Una de las figuras más prestigiosas y venerables de todos los tiempos, que enaltece los nombres de Asturias y de España ante el mundo. Como los de Campomanes, Jovellanos y algunos otros injustamente preteridos y olvidados, Cual Flórez Estrada, el nombre de Agustín Argüelles se enarbola y seguirá enarbolando como una bandera victoriosa en la lucha eterna de ideologías aisladas de redención frente al dominio del poder y la fuerza que esclavizó siempre a la humanidad. Pocas veces como en su caso se reúnen en un hombre el talento y la virtud, la doctrina y la conducta en las jerarquías máximas de un apostolado. Como político y gobernante ha dejado de su paso una estela inmortal, rutilante y sin máculas. “Esclarecido patricio — dice José de Olózaga—, honra y prez del parlamento español…, vida consagrada al estudio, a la patria, a la justicia, a la libertad y a la virtud.”
Su principal biógrafo, coetáneo de Argüelles y testigo de gran parte de su vida, Evaristo San Miguel, comienza el prólogo de su biografía así: “Célebre, como en España, en todo el orbe culto el nombre del personaje a quien esta obra se consagra, se halla tantas veces enlazado con los principales acontecimientos de que fue teatro nuestro suelo, desde principios del siglo XIX, que la vida de don Agustín Argüelles equivale al cuadro histórico de un período de tiempo muy considerable.” Ya en el cuerpo de dicho estudio añade: “Fue don Agustín Argüelles uno de aquellos hombres raros y extraordinarios que parecen nacidos para captarse la admiración, para arrastrar tras de sí los elogios de sus semejantes, grandes y pequeños pues a todas las clases pertenecían sus admiradores. Sin grande nacimiento, sin títulos, sin proporciones, pues con ninguna se adornó su pecho; sin cargos eminentes, no habiendo ocupado más que ocho meses el puesto de ministro, sin más palmas brillantes que las del orador, estaba rodeada su persona de cuanto prestigio pudo constituir un hombre grande.” y en otro lugar dice: “Preso, proscripto, desterrado, como en el brillo de su gloria, como en la cumbre del poder, desempeñando los principales cargos del estado, fue el mismo hombre.”
Otras palabras de apoyo y exaltación de este conspicuo asturiano se las dedica Fermín Canella y Secades, quien le denomina el Arístides español y asegura que, “respetado por todas las facciones políticas, don Agustín Argüelles, llamado el Divino, murió gozando la más modesta y humilde posición social, porque su vida privada fue Argüelles (Agustín) reflejo fiel de la pública.”
Es fundamento de los más importantes de su inmortalidad su fama de orador, a lo que ha debido el apelativo de Divino. Al juzgarle como tal, Cristóbal de Castro argumenta de este modo en Antología de las Cortes de 1820: “Argüelles fué un milagro de conjunción de las dos oratorias: la callejera y la didáctica. La magia de su verbo armonizaba a Quintiliano con Saint-Just… Calatrava fué impetuoso; Toreno, concienzudo: Martínez de la Rosa, estilista. Argüelles era todo lo que eran todos, y era, además, Argüelles. La personalidad de su oratoria se destaca en aquel jardín retórico con la poesía noble y fuerte de un roble en verdor. No tenía la fortuna en los epítetos de Calatrava; ni la erudición fría de Toreno; ni el ritmo cadencioso y fácil de Martínez de la Rosa; y, sin embargo, ahí están sus oraciones con musicalidad, concisión y vehemencia.”
Con menos favorable disposición de ánimo le había juzgado ya el autor anónimo de Los ministros españoles desde 1809 hasta 1869, el cual hace del aspecto físico de Argüelles esta semblanza: “Sus rasgos personales se caracterizaban por su estatura elevada, por la viveza de sus ojos, por su expresiva figura, pues hasta su rostro, no muy agradable por cierto, le revestía de un aspecto original que le hacía interesante”, y le enjuicia como orador de este modo: “Sus discursos eran desordenados, y muchas veces se le conocía que tomaba la palabra más por el deseo de hablar y quizá por lucir su ingenio y locuacidad que por la idea de ilustrar la cuestión que se debatía.”
Otro juicio aún menos favorable lo ha estampado Carlos Le Brun en la obra Retratos políticos de la Revolución de España, donde en relación con la actividad oratoria de Argüelles en las Cortes de Cádiz se afirma (nosotros tomamos el juicio del ejemplar manuscrito y anónimo de la Biblioteca Nacional) lo siguiente: “Al fin se decidió la mosquetería de las galerías por el que hacía más ruido y tenía la voz más melosita; y Argüelles se quedó cobrando el barato del Congreso, que harto le debió pesar y ha pesado luego a los españoles. Es un fenómeno en ella este liberal con fondos de aristocracia, que jamás pudo combinar bien con la democracia exaltada y peligrosa de que afectaba en las Cortes estar inflamado.” Aun se estampan conceptos mucho más duros sobre Argüelles en esa citada obra. Refiriéndose a su actuación cuando el nuevo período constitucional iniciado en 1820, se afirma: “Este hombre orgulloso hasta el ridículo fue el que dio a la máquina la dirección que tuvo todo el tiempo de la revolución, hasta que se paró por falta de cuerda y elasticidad en los resortes.”
Este trato irrespetuoso y depresivo que le da Le Brun se estampa en un libro vejatorio para los 188 biografiados en él, con alguna que otra excepción. Contra esa actitud está la de cuantos cronistas e historiadores han escrito documentadamente sobre Argüelles. Por otra parte, sería el de Argüelles el primer caso de político que escapara sin diatribas de uno u otro bando, porque, además de los que merecen esas diatribas de todos los bandos, fue siempre la diatriba arma política contra el adversario.
