Perito químico y escritor contemporáneo, hermano de los dos precedentes e hijo de don Paulino Álvarez Laviada, en sus primeras nupcias, y doña Natividad Suárez y Fernández. Nacido en Oviedo el 25 de diciembre de 1889.
En posesión de la instrucción primaria, adquirida en algunos colegios de Oviedo y perfeccionada en la academia que allí dirigía el padre por entonces, se matriculó en el Instituto de esa ciudad para seguir los estudios del bachillerato, que dejó después de aprobado el primer curso, para ingresar en 1901 en la Escuela de Artes y Oficios. Trasladado con la familia a Madrid, estudió en la Escuela de Artes e Industrias la carrera de químico industrial, que concluyó en 1910 con premios extraordinarios en las principales asignaturas de la especialidad.
Desde entonces ha desempeñado cargos de químico en numerosas empresas industriales, especialmente en La Papelera Española y la Sociedad General Azucarera. Esta profesión le ha obligado a muy frecuentes viajes por España y a residencias más o menos eventuales en Valencia, Barcelona, Granada y poblaciones de menor importancia, como las de Calahorra, Aranjuez, Alagón, Veguellina y otras. Pero el domicilio verdadero lo ha venido teniendo en Madrid, particularmente, después de conde haber intentado atraerle a su lado por todos los medios. Decía Salamanca: ¿Quién puede entenderse con un hombre que está satisfecho almorzando un par de huevos?.
Desempeñó ese cargo con aciertos reconocidos por todos, no siendo el menor haber elevado el tono de la literatura gacetable, tan caracterizada de ramplona, llegando en la redacción de algunos decretos a verdaderos primores de lenguaje y estilo.
En 1858 fue declarado cesante; pero en ese mismo año, al constituirse el Gobierno de Istúriz y Posada-Herrera y después bajo la presidencia de este último, desempeñó el cargo de subsecretario de Gobernación y habría ocupado el de ministro con sólo haber querido aceptarlo. Dos años después pasó destinado a la Sección de Gobernación y Fomento del Consejo de Estado, cargo que dimitió al encargarse del poder el general Narváez en septiembre de 1864.
Volvió entonces a las actividades periodísticas a combatir a los nuevos gobernantes, moderados, contrarios al régimen constitucional aun cuando figuraba entre ellos su viejo amigo y protector el famoso hacendista Alejandro Mon, quien había pretendido que continuara en su puesto. Únicamente se hizo cargo de nuevo de ese destino en el Consejo de Estado mientras duró la nueva etapa de Gobierno del general O’Donnell, desde julio del 65 a igual mes del 66.
Desde 1857 tuvo representación en Cortes, durante seis elecciones consecutivas, siempre por distritos asturianos. Esta investidura, sin embargo, contribuyó poco al robustecimiento de su personalidad, porque carecía de aptitudes oratorias. Su fuerza combativa extraordinaria y temible estaba en la pluma, diestra en deslizar la sátira más mortificante entre halagos y consideraciones y servida por una cultura enciclopédica muy sólida. “Si como tenía el don de la inteligencia – anota Fr. Fabián Rodríguez García – hubiese tenido también el don de la palabra, no hubiera tenido rival en el Parlamento, como no lo tuvo en la prensa periodística.”
Al abandonar su cargo oficial en 1866, siempre al servicio de las fuerzas acaudilladas por el duque de Tetuán, y dispuesto con éste a desencadenar la revolución contra Isabel II, no se dió descanso con la pluma y la acción para llegar a esa finalidad. Formó parte de la Junta revolucionaria de Madrid y redactó él mismo el manifiesto y las proclamas. Se puede asegurar que fue uno de los principales propulsores de la Revolución de Septiembre (1868). “Dos o tres artículos suyos, La Clave y Misterios – dice Cejador – fueron los más formidables arietes contra el trono de Isabel II”.
También por entonces escribió en la Revista de España, fundada en marzo del 68, y en otras publicaciones.
