la detención.

Ya excarcelado, parece que no se dejó de vigilarle. Posiblemente había motivo para ello, ya que, a juzgar por el importante papel que tiempo después desempeñó en la política española, cabe suponer que sus opiniones, y acaso actuaciones, serían muy contrarias a las iniquidades del régimen absolutista que sostuvo Fernando VII hasta el derrumbamiento del sistema en 1820 bajo la espada libertadora de Riego en Las Cabezas de San Juan. Con el triunfo de los constitucionalistas y el cambio de atmósfera política, cambió también radicalmente la situación de Abad Queipo. Por eminente se tendría su personalidad entre los partidarios del nuevo régimen, cuando se le designó miembro de la Junta provisional encargada de la fiscalización de los actos de gobierno hasta que se reunieran las Cortes. Presidía esta Junta el cardenal y arzobispo de Toledo, don Luis de Borbón, y, con Abad Queipo, la integraban, además, el general Ballesteros, don Vicente Sancho, el conde de Taboada, don Bernardo Tarrins, don Francisco Crespo de Tejada y don Ignacio de la Pezuela.

Posesionado de ese alto cargo, tuvo ocasión de conocer el origen de algunas persecuciones, ocultas o descubiertas, de que había sido objeto. Todo el fundamento de ellas estaba en unas antiguas denuncias, recogidas en confesiones por frailes carmelitas de Valladolid de Michoacán, por leer obras prohibidas y sustentar en privado opiniones liberales. Resultado de tales denuncias fue que se le incoara una causa por hereje y otros motivos en el Tribunal de la Inquisición de Méjico, del que había pasado al Supremo de la misma jurisdicción de Madrid.

Sin embargo, hay motivos para creer que Abad Queipo no desconocería antes de ese momento la existencia de tal causa. Don Lucas Alaman (obra citada) dice que Abad Queipo en 1814 “en circulares a sus diocesanos, declaró que Cos (el sacerdote rebelde doctor don José María Cos) había incurrido en las herejías de Wiclef y de Lutero y que, por un efecto de rebeldía, no reconocía en su persona la dignidad episcopal. Cos contestó que, en efecto, no lo reconocía, porque no había podido ser penitenciario, ni mucho menos obispo de Valladolid, estando acusado muchos años hacía de ser hereje formal”. Se deduce de esto que no era ningún secreto que Abad Queipo estaba incurso en delitos perseguidos por la Inquisición, y suponer que él estaba enterado es lo lógico.

Aunque ninguna noticia concreta le afirma como vinculado por los afectos y las devociones a la tierra asturiana, abandonada de niño, seguramente mantenía con ella un fuerte nexo, ya que, en la elección de diputados para representar en las Cortes a la recién, fue uno de los elegidos.

Esta designación le dio motivo para confirmar, una vez más, la integridad de carácter y la limpieza de conducta que realzaban su personalidad, porque, contrariando los sentimientos de sus paisanos y los suyos propios, tuvo el gesto noble y digno de imitación de renunciar al cargo de diputado por incapacidad física para el desempeño de su cometido. El solo encabezamiento del escrito (número XX) enviado al Congreso y leído en él en la sesión del 12 de julio (1820) es de un valor poemático aleccionador de muchas conductas. Dice así: “Exposición dirigida a las Cortes en que renuncia al cargo de diputado por Asturias, porque su edad y falta de oído no le permiten prestar atención a las discusiones y votar con acierto.”