Lo cierto es que, como orador, nadie le ha aventajado en su tiempo, tan cargado de turbulencias, a desinterés y honorabilidad en la exposición de ideas profundamente humanas con tan persuasiva elocuencia. Y en los otros aspectos de su vida pública, bastará decir que si fué uno de los ejes principales de la política en un tercio de siglo y vivió siempre entre apreturas económicas y en medio de la general estimación de partidarios y adversarios, no se precisa más para que se le considere espejo de conductas de una ejemplaridad insuperable.
Nació Argüelles en Ribadesella el 28 de agosto de 1776, hijo de don José de ese apellido, en segundas nupcias con doña Teresa Álvarez y González. Segundón en tiempos de mayorazgos, su porvenir estaba señalado en el campo de las armas o de las letras, ya éstas se inclinó su natural vocación, favorecido por una inteligencia despejada y gusto al estudio. Hizo en la villa natal con lucimiento los estudios de instrucción primaria y de lenguas vivas y muertas. Pasó luego a seguir la carrera de Leyes en la Universidad de Oviedo, donde sus aptitudes para el estudio y excepcionales prendas de carácter le granjearon la estimación unánime de profesores y condiscípulos. Concluida la carrera y recibido de abogado, no se dedicó, sin embargo, al ejercicio de esta profesión, que sólo tomó como punto de partida para dedicarse a la Magistratura o la Diplomacia, que era a lo que apuntaban sus deseos.
Entretanto se presentaban favorables ocasiones al logro de tal aspiración, aceptó en 1798 el cargo de secretario del obispo de Barcelona, don Pedro Díaz Valdés, de Gijón, incluido también en este índice. Pero abandonó ese destino a comienzos del año 1800 para trasladarse a Madrid, donde esperaba encontrar ambiente más favorable y adecuado a sus nobles ambiciones.
Su primer destino en Madrid fué una modesta plaza en la Secretaría de Interpretación de Lenguas, al frente de la que estaba el famoso literato Leandro Fernández Moratín, de quien Argüelles recibió muestras de distinción y aprecio.
Dejó ese puesto en 1805 para desempeñar otro menos adecuado a sus inclinaciones y aptitudes, pero de mayor remuneración, dos mil quinientos reales al año: en la Oficina de Consolidación de Vales Reales.
Su inteligencia e ilustración, unidas a un carácter expansivo, adornado de circunspección y ecuanimidad, le captaban fácilmente el aprecio de las personas ilustradas, por lo que su jefe entonces, don Manuel Sixto Espinosa, le propuso para una delicada misión a desarrollar en Londres, que fué como el primer reconocimiento ostensible de sus méritos. Tal encomienda consistía en solicitar, por encargo de don Manuel Godoy, la alianza de Inglaterra contra Francia. “Discurrióse que fuese el encargado de la comisión — dice Pastor Díaz una persona incapaz por su empleo de causar recelo, o de llamar la atención, y apta por su talento y saber para el desempeño de tratos tan delicados e importantes.” Ese viaje, efectuado en el otoño de 1806 desde Lisboa, resultó infructuoso a la finalidad perseguida, debido al cambio que a la vez experimentó la marcha de los asuntos de Estado en España, que culminaron en el llamado Motín de Aranjuez y en el levantamiento nacional contra la invasión napoleónica. Pero esa permanencia en Londres, alargada por una enfermedad, sirvió a Argüelles para cimentar sólidamente su todavía inédita personalidad política, compenetrándose con la legislación y las normas de gobierno inglesas, acreditadas siempre de modelo por la ideología liberal que las informaba.
Al ocurrir la abdicación de Carlos IV en Aranjuez, seguida de la marcha a Bayona del rey depuesto y el rey proclamado, Fernando VII, como preludios de la Guerra de Independencia, Argüelles recibió orden de regresar a España. Iba a cumplirla cuando, enterado de la llegada a Londres de la embajada que envió Asturias en socorro de alianza contra los franceses invasores, integrada por el conde de Toreno y Andrés Ángel de la Vega Infanzón, acompañados en calidad de secretario por Fernando Álvarez Miranda, decidió abandonar el viaje para unirse a sus comprovincianos y amigos. Sumado a ellos y favorecido por las valiosas relaciones establecidas en la corte inglesa y en los círculos gubernamentales y políticos, fue de la citada comisión el intermediario eficaz, que le debió en gran parte el éxito de las negociaciones realizadas y de los agasajos recibidos.
De regreso en Asturias, sentó plaza de soldado en las fuerzas organizadas para combatir al invasor, pero su delicado estado de salud le impidió hacer vida de campaña y tuvo que renunciar pocos meses después a ese propósito.
A mediados de 1809 pasó a Sevilla, animado por el deseo de prestar su concurso a la Junta Suprema Nacional instalada allí, y fue secretario de la junta que se formó para organizar la reunión de Cortes, presidida por Jovellanos, su gran amigo.