Diputado a Cortes por la jurisdicción de Avilés (1865-71) que, con la de Oviedo, era una de las dos en que estaba entonces políticamente dividida Asturias, tomó parte en las constituyentes de 1869, producto de la Revolución: pero su liberalismo le contenía dentro del marco de la monarquía constitucional, y con este carácter aceptó en el gobierno provisional la cartera de Estado, que desempeñó desde el 8 de octubre del 68 al 18 de junio del 69, y fué luego uno de los 27 diputados que votaron al duque de Montpensier para ocupar el Trono de España.
Como Ministro de Estado, se recuerda con elogio su circular de 20 de octubre enviada a los representantes diplomáticos españoles acreditados en el extranjero. De ella asegura Fuertes Acevedo que se trata de un “notabilísimo escrito, modelo del más puro y castizo lenguaje castellano, y de un perfecto conocimiento de la historia política española del siglo actual”. Se refiere al siglo XIX. A dicho documento se le concede importancia histórica.
Del cargo de Ministro de Estado presentó la renuncia, fundamentada en el quebrantamiento de salud, y esta retirada de la vida pública casi fué definitiva, pues aunque luego tuvo representación senatorial por Asturias (1871-72), como carecía de facultades oratorias, la tuvo tan pasivamente como había tenido la de diputado.
Viudo de su primera esposa, doña Rosa Fernández de Cueto —de la que heredó en usufructo cuantiosa fortuna—, contrajo segundas nupcias en 1870 con doña Adela Antoine, de quien hubo sucesión, cosa no lograda en el primer matrimonio. En ese mismo año, y acaso contrariando su natural modestia, solicitó y obtuvo el título nobiliario de vizconde de Barrantes, que había pertenecido en lo antiguo a su familia, pero que no se sabe que lo haya usado en ningún caso.
Vivió desde entonces alejado de las luchas políticas, casi dedicado por entero a la familia y sus estudios, y de esta inactividad le sacó el nombramiento de embajador cerca del Vaticano en enero de 1874, cargo al que renunció al restablecerse la Monarquía con la proclamación de Alfonso XII. Volvió entonces a su voluntario retiro, al margen de la política y el periodismo, sin que el nombramiento de senador vitalicio el 1º de mayo de 1877 le sacara del plácido reposo de sexagenario a que deseaba entregarse. Sólo dedicó alguna actividad al cargo de juez-protector de la Fundación Figueroa, que desempeñó desde el año 1865 hasta el fallecimiento.
“Su apartamiento del mundo político en los últimos años —escribe el citado Canella— no le fué difícil, pues, aparte de que se lo imponía la salud quebrantadísima, nunca tuvo gran afición al ruido y brillo sociales; su pasión predilecta fué para el estudio y los viajes, sobre todo para los libros, de los que nunca quiso apartarse, pudiendo decirse que pasó la vida leyendo. Nunca se preocupó con interés del atavío personal ni de vestir con elegancia; por no perder tiempo con el barbero, como él decía, gastó barba corrida. Más que al descuido se rendía a la sencillez, desde el nudo de la corbata, al azar, hasta los característicos botines que llevó siempre sobre las botas altas.”
“Yo le alcancé —dice el mismo— en pleno ocaso de su existencia, poco después del primer período de la Revolución de Septiembre, escondido y encerrado en el sotabanco que había hecho construir en modesta casa de Caballero de Gracia, en habitación caldeada a temperatura fija, rodeado de sus muchos, variadísimos y desordenados libros, y con el pavimento como alfombrado por los periódicos del día.”
Se conocía ese departamento especial de la casa entre sus amigos con los nombres de El Palomar y El Tabor. Allí acudían sus amistades, especialmente acogidos los asturianos, con quienes gustaba de recordar sucesos y lugares de los años mozos. Todos iban animados por el deseo de escuchar su amena e ilustrada conversación y acudían también personajes políticos a recibir su siempre acertado consejo.
“Se subía (al Tabor)—recuerda Protasio González Solís—por una estrecha escalera, que pronto declaraba haber sido tendida para un servicio especial. Posada Herrera, por esta causa, bautizó a su antiguo y querido amigo Lorenzana con el nombre de El Nigromántico, sin duda usando de una figura antitética, porque los que se dedicaban a esa profesión en lo antiguo no buscaban, ni mucho menos, las alturas, ni se rodeaban de la claridad del cielo. La verdad es que para ascender al Tabor había que pedir práctico.”