En ese mismo año dió a la imprenta uno de sus escritos más importantes (número XXI), relacionado con la elección de obispos en América y derechos de los mismos antes de ser confirmados por el Papa. Esta obra fue prohibida por la Congregación del índice y ratificada la prohibición luego por León XII. Como se ve, tampoco gozaba Abad Queipo el favor de Roma, cosa que conviene tener en cuenta para lo que se dirá más adelante. A partir del citado año 1820, cuando Abad Queipo andaba por los sesenta y nueve, se inicia la época más oscura de su vida, al punto de que nada verdaderamente cierto volvemos a saber de él. Se afirma, generalmente, que fue obispo de Tortosa. Otros, como don Miguel García Teijeiro, se limitan a consignar “que fue electo obispo de Tortosa, cargo del que no es posible saber, hoy por hoy, si ha tomado posesión”. Donde primeramente, al parecer, se acredita esta designación de tal obispado es en el Diccionario biográfico dirigido por don Juan Sala, sin que se sepa de qué fuente se ha tomado la noticia. Don Máximo Fuertes Acevedo la da por falsa y dice que Abad Queipo concluyó su vida “en medio del mayor misterio, que hasta hoy no ha sido posible aclarar, pero que confiamos llegar a conocer, pues estamos sobre la pista”.

Desconocemos nosotros qué pista era ésa ni si Fuertes Acevedo, tan bien orientado, llegó al descubrimiento que se proponía. Por nuestra parte, con la codicia de esclarecer punto tan interesante para un investigador, hemos llevado a cabo pacientes pesquisas; pero todas infructuosas. Que sepamos, no hay nada impreso que confirme de un modo indudable la elevación de Abad Queipo a la mitra de Tortosa, ni siquiera su nombramiento de obispo. Mas nos inclinamos a creer que la Santa Sede se habría opuesto al nombramiento y más a la toma de posesión.

El canónigo de Tortosa y erudito investigador R.O’Callaghan, que tanto y tan documentadamente ha escrito sobre ese obispado, a la vista de los códices custodiados en esa Catedral, no tiene ninguna referencia relacionada con este caso.

En su Episcopologio de Tortosa aparecen ocupando la mitra don Manuel Ros de Medrano hasta el año 1821, y don Víctor Damián Sáez desde el año 24. Llama la atención que nada se diga de si estuvo o no vacante la mitra en ese tiempo, precisamente el que se dice ocupada por Abad Queipo. Como también se afirma que éste fue exonerado como obispo al triunfar nuevamente la reacción borbónica, en 1823, la sospecha adquiere mayor fundamento. Pero no deja de desvanecerla que don Modesto Lafuente, al referirse a la provisión del obispado entonces, no diga nada tampoco respecto a nuestro caso, cuando en tantos pormenores abunda su historia sobre las persecuciones dispuestas por Fernando VIl. Dice: “El mismo día que relevé de la Secretaria de Estado a don Víctor Sáez, le agracié con la mitra de Tortosa.” Mas si se estima impropio pedir que en una historia de carácter general se descienda a recoger noticias como ésa, en las que tan pródigo fue aquel periodo, no se podrá opinar así en trabajos históricos que buscan el esclarecimiento del detalle, como los de O’Callaghan, que nada dice, cuando nada le impide decirlo y hasta se sumaría un mérito diciéndolo.

Si queremos extremar las deducciones para admitir la posibilidad de que Abad Queipo haya sido, efectivamente, obispo de Tortosa, tenemos desde Iuego elementos en qué fundarla. En la amnistía promulgada por Fernando VII el 1 de mayo de 1824, quedaban exceptuados de indulto, para que fueran “oídos, juzgados y sentenciados”, entre otros, “los autores principales de la conspiración tramada en Madrid en principios de marzo del mismo año 1820, a fin de obligar y compeler por la violencia a la expedición del referido real decreto de 7 del mismo y consiguiente juramento de la llamada Constitución”. Entre los no amparados por esa amnistía estaba el ex obispo de Michoacán, por su destacada actuación en aquel movimiento que trajo el cambio de sistema político. Y puede suponerse, sin que parezca disparate, que al ser depuesto Abad Queipo como obispo de Tortosa, lo fuese sin que quedara rastro suyo allí, ya que Fernando VII disponía con voluntad omnímoda los anulamientos, cual lo atestigua aquel su primer decreto de 1814, cuando regresaba del cautiverio, en el que daba por abolida toda la labor constitucional, “como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo”. Pero nuestro parecer es que Abad Queipo, si fue nombrado obispo de Tortosa, no ha llegado a regentar aquella sede.