Fue uno de los diputados electos por Asturias a las cortes que habrían de reunirse el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León. Tuvo esa representación en principio con carácter de suplente por no haberse podido celebrar las elecciones puntualmente a consecuencia de estar invadida la provincia por el ejército francés, y le fue luego confirmada en propiedad. La gloria de su personalidad ahínca las raíces en sus actuaciones de diputado desde el primer momento. “Sentábanse en aquellas Cortes —dice Olózaga— los varones más eminentes de España por su saber y sus virtudes; pero fuerza es confesar que su inexperiencia necesitaba un guía. Ese guía fue Argüelles, que al estudiar en Inglaterra con tanto ahínco el mejor modelo del parlamentarismo estaba ajeno de pensar que tan pronto había de ser provechosa a su patria aquella enseñanza.” Comenzó a destacar por sus ideas liberales y la brillante forma de exponerlas y razonarlas en su intervención sobre la libertad de imprenta para el pensamiento escrito, antes sujeto a las trabas más rigurosas. Fue ganando prestigio a través de otras discusiones parlamentarias, entre ellas la de abolición de la pena de tormentos, y ya culminó su figura la admiración casi general de la cámara con su vigorosa oposición a que fuese nombrada regente de España la infanta Carlota, momento en que conquistó la denominación popular de El Divino Argüelles, con la que se le designó ya de por vida. Otro gran éxito parlamentario suyo fue derribar del poder a la Regencia, por reaccionaria, con un impetuoso discurso seguido de votación. Pero sobre todos sus triunfos oratorios estuvieron los conquistados con motivo de discutirse la constitución política de 1812, redactada en proyecto por él, Muñoz Torrero y Calatrava y precedida de un bellísimo preámbulo debido a su pluma. “Vino a ser como dice Pando y Lustonó la cabeza de aquella ilustre pléyade de esforzados campeones de la libertad y amantes del honor nacional.” Fue entonces el suyo un verdadero derroche de doctrina política con vehemente entusiasmo verbal. Y cuando le fallaban los argumentos en que sustentar poderosamente sus convicciones, suplía la falta con la grandilocuencia del discurso, que en el magistral recurso de esta habilidad le acreditan cuantos han escrito sobre él. Ya promulgada la constitución, que impedía la reelección de los diputados constituyentes, Argüelles se improvisó una temporada de descanso y apartamiento de las agitadas luchas en la ciudad gaditana de Chiclana de la Frontera. Las campañas de difamación sostenidas por los elementos reaccionarios, cada vez más envalentonados contra la obra de las cortes, tenían como uno de los blancos preferentes a Argüelles, y llegaron a perturbar su sosiego al retiro eventual con una grave insidia. Consistió ésta en pactar con un súbdito francés de la más baja condición moral para que se fingiera general del ejército de su país, de nombre Audinot, el cual, dejándose prender, se habría de declarar mediador cerca de Agustín Argüelles y otros diputados, en nombre de Napoleón, a fin de establecer con éste pacto de alianza si en España se instauraba la República. El suceso sirvió solamente para descubrir las mañas indignas de que se han valido siempre en política los elementos sin escrúpulos morales.
Cuando, al regreso de Fernando VII, quedó restablecido el régimen absolutista, anulada de un plumazo toda la labor liberal parlamentaria, y pasaron a situación de perseguidos los gestores de esa nueva legislación, Agustín Argüelles fue detenido y encarcelado. “Vivía — dice San Miguel —en la calle de las Huertas (Madrid) cuando se ejecutaron las prisiones. Sin conocimiento alguno de lo que se tramaba, habiendo oído un ruido extraordinario por las calles, se subió al tejado de su casa temiendo ser asesinado, y recorrió varios en busca de una azotea que le sirviese de refugio; mas viendo que era inútil su trabajo, se volvió a su habitación, ya más tranquilo y a todo resignado. Al romper el alba del siguiente día, se dejó prender sin ninguna resistencia, comprendiendo ya de dónde venía el golpe y que era inútil ni aun proferir una palabra.” Tuvo lugar el encarcelamiento en la madrugada del 10 de Mayo de 1814, a consecuencia del infamante decreto, primero que firmaba a su entrada en España, aquel rey felón a quien los liberales españoles, Argüelles entre ellos, habían guardado los respetos y las consideraciones máximos e invocaban con el aditamento del Deseado. En otro decreto, que dicen escrito de propia mano del rey, de 15 de diciembre, se disponían los castigos de quienes fueron fieles guardadores de su corona, y el de Argüelles consistió en destinarle de soldado al presidio conocido por el Fijo de Ceuta por espacio de ocho años. Le fueron terminantemente prohibidas las visitas y la correspondencia epistolar.
Partió Argüelles para el Fijo de Ceuta sin recursos económicos y no muy bien de salud, al punto de que fuera por esta causa considerado inútil para el servicio, por lo que pasó a situación de recluso, lo que no dejó de mejorar un tanto su suerte, favorecido por el humanitarismo del gobernador de Ceuta, que suavizó cuanto le fue posible el rigor de la condena. Otra protección no menos humanitaria y generosa la recibió del compañero de castigo y ex ministro don Juan Álvarez Guerra, quien, por su holgada posición económica, pudo remediar las más perentorias necesidades del que vivía carente de todo recurso. En 1815 se cambió el lugar de su destierro y castigo por el de la villa de Alcudia, en la isla de Mallorca, sitio inhóspito, foco de enfermedades endémicas, que tal vez le fue destinado por eso mismo, dada su no muy fuerte salud, “Vio morir— afirma Pastor Diaz— victimas de aquel horroroso clima a algunos de sus compañeros de prisión y fue acometido de tercianas pertinaces, con señales, además, de una enfermedad crónica del hígado o del estómago.” También aquí mitigaron en lo posible su angustiosa situación las autoridades locales, compadecidas de la injusticia cometida con uno de los más ilustres españoles de su tiempo.
Tal era el desarrollo de su odisea cuando sobrevino la mutación histórica del año 1820, con la restauración del sistema político constitucional, como consecuencia del alzamiento del general Riego en Las Cabezas de San Juan el 1 de enero de ese año contra el desenfrenado despotismo de Fernando VII. Aunque la Masonería estaba desorganizada y perseguida por el absolutismo, es posible que Argüelles, que había sido Gran Comendador, tuviese algún contacto, no obstante su situación de desterrado, con los trabajos de conspiración que desarrollaron las logias bajo esa tiranía fernandesca. Había sucedido en esa alta dignidad masónica al Conde de Montijo, y volvió a ocuparla con el triunfo de la revolución. Es el caso que, a consecuencia de ese victorioso movimiento nacional, Argüelles se encontró transformado de presidiario en ministro; de odiado y perseguido por el rey, en consejero de éste.