A reconocer la labor desarrollada por Álvarez de Lorenzana le llegaron los consabidos honores oficiales: Grandes Cruces de Isabel la Católica y Carlos III, españolas; de San Mauricio y San Lázaro, italianas, y otras varias extranjeras. Sus méritos literarios, afamados por todos en su tiempo, pudieron tener también el marchamo que dan las Academias. Las de la Lengua y de la Historia quisieron reiteradamente llevarle a su seno; pero él rechazó de pleno en todo momento, por estimarlo vejatorio, que hubiese que solicitar el voto favorable de los académicos, y se negó rotundamente al acatamiento de tal norma al uso, dando con ello una magnífica prueba de su carácter independiente y de su admirable modestia.
Cada vez más achacoso, Álvarez de Lorenzana dejó de existir el 15 de julio de 1883. De sus facultades de escritor ha dicho Roque Barcia: “De tal suerte encarnaba la más alta y legítima representación del periodista digno, pensador y elegante, que decir Lorenzana en la prensa equivale a recordar una de las más legítimas glorias del periodismo. Su estilo era el más acabado de la ruda forma de la prensa diaria. Castizo, sin afectaciones académicas; ligero, sin frivolidad; siempre intencionado, sin ser jamás inconveniente, sus artículos son y serán modelo de comedimiento y de elevación.”
Su viuda, la vizcondesa de Barrantes, recogió en un volumen (número II) una selección de artículos del esposo, especialmente de los publicados en el combativo Diario Español. De ellos dice Ossorio y Bernard: “Hoy, serenamente leídos, se advierten en ellos todas las condiciones de estilo e intención que los avaloran, pero no se explica, sin haber vivido en la época en que fueron escritos, el afán con que eran buscados, el interés con que se leían y el poderoso empuje que marcaban en la opinión pública, contribuyendo a los cambios de situación y a las crisis ministeriales.”
De su probidad y hombría de bien intachables dejó un recuerdo digno de todo elogio por su ejemplaridad. Había heredado de su primera esposa una fortuna que ascendía a quinientas mil pesetas. El testamento no establecía ninguna obligación ulterior, pero sí advertía la testadora que si a él no le obligaran en contrario otras circunstancias, en el caso de testar a su vez libremente, que prefería pasase la riqueza como patrimonio del Hospicio de Oviedo. Y cumplió él con tan excesiva escrupulosidad aquel deseo de la finada, que no tuvo en cuenta ni a los hijos del segundo matrimonio, y la herencia pasó a esa institución benéfica íntegramente.
Oviedo y Madrid han consagrado sendas calles a perpetuar la memoria de tan esclarecido asturiano.
Obras publicadas en volumen:
I.—Memoria presentada a las Cortes constituyentes por el ministro de Estado, don Juan Álvarez de Lorenzana. (Madrid, 1863; folleto.)
II.—Lorenzana y su obra. (Madrid, 1899; artículos; obra póstuma con prólogo de F. Canella y Secades.)
Trabajos sin formar volumen:
- —Circular a los agentes diplomáticos de España en los países extranjeros. (En Gaceta de Madrid, 20 de octubre de 1868.)
- —Carta-prólogo al libro Cursos y artículos políticos, de José Luis Alvareda. (Madrid, 1883.)
Obras inéditas:
—Estudio critico sobre don Pedro José Pidal. (MS. de paradero desconocido.)
Referencias biográficas:
Anónimos.—Artículos necrológicos. (En El Liberal, El Imparcial y La Epoca, de Madrid, y El Carbayón, de Oviedo, todos de julio de 1883.)
Barcia (Roque). — Un bosquejo biográfico. (En su obra Diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, 1855-83.)
Canella y Secades (Fermín).— Prólogo a Lorenzana y su obra. (Madrid, 1883.)
Fernández Bremón ( José). — Un apunte necrológico. (En la sección Crónica General de la Ilustración Española y Americana, Madrid, 22 de julio de 1883)
Segovia (Ángel María) – Un bosquejo biográfico. (En la obra Figuras y figurones, Madrid, 1880.)