Y para terminar este estudio de vida tan interesante, diremos lo que se dice, hasta que alguien pueda esclarecer la verdad histórica. Se dice que al triunfar nuevamente el absolutismo e instituirse de nuevo el Tribunal de la Inquisición, fue exhumada la causa seguida contra Abad Queipo, y que, condenado a seis años de cárcel, murió en ella al cumplirse el primero, o sea del 1824 al 25, a los setenta y cuatro años de edad.

 

Obras publicadas en volumen:

I.—Representación sobre la inmunidad personal del Clero, reducida por la ley del nuevo Código, en la cual se propuso al rey el asunto de diferentes leyes que, establecidas, harían la base de un Gobierno liberal y benéfico para las Américas y para la metrópoli. (Valladolid de Michoacán, diciembre 11 de 1799; folleto escrito por encargo del obispo Fr. Antonio de San Miguel; reproducido en el tomo Il de Obras sueltas, París, 1837, de José Maria Luis Mora.)

II.—Representación a nombre de los labradores y comerciantes de Valladolid de Michoacán, en que se demuestran con claridad los gravísimos inconvenientes de que se ejecute en las Américas la Real cédula de 26 de diciembre de 1804, sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de Capellanías y obras pías para la consolidación de vales. (Valladolid de Michoacán, 24 de octubre de 1805; folleto reproducido en ídem id.)

Ill. — Escrito presentado a don Manuel Sixto Espinosa, del Consejo de Estado y director  del Príncipe de la Paz en asuntos de Real Hacienda, dirigido a fin de que se suspendiese en las Américas la Real cédula de 26 de diciembre de 1804, sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales píos para la consolidación de vales. (Madrid, 1807; folleto reimpreso en idem id.)

IV.—Representación al Real Acuerdo de Méjico, como director del excelentísimo señor virrey Garibay, sobre la necesidad de aumentar la fuerza militar de este reino, para mantener la tranquilidad pública y defenderlo de la invasión extraordinaria del tirano de Europa. (Valladolid de Michoacán, 16 de marzo de 1809; folleto reproducido en idem id.)

V.—Representación al excelentísimo e Ilustrísimo señor arzobispo virrey sobre las dificultades de ejecutar la Real cédula de 12 de marzo de 1809, sobre el préstamo a intereses de veinte millones de pesos; en la cual se proponen los medios de auxiliar a la madre Patria y atender a la conservación de este reino por medio de contribuciones de más producto y menos perjuicio. (Valladolid de Michoacán, 14 de agosto de 1809; folleto reproducido en idem id.)

VI.—Representación a la Junta central. (Valladolid de Michoacán, 18 de agosto de 1809; folleto que reproduce los dos anteriores; reimpreso en idem id.)

VII.—Respuesta a uno de los vocales de la Junta de Comercio para realizar el préstamo a intereses de veinte millones, en que se proponen las dificultades de este proyecto y medios diferentes para atender a las necesidades del Estado. (Valladolid de Michoacán, 1809; folleto que afirma y amplía el contenido de los números V y VI; reimpreso en idem id.)

VIII.—Representación a la primera Regencia, en que se describe compendiosamente el estado de fermentación que anunciaba un próximo rompimiento, y se proponían los medios con que tal vez se hubiera podido evitar. (Valladolid de Michoacán, 30 de marzo de 1810; folleto reimpreso en idem id.)

IX.—Edicto en que, como obispo electo de Valladolid de Michoacán, lanza excomunión mayor contra el cura Hidalgo y sus secuaces, que habían dado el grito de independencia en Dolores. (Valladolid de Michoacán, 24 de septiembre de 1810.)