Ocupó ese puesto de ministro de la gobernación el 3 de abril de 1820. Hizo a las veces de presidente del gobierno, cargo que no había sido provisto, y que vino a desempeñar él por su mayor autoridad y prestigio entre sus compañeros de gabinete. Entonces ese ascendiente, reconocido por España entera, hasta por sus adversarios, pudo ser confirmado públicamente por algunos organismos oficiales que no habrían podido hacerlo antes sin graves riesgos, y en tal situación estuvo la Academia de la Historia, que le nombró académico honorario el 21 de julio de ese año. Con aplauso general, llevó a cabo como gobernante anheladas reformas de carácter liberal, al mismo tiempo que medidas rigurosas para el restablecimiento del orden público, bastante alterado.
Junto a las medidas que le acreditaron de gran capacidad de gobernante hubo otras verdaderamente desacertadas, que tuvieron su origen en el candor, común a todos los liberales de entonces. Eran aquellos hombres austeros y probos, además de sinceros amantes de las libertades públicas y políticas, pero eran también de una ingenuidad y candidez asombrosas. Creyeron en la buena fe del rey, sin tener en cuenta que había dejado de ser verdugo de ellos a la fuerza, y Argüelles se prestó, confiado en lealtad tan problemática, a servir sus tortuosos propósitos.
Se dictaron disposiciones que pudieron parecer entonces acertadas a sus inspiradores, pero que pronto se vio entrañaban graves peligros para la causa que defendían como liberales y constitucionalistas. Cierto que las famosas sociedades patrióticas como La Fontana de Oro, La Cruz de Malta y otras no eran ejemplo de orden público, pero suprimirlas era medida que sólo podía favorecer a la reacción absolutista, y fueron suprimidas; posiblemente el ejército libertador, que continuaba comandado por Riego en la Isla de León, sería un peligro, pero tal peligro existía sólo para el rey y sus secuaces, puesto que era la mayor garantía del régimen constitucional restaurado, y, sin embargo, fue disuelto. Aquellas falaces palabras del rey de “marchemos todos por la senda constitucional y yo el primero”, prendieron como evangélicas en las almas candorosas de sus consejeros.
Otro grave pecado fue el cometido con Riego. Se había hecho de este general un ídolo adorado por el pueblo con fanatismo. Esto, que molestaba grandemente a los absolutistas y poco menos a los políticos liberales, que veían oscurecida su gloria por la del caudillo, dio lugar a que una especie calumniosa vertida sobre Riego, acusado de haber provocado disturbios durante una representación en su honor en el Teatro del Príncipe, sirviera para entregarle a los caprichos del rey, que jugó con él a darle tan pronto honores como destituciones. Se comprende que no fuese motivo de satisfacción para los gobernantes considerar que el nombre de Riego dejaba en penumbra el de ellos, pero estaba por sobre esta consideración la de que constituía el más poderoso baluarte de ellos mismos, que le debían haberse transmutado de desterrados y presidiarios en ministros, y si podían sostenerse como tales es porque les protegía la sombra temible de Riego. Y prueba de que no había razones claras y poderosas para haber disuelto el Ejército libertador, ni menos para confinar a Riego de cuartel a Oviedo con motivo de las algaradas producidas a su paso por Madrid, fue que al pedirle en las cortes a Argüelles el esclarecimiento sobre este suceso. Argüelles apelara al subterfugio de invocar ciertas páginas de una historia que no convenía abrir, de donde los chuscos calificaron aquella sesión parlamentaria la de las páginas, con frase que tuvo fortuna y celebridad.
Resultado de todo esto fue que, mientras los absolutistas conquistaban nuevas posiciones para el asalto al poder, la falange liberal llegada en masa compacta al congreso acabó por escindirse en dos bandos, el de moderados o doceañistas y el de exaltados, con gran contento de quien presidía desde la sombra con espíritu perverso la vida política del país. Al cerrarse en noviembre del citado año 1820 la legislatura parlamentaria, la causa constitucional había entrado ya en la fase de los graves peligros.
Pronto habrían de pagar las culpas de su candidez aquellos gobernantes “aborrecidos del rey a quien servían”, dicho sea con frase de San Miguel. Al abrir Fernando VII la segunda legislatura del Congreso, el 1 de marzo de 1821, y dar lectura al ritual discurso de la corona, agregó al final del texto aprobado por los ministros una coletilla de quejas y vejámenes para ellos mismos, acusándoles de no haber observado los preceptos constitucionales. ¡El Rey absolutista recriminándoles de cumplimiento constitucional! Los Ministros no pudieron quedar en situación más desairada y afrentosa. Ante las explicaciones pedidas por la Cámara de aquel inaudito suceso, Argüelles no supo o no quiso darlas y se limitó a decir: “No habiéndonos quedado más que el honor, me atrevo a recomendárselo al Congreso.” Y culminó el episodio en que al ir a presentar los ministros sus dimisiones al rey que tanto defendían, ya el rey les había destituido. Las Cortes, no tanto como desagravio a los ministros exonerados como por vía de réplica a las frases difamatorias del rey en su coletilla, tomaron el acuerdo de concederles elevadas pensiones.
Como Argüelles no era diputado por ser ministro al efectuarse las elecciones, que eso era lo establecido, determinó marcharse a Asturias so pretexto de sanarse algún descanso, pero seguramente para mejor ocultar el abatimiento de su ánimo por la felonía de que había sido víctima de parte del rey. Menos mal que sus paisanos se aprestaron a endulzar sus horas de amargura, acogiéndole con un recibimiento fervoroso. Le fueron prodigados los agasajos y las muestras de admiración y respeto.
La Universidad contribuyó al enaltecimiento de su nombre con el otorgamiento del grado y titulo de doctor. Y en las elecciones para diputados a las Cortes de 1822 salió diputado, por cierto que electo por los mismos electores que dieron también el triunfo al general Riego, aun cuando ambos representaban tendencias bien opuestas hasta entonces.
Esta investidura de diputado le permitió volver a Madrid y a las actividades de la vida pública, que eran ya la razón de su existencia. Su más resonante triunfo parlamentario entonces fue su intervención patriótica —de un patriotismo más exaltado que reflexivo— con ocasión de oponerse a la intervención de Francia en los asuntos políticos españoles, acordada en el Congreso de Verona por ese país, Austria, Prusia y Rusia. Argüelles fue sacado en hombros del congreso por amigos y contrincantes y paseado de esta guisa por la plaza de Doña María de Aragón.
Ante el avance y empuje del ejército francés capitaneado por el duque de Angulema, en abril de 1823, la Corte, el Gobierno y el Congreso se trasladaron a Sevilla. No sorteados con esto los peligros de la nueva invasión francesa con los Cien mil hijos de San Luis para las altas instituciones del Estado, se acordó un nuevo traslado a Cádiz, por ofrecer esta ciudad mayores seguridades. Pero este propósito encontró la resistencia del rey, que vino a confirmar la arraigada sospecha de que tal invasión había sido provocada por él para restablecer sus fueros absolutistas, y que estaba en connivencia con el duque de Angulema, capitán de los invasores. Esto decidió a los diputados a declarar incapacitado al monarca, resolución que Argüelles apoyó con sus mejores arrestos. Pero el traslado a Cádiz no evitó el derrumbamiento del régimen constitucional, que fue aniquilado allí mismo donde había nacido en 1812 y renacido en 1820.
Argüelles, como todos cuantos figuraban con responsabilidad en la defensa de las libertades políticas, se vio precisado a huir de las inminentes furias de la reacción. Pasó a Gibraltar y de aquí se trasladó a Inglaterra, donde le esperaba una dolorosa expatriación por tiempo de casi un decenio, como refugio más seguro de los prohombres liberales españoles de esa época.
Figuró Agustín Argüelles entre los sesenta y tres diputados condenados a la pena de muerte en arbitraria sentencia dictada por la Audiencia de Sevilla, el 11 de mayo de 1825, en sumario seguido contra el acuerdo de las Cortes del 11 de junio de 1823 sobre la destitución del rey. En defensa del proceder de aquellas Cortes y repulsa de la conducta ilegal de la Audiencia Sevillana, publicó en Londres Argüelles su Apéndice (número II), que por haber sido reeditado en Madrid muchos años después con el título De 1820 a 1824: Reseña histórica, han caído muchos autores en reseñar como distintos trabajos los que son uno mismo. A pesar de su escasa fecundidad como escritor, Argüelles redactó por entonces otros trabajos (números I y III, aunque del primero pone en duda la paternidad Fuertes Acevedo, diciendo: “Nosotros ni lo hemos visto ni tenemos noticias para asegurar que sea suyo.”
Su situación económica, en todo tiempo precaria, parece que encontró apoyo en el ofrecimiento de una pensión del gobierno inglés, que Argüelles rehusó fundado en motivos de dignidad. También encontró amparo en un prestigioso personaje inglés, muy amigo suyo, Lord Holland, que disimuló la caridad bajo el cargo de bibliotecario particular. Pero ninguna de esas dos noticias tienen el marchamo de la absoluta certeza histórica. Lo que se sabe de cierto es que Argüelles pudo atender a sus morigeradas necesidades con el fruto escaso de sus producciones de escritor y el concurso económico del marino y compañero de infortunio don Cayetano Valdés, que disponía de mayores recursos. También le protegió, según confesión propia, el conde de Toreno, asimismo compañero de éxodo.
Volvió a España Argüelles a favor del cambio político operado con la muerte de Fernando VIl; Pero se encontró con que no podía de momento actuar en la vida pública, como era su ferviente deseo. Se lo impedía el Estatuto Real Concertado en abril de 1834, que preceptuaba la condición de poseer un mínimo de doce mil reales de renta anual para figurar en las cortes convocadas con el nombre de Estamento de Procuradores. ¡Así andaban de distantes los tiempos de toda idea democrática! Mal podía contar con una renta de doce mil reales quien había tenido que vivir a expensas de amistades generosas. Sin embargo, Martínez de la Rosa, autor y fautor principal y amo de aquella situación, como distinguía grandemente a Argüelles, trató de evitar la desairada situación de éste ofreciéndole reiteradamente destinos y honores; pero Argüelles se mostró dispuesto a no aceptar nada de un Gobierno que no fuese francamente constitucional y continuador de la obra interrumpida por la invasión francesa de 1823.
Y habría quedado Argüelles al margen de aquel movimiento político renovador, de no haberse prestado los asturianos a impedirlo con un gesto digno de todo aplauso. Se consideró deprimente para el Principado que no pudiera figurar aquel prestigioso paladín de las libertades en el Estamento de Procuradores, y quince electores principales, de los quince partidos en que estaba dividida la provincia, gravaron sus bienes con la renta necesaria, en escritura pública suscrita el 29 de junio de 1834, para que Agustín Argüelles contara con los doce mil reales de renta, requisito que le permitió ser electo procurador e incorporarse a la vida política. Sin embargo, la admisión suya en el Estamento provocó una verdadera batalla oratoria, por estimarse ilícito el procedimiento seguido para la elección, si bien, al cabo, no sólo fue admitido, sino que se le eligió vicepresidente y desempeñó como tal actuaciones presidenciales.
A partir de entonces tuvo siempre representación parlamentaria. En las elecciones a las Cortes Constituyentes de 1837 salió diputado por Asturias y por Madrid y optó por esta representación. Y en las elecciones posteriores a Cortes ordinarias de ese mismo año fue derrotado en su provincia y electo senador por la capital. Pero anulados los comicios aquí, triunfó en las segundas elecciones como diputado, y diputado fue siempre en lo sucesivo por Madrid.