X.—Edicto instructivo sobre la revolución del cura de Dolores y sus secuaces, (Méjico, 1810.)

XI.—Pastoral contestando a las razones que expuso el cura Hidalgo para justificar su alzamiento. (Valladolid de Michoacán, 10 de octubre de 1810.)

XII.—Carta pastoral sobre la insurrección de los pueblos del obispado de Michoacán. (Méjico, 1811.)

XIII.—Pastoral sobre ordenación de clérigos, cumplimiento y estipendio de misas. (Méjico, 1811.)

XIV.—Edicto importante, dirigido a evitar la nueva anarquía que nos amenaza, si no se dividen con equidad entre deudores y acreedores los daños causados por la insurrección y no se pone modo y término en las ejecuciones. (Valladolid de Michoacán, 19 de mayo de 1812; folleto reproducido en el II tomo de Obras sueltas, de José Maria Luis Mora.)

XV.—Carta pastoral sobre el riesgo que amenaza la insurrección de Michoacán a la libertad y a la religión. (Méjico, 1813.)

XVI.—Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al Gobierno don Manuel Abad Queipo, obispo electo de Michoacán, movido de un celo ardiente por el bien general de la Nueva España y felicidad de sus habitantes, especialmente de los indios y las castas; y los da a luz en contraposición de las calumnias atroces que han publicado los cabecillas insurgentes a fin de hacerle odioso en el pueblo y destruir por este medio la fuerza de los escritos con que los ha combatido desde el principio de la insurrección. (Méjico, 1813.)

XVII.—Representación canónico-jurídica en favor del fuero criminal del clero en América. (Méjico, 1814.)

XVIII.—Edicto publicado por el Ilustrísimo señor don…, obispo electo y gobernador de Michoacán. (Méjico, 1815.)

XIX.—Representación acerca de los intereses de España en Méjico.(Méjico…; informe dirigido a Fernando VII, que se conoce con el nombre de Testamento político, fechado en Méjico a 20 de julio de 1815; folleto reproducido en el apéndice 10 del tomo IV de la Historia de Méjico, de Lucas Alamán. Méjico, 1851.)

XX.—Exposición dirigida a las Cortes, en que renuncia al cargo de diputado por Asturias, porque su edad y falta de oído no le permiten prestar atención a las discusiones y votar con acierto. (Madrid, 12 de julio de 1820.)

XXI.—Breve exposición sobre el Real Patronato y sobre los derechos de los obispos electos de América, que, en virtud de los Reales despachos de representación y gobierno, administran sus iglesias antes de la confirmación pontificia. (Madrid, 1820; obra prohibida por la Congregación del índice en noviembre de ese año y ratificada la prohibición por el Papa León XI.)

XXII.—Manifiesto de la Junta provisional a la nación española, a virtud de la convocación a Cortes para los años de 1820 y 1821. (Madrid, 24 de marzo de 1820; firmado por él y por los otros miembros de la Junta.)

XXIII.— Manifiesto de la Junta provisional a las Cortes. (Madrid, 9 de julio de 1820; firmado también por los otros miembros de la Junta; reproducido por Cristóbal de Castro en Antología de las Cortes de 1820.

 

Obras inéditas:

—Colección de papeles históricos. (MS. en la Academia de la Historia.)

 

Referencias biográficas:

Fuertes Acevedo (Máximo).— Los asturianos de ayer: Don Manuel Abad y Queipo. (En El Carbayón, Oviedo, 3, 5 y 6 de 1885.)

García Teijeiro (Miguel).— Un boceto biográfico. (En el folleto Siluetas: Hombres célebres del Occidente de Asturias. Lugo, 1907.)

Suárez, Españolito (Constantino).— Asturianos de antaño: Manuel Abad Queipo. (En el Diario de la Marina, Habana Febrero 21 de 1932; reproducido por La Prensa, de Gijón, abril 16 del mismo año.)