Durante ese largo período de su vida política hasta la expatriación de la reina regente María Cristina, fue tal vez el más ilustre y enérgico mantenedor de las prerrogativas constitucionales, querido y ensalzado hasta por los enemigos en política. Sus intervenciones en los debates parlamentarios no fueron menos brillantes y eficaces que en épocas anteriores, colocado al frente del grupo liberal que propugnaba por la reorganización y establecimiento del Estado sobre cimientos de la más amplia ideología liberal compatible con la monarquía. A partir del año 1837 fue el presidente casi insustituible del Congreso, y al discutirse la Constitución política de ese año alcanzó como orador algunos de los momentos más triunfales de su vida. Reiteradamente estuvo invitado a desempeñar ministerios; pero él rehusó siempre con la misma rotunda negativa esas invitaciones, acaso escarmentado con el ensayo de 1820, dispuesto a no ser otra cosa que parlamentario. La meta de sus ambiciones estaba en la presidencia de las Cortes, que supo desempeñar con ponderación y tacto reconocidos por todos en el grado de magistrales, no obstante vivir el parlamento en continua tormenta política.
Cuando, a causa de la renuncia y expatriación de la reina madre, María Cristina, hubo necesidad de nombrar regente del reino, por la minoría de edad de Isabel II, el nombre de Agustín Argüelles figuró entre los candidatos de mayores posibilidades. Reunidos Congreso y Senado el 8 de mayo de 1841 en sesión conjunta, bajo la presidencia de Argüelles, para designar la persona que habría de ocupar la regencia, fue electo el duque de la Victoria (general Espartero) por mayoría de votos, con 179, siguiéndole Argüelles con 103. Poco después, el 10 de julio, en otra sesión celebrada en las mismas circunstancias para elección de tutor de la princesa Isabel y la infanta Luisa Fernanda, triunfaba el nombre de Agustín Argüelles con 180 votos por 17 a favor del poeta Manuel José Quintana. La asamblea parlamentaria acordó también que no fueran incompatibles el cargo de tutor y el de presidente del Congreso, acuerdo que no habrá sido menos satisfactoria mente recibido por él que el anterior, ya que no se le privaba de sus predilectas funciones de diputado.
Por parecerle al pueblo madrileño que el liberalismo de Argüelles se había encalmado con su Cargo en Palacio, dio en cantar esta copla: “El que fue divino y antes liberal, como está en Palacio se le pegó el mal.”
Los años y el cansancio eran lo único que podían temperar sus ardores de liberalismo, ya que su liberalismo fue en todo tiempo compatible con la monarquía. El cargo de tutor, aunque desempeñado corto tiempo, sirvió para acrisolar su prestigio de hombre probo y digno sin tacha. “Se veía a la edad de sesenta y cinco años—dice San Miguel—encargado de la tutela de S. M. y A., la primera de once años escasos y de nueve la segunda. A este destino, sin duda el de más elevación después del de regente, le había llevado la fama de su nombre, lo acendrado de su mérito, la reputación general de su probidad, de sus virtudes, tanto privadas como públicas… Con el mayor ardor se entregó al desempeño de su obligación, y si en otras situaciones de su vida pública pudo encontrar enemigos de sus opiniones y principios, como tutor de S. M, y A. mereció la aprobación de los hombres imparciales de todos los colores…” Y no era esa comisión suya fácil de llevar, porque, al decir del propio Argüelles, según el citado San Miguel, desde que estaba al frente “de estos negocios, ha llovido sobre mí tal número de cuentos, chismes, delaciones, quejas, animadversiones y pretensiones, de palabra y por escrito, como nunca había visto, a pesar de estar algo habituado a la vida pública y a los cargos más superiores del Estado”.
Sobre sus emolumentos por este cargo dice San Miguel que la Junta administrativa de palacio fijó como mínimo sueldo el de 189.000 reales anuales, y que Argüelles “contestó a la Junta agradecido, y que no admitía más que 90.000 reales anuales para su gasto, dejando los noventa restantes por si ocurría algún lance extraordinario. Como veremos después—agrega—, esta última cantidad no salió nunca de la Tesorería de la Casa Real”. Rafael Calzada afirma a este respecto cosa muy diferente, asegura que Argüelles se resistió a que el cargo de tutor fuese remunerado, y, al fin, que le fijó él mismo el sueldo de 24.000 reales, “invertidos—dice Calzada en continuos obsequios a las regias niñas encomendadas a su cuidado”.
La tutoría le proporcionó satisfacciones, pero también le deparó disgustos y contratiempos. Uno de los más grandes fue con motivo de la insurrección del 7 de octubre de ese mismo año (1841). Los insurgentes habían invadido las dependencias bajas de palacio. En ese momento acertó a llegar Argüelles en auxilio de sus tuteladas, y quedó prisionero de los revoltosos en caballerizas, de donde pudo fugarse o le ayudaron a que se fugara, quedando todo en el sobresalto consiguiente.
“Este puesto, desempeñado por él con la pureza que fue distintivo de toda su vida—dice Pando y Lustonó—, no le impidió seguir presidiendo la Cámara de los Diputados, hasta que, a consecuencia de la desunión del partido progresista, hizo renuncia de la tutela de la reina, retirándose a su modesto hogar con el corazón lacerado ante los sombríos horizontes que presentaba el cielo de la libertad.”
Retirado a la vida privada, ya enfermo y falto de bríos para luchar contra la reacción de nuevo triunfante, poco tiempo disfrutó del retiro que mitigara sus amarguras, pues dejaba de existir el 26 de marzo de 1843, poco menos que repentinamente, y tan pobre de bienes como había nacido y vivido.
Con motivo de su entierro, al que se asegura que acudieron más de setenta mil personas —cifra gigantesca para el Madrid de esa época— dice Olózaga que “entonces se vio cuánta era su popularidad y cuánto el respeto que hasta sus contrarios le tenían. Los amigos invadieron su casa para besar las yertas manos de aquel virtuoso español, y el pueblo entero de Madrid acompañó su cadáver hasta la sepultura, mostrando en el semblante su profundo dolor y su acendrado cariño. Ni antes ni después ha mostrado el pueblo de Madrid tanta pena por la muerte de ningún personaje.”
La memoria augusta de Argüelles ha sido glorificada diversamente en muchos lugares y diferentes ocasiones. Uno de los primeros de los homenajes se lo tributó la ciudad de Cádiz el 2 de mayo de 1855, a propuesta del gobernador civil y con la aceptación unánime de la corporación municipal, y consistió en el descubrimiento, con gran solemnidad, de una lápida en la casa donde Argüelles había vivido cuando las Cortes de 1812, en la plazuela de los Pozos de la Nieve, que llevó su nombre en adelante. En Madrid le fue erigida una estatua de bronce, en 1902, en la confluencia de dos calles importantes del barrio que lleva su nombre.
La villa natal, Ribadesella, le ha consagrado también un monumento público. Hasta la población mallorquina de su cautiverio, Alcudia, le ha dedicado la enaltecedora lápida que puede verse en la página siguiente.
En la parte bibliográfica de este estudio se recogen como trabajos sin formar volumen los discursos anotados por Fuertes Acevedo en su obra Bosquejo, etc. tomados del Diario de las Sesiones.
Cádiz. 1812 Madrid. 1837
Habitó esta casa desde 1815 hasta 1820 el sabio y virtuoso D. Agustín Argüelles, que vivió desterrado con otros ¡ilustres españoles en esta ciudad por su amor a las libertades constitucionales.
Obras publicadas en volumen:
I.—Catilinaria contra los reyes, papas, obispos, frailes, inquisición, etc. (Filadelfia, 1824; de esta obra insinúa Fuertes Acevedo la posibilidad de que se le atribuya indebidamente.)
II.—Apéndice a la sentencia pronunciada el 11 de mayo de 1825 por la Audiencia de Sevilla contra los diputados de las Cortes de 1822 y 1823. (Londres, 1834; libro reeditado en Madrid, 1864, veintiún años después de fallecido el autor, bajo el título de 1820 a 1824: Reseña histórica, con una noticia biográfica por José Olózaga y un prólogo de Ángel Fernández de los Ríos; algunos autores consignan como distintos trabajos los que sólo son distintos títulos.)
III.—Examen histórico de la reforma constitucional que hicieron las Cortes generales y extraordinarias desde que se instalaron en la isla de León el día 24 de septiembre de 1810, hasta que cerraron en Cádiz sus sesiones en 14 del propio mes de 1813. (Londres, 1835; dos tomos en cuarto; obra reeditada en Madrid, 1868, en dos tomos en octavo.)
IV.—Discurso improvisado por el señor presidente del Congreso, D. Agustín Argüelles, en la sesión de la noche del 20 de julio de 1841, en contestación al pronunciado en la misma por el señor diputado Pacheco, sobre la venta de los bienes del clero. (Madrid, 1841.)
V.—Memoria que acerca de la administración de la Real Casa y patrimonio de S. M., en el año de 1842, presentó el excelentísimo señor don… (Madrid, 1843.)
Trabajos sin formar volumen:
1.—Discurso sobre la libertad de imprenta. (Sesión del Congreso de los Diputados, el 27 de septiembre de 1810.)
2.—Ídem en favor de la proposición que consideraba nulos y de ningún valor y efecto cualquier acto ajustado por el rey de España mientras se hallara en poder de los enemigos. (Ídem, 29 de diciembre de 1810.)
3.— Ídem en favor de la representación nacional de las provincias de Ultramar, en todo igual a la que gozaba la península. (ídem, enero de 1811.)
4.—Ídem sobre los medios de atraer recursos con qué atender a las cargas del Estado y a los gastos de la guerra. (ídem, 28 de febrero de 1811.)
5.—Ídem sobre los procedimientos judiciales. (ídem, 26 de abril de 1811.)
6.—Ídem sobre la sbolición de los señoríos. (ídem, 7 de junio de 1811.)
7.—Ídem sobre la abolición del tráfico de negros. (ídem.)
8.—Ídem sobre la abolición de la tortura. (ídem, 2 de agosto de 1811.)
9.—Ídem sobre la cámara única. (ídem, 12 de septiembre de 1811.)
10.—Ídem en apoyo del artículo 104 del proyecto de Constitución, que decía: “Se juntarán las Cortes todos los años en la capital del reino.” (ídem.)
11.—Ídem sobre la facultad que se concedía al rey de declarar la guerra y hacer la paz, dando después cuenta a las Cortes, (ídem, 9 de octubre de 1811.)
12.—Ídem sobre un papel impreso en Alicante titulado “Manifiesto”, que era una invectiva contra las Cortes. (ídem, 14 de octubre de 1811.)
13—Discursos sobre la abolición del voto de Santiago. (ídem, marzo de 1812.)
14 al 23.—Discursos (diez) en contra del restablecimiento del Tribunal de la Inquisición. (ídem, 1812.)
24.—Discurso sobre los Tribunales protectores de la religión (ídem, enero de 1813.)
25.—Ídem sobre varias proposiciones presentadas a la regencia por el clero de Cádiz, manifestando por qué no habían leído en las iglesias el Manifiesto de las Cortes, acerca de la supresión del Santo Oficio, (ídem.)
26.—Ídem sobre incidentes del mismo asunto. (ídem.)
27.—Ídem (siendo ministro) sobre una proposición presentada por un diputado, para que se diera un manifiesto a la nación, indicando que las cortes harían uso de las facultades que les concedía la constitución para suspender algunas prescritas para el arresto de los delincuentes; y que se exhortase a los párrocos a que explicasen la constitución a sus feligreses. (ídem, 20 de julio de 1820.)
28.—Ídem en favor del dictamen de la comisión que proponía la disolución de las sociedades patrióticas. (ídem, 15 de septiembre de 1820.)
29.—Ídem contra el dictamen de la comisión que proponía que ningún diputado pudiera admitir destino alguno de provisión real. (ídem, 12 de marzo de 1822.)
30.—Discurso contra la proposición de que no se permitiera a los diputados concurrir personalmente a la Secretaria de Despacho. (ídem, marzo 16 de 1822.)
31.—Ídem de apoyo de una proposición del diputado y general Álava, que tenía por objeto desarmar la Milicia Nacional de Pamplona. (ídem, 23 marzo de 1822.)
32.—Ídem a favor del dictamen de la Comisión de Mensaje a Su Majestad sobre las notas de las potencias extranjeras, Paris, Viena, Berlín y San Petersburgo, que ocasionaron poco después la intervención de Francia. (ídem, 11 de enero de 1823.)
33.—Ídem contra las medidas adoptadas por el Gobierno para remediar los males que entonces afligían a la nación. (ídem, 20 de marzo de 1822.)
34.—Ídem sobre la legitimidad de todos los reales nombramientos hechos en la época constitucional. (ídem, octubre de 1834.)
35.—Ídem acerca del no reconocimiento de la reina de España por parte de las potencias del norte y conducta de la Corte de Roma. (ídem, 20 de noviembre de 1834.)
36.—Ídem sobre la sublevación militar del 17 de enero de 1835 en Madrid. (ídem.)
37.—Ídem sobre la estipulación hecha entre el general Valdés y don Tomás Zumalacárregui. (ídem, 27 de mayo de 1835.)
38.—Ídem en pro de la autorización pedida por el Gobierno para cobrar las contribuciones. (Ídem, 31 de diciembre de 1835.)
39.—Ídem relativo a las facultades del monarca. (ídem, 19 de diciembre de 1836.)
40.—Ídem acerca de la religión del Estado. (ídem, 5 de abril de 1837,)
41.—Ídem sobre el proyecto de contestación al discurso del trono. (ídem, 24 de noviembre de 1838.)
42.—Ídem sobre el nombramiento de senadores. (ídem, 11 de abril de 1839.)
43.—Ídem sobre si el cargo de tutoría de la reina era compatible con el de diputado. (ídem, 11 de julio de 1841.)
44.—Ídem sobre la cuestión del embajador francés, conde de Salvaduy, que pretendía presentar sus credenciales a la reina, a lo que se opuso el Gobierno, opinando que debía presentarlas al regente, por ser S. M. menor de edad. (ídem, 7 de enero de 1842.)
45.—Ídem en favor del gobierno sobre la conducta observada en los Sucesos de Palacio. (Ídem, enero de 1843.)
46.—Ídem en favor del Gobierno, relativo a los acontecimientos de Barcelona y al estado de sitio en que estuvo esa ciudad. (ídem, enero de 1843).
Referencias biográficas:
Anónimo.—Un boceto biográfico. (En el tomo V de la Obra Personajes célebres del siglo XIX por uno que no lo es, Madrid, 1843.)
Anónimo.—Estatua de D. Agustín Argüelles. (En la Revista de Archivos, Bibliotecas Y Museos, Madrid, 1902.)
Anónimo.—Asturias en Madrid: El Divino Argüelles. (En la revista Norte, Madrid, mayo de 1930.)
Aramburu y Zuloaga (Félix de).— Don Agustín Argüelles Y su tiempo. (Oviedo, 1905: conferencias pronunciadas en la Extensión Universitaria en 1903.)
Calzada (Rafael E.).— Un boceto biográfico. (En la Obra Galería de españoles ilustres, Buenos Aires, 1893-94.)
Escalera (Evaristo). — Biografía de D. Agustín Argüelles. (Madrid, 1882; folleto.)
F. M. G. N.— Argüelles como es en sí. Su sabiduría, su piedad, su verdadero amor a la iglesia… (Cádiz, 1814; folleto.)
Castro (Cristóbal de).— Una semblanza. (En la obra Antología de las Cortes de 1820, Madrid, 1910.)
Fernández y Fernández (León).— Recuerdo histórico: El Divino Argüelles. (Toledo, 1969; folleto.)
Fernández de los Ríos (Ángel).— Prólogo a De 1820 a 1824. Reseña histórica, de Argüelles. (Madrid, 1864.)
Labrador (F.) y Ortiz (M). .— Biografía del excelentísimo señor don Agustín Argüelles, acompañada de los discursos más notables pronunciados por el mismo. (Madrid, 1844; obra incompleta.)
Massa Sanguineti (C.).— Un bosquejo biográfico. (En el Semanario Pintoresco Español, Madrid, 1845.)
Olózaga (José).— Una biografía.(En la obra De 1820 a 1824: Reseña histórica, de Argüelles, Madrid, 1864.)
Pando y Lustonó (J.). — Hombres asturianos: Agustín Argüelles. (En la revista Norte, Madrid, julio, 1931.)
Pando y Valle (Jesús).— Un boceto biográfico. (En La Ilustración Gallega y Asturiana, Madrid, octubre 20 de 1879.)
Pastor Diaz (Nicomedes) .— Una biografía. (En el tomo I de Galería de hombres célebres contemporáneos, Madrid, 1841-46.)
Ramos Ruiz (Carlos).— Don Agustín Argüelles. (Madrid, 1913.)
San Miguel (Evaristo) .— Vida de don Agustín Argüelles. (Madrid, 1851-52; cuatro tomos en cuarto.)
Sendras (Antonio).— Efemérides biográficas: Don Agustín Argüelles. (En la Revista de España, Madrid, 1886.)
V. y C.—Un bosquejo biográfico. (En la revista Asturias, órgano del Centro de Asturianos, Madrid, noviembre de 1894.)
Varios.— Corona fúnebre a la memoria del ilustre patriarca de la Libertad, don Agustín Argüelles.(Madrid, 1844.)
Varios. — Velada en honor de Argüelles. (En la Ilustración Cantábrica, Madrid, 1882, número 9.)
-Martinez Yagües (F.) Alusiones (En Antología de las Cortes de 1821 a 1823. (Madrid, 1914; un tomo 4º)
-Caballero (Fermín). Una semblanza. (En Fisonomía natural y política de los procuradores a las Cortes de 1834, 1835 y 1836, Madrid, 1836, volumen 8º publicado como anónimo)