ESCRITORES Y ARTISTAS ASTURIANOS

ÍNDICE BIO-BIBLIOGRÁFICO

CAMPOAMOR (Ramón de)

Como de Leopoldo Alas (Clarín), de Campoamor se ha escrito extensamente. Son los dos valores literarios contemporáneos asturianos que han tenido mayor número de plumas dispuestas al análisis y al panegírico y también a la censura y la diatriba. Pero el caso de interpretación de sus personalidades no es semejante, aunque alguien los equipare en complejidades espirituales: de Clarín queda mucho por examinar y conocer a fondo, porque llevaba en sí un hondo y fuerte ideal de vida, íntimamente asociado a la conducta y a la obra, que no se deja captar fácilmente ni de los exégetas mejor dispuestos, mientras que el espíritu de Campoamor es más sencillo y superficial, del que tal vez se ha dicho cuánto hay que decir.

Fué un hombre dotado de genio poético, para el que todo en la vida fué cantera de poesía. En todas sus dispersas actividades, aún como filósofo y político, sólo fué poeta, sin ocuparse ni preocuparse de asociar a sus pensamientos poéticos ni su vida ni sus vocaciones ni sus gustos, y hasta tomando de ajenas trojes las ideas cuando no las encontraba en su fertilísimo numen. ¿Su ideal de vida? Vivir lo más sibaríticamente posible y decir agudezas y ternezas en verso o en prosa. Y esto último lo ha hecho tan bien, que le ha valido la inmortalidad.

De la contradicción entre su vida y su obra, desde luego, palmaria, se han sacado toda clase de argumentos para combatirle en el terreno de la política y también en el de la filosofía, y esto es no querer ver a Campoamor, que únicamente fué poeta. Le vió admirablemente Manuel de la Revilla en esta semblanza: “Afable en su trato, muy amigo de sus amigos, indolente para todo lo que no sea hacer versos, Campoamor es una persona por extremo simpática y de todos querido. Ha hecho política (como ahora se dice) y la ha hecho bastante mal, como buen español; se ha dedicado a la filosofía escribiendo dos libros, El personalismo y Lo absoluto, que son dos doloras de bastante mérito; ha peleado contra la democracia con éxito no muy afortunado, y tiene varias manías especiales (cosas, como diría Larra) a saber: hablar mal de los krausistas y de Quintana; dedicarse al teatro (que es quizá el único género poético para el que le faltan condiciones); darse aires de metafísico (de lo cual tiene tanto como de dramático), y enfadarse con todo el que no da el nombre de doloras a las composiciones en que lo imitan.”

Fuera del terreno de poeta que le es propio, no cabe buscar nada en Campoamor. Poeta popular, que alimentaba su estro de asuntos netamente populares; que apenas tomó temas para sus composiciones de los planos sociales distinguidos en que él vivía; que fué «un vate que por espacio de cincuenta años, sin interrupción, hechiza a sus lectores”, como dice Emilia Pardo Bazán, estuvo en sus verdaderos sentimientos muy lejos de las masas de lectores que se deleitaban con sus versos. La misma escritora lo reconoce así: “Su temperamento es de aristócrata, de oligarca’; el que lea una sola página suya ve desde luego al enemigo jurado de las nivelaciones, de la intervención de la plebe en el gobierno y en todo lo que sea formación de la historia. Nadie ha concedido menos a la colectividad que el autor de las Polémicas con la democracia… Resumiendo la historia política de Campoamor, puede decirse que fué por instinto el adversario de las instituciones democráticas.”

Una confirmación rotunda de esto nos la da José Nakens en el prólogo de su libro Cuadros de miseria: “El año 1877—dice—fuí solicitado para ingresar en la Monarquía. Llegó Campoamor a mi casa y me dijo: “Romero Robledo quiere rodearse de hombres que valgan. Véngase usted con nosotros. Ya sé que es usted republicano y demagogo. Esto no importa. Yo soy más demagogo que usted. Pero… hay que vivir. La Restauración, por poco que dure, ha de durar veinte años. En este tiempo hace usted carrera política y dinero, y si después siente deseos de reintegrarse en el republicanismo, sus correligionarios le recibirán con los brazos abiertos. No sea tonto. Véngase.”

Este requerimiento a Nakens, quien habría muerto de hambre antes que traicionar su ideario de toda la vida, es el mejor retrato de Campoamor. Quien así se presenta a sí mismo no requiere grandes ni debatidos estudios para que se llegue al conocimiento exacto y profundo de su Personalidad espiritual. Por eso, insistimos, todo lo que no sea gustar y analizar sus versos es perderse en disquisiciones innecesarias.

El poeta es otra cosa. Podrán las modas postergarle y los críticos hacer reparos sobre sus frecuentes incorrecciones de forma; pero Campoamor, con todo, es uno de los valores líricos más altos que ha dado España en el siglo XIX y seguramente el más leído de todos por el gran público y del que más poesías recuerda de memoria !a gente. Pasarán las modas y Campoamor pervivirá con fama mucho más fuerte y extensa que quienes las impongan. Con Ernesto R. Rojas tendremos que convenir, sobre todo, en que “trajo a la poesía castellana un connubio de filosofía y humorismo, sobre un fondo de tranquilo desengaño y en una expresión fácil, sencilla, casi familiar, que hacen de él la figura más original de poeta conocida hasta su llegada”.

Fué también Campoamor combatido por las ideas desarrolladas en sus versos, muchas de las cuales, resultando ahora ingenuas, parecieron terriblemente demoledoras de la sociedad de su tiempo. El más furioso ataque lo recibió de su paisano Alejandro Pidal y Mon, quien, usando de la pluma como lanza cuando en defensa del Catolicismo la esgrimía, arremetió contra el poeta en términos tan desaforados como éstos: “No es esto decir que Campoamor sea un criminal… de esos que castiga el Código…, pero, a juzgar por la tranquilidad con que escribe…, merecía un presidio.” Los puntos suspensivos son del propio Pidal y Mon, que sabe Dios lo que mentalmente habrá puesto en ellos. Y sigue diciendo que es “el más funesto de los escritores y el más peligroso de los artistas”, “Salvas honrosas excepciones, que constituyen las obras maestras a que nos hemos referido, el resto: de las obras de Campoamor merecerían el fuego”; “como filósofo habría que ahorcarle”; “a pocos negará Dios con más sentimiento y con mayor justicia la entrada en el reino de los cielos”. Todos estos exabruptos no le impiden a Pidal y Mon reconocer que Campoamor «tiene lúcidos intervalos, en que se levanta a toda la altura de sus prodigiosas facultades”, con lo “cual parece que los vejámenes quedan más justificados.

Contra esta arremetida, Cejador, que no puede ser sospechoso de irreligiosidad, argumenta de este modo: “Toda esa retórica del elegante misionero señor Pidal pudiera ser tan infantil jugueteo de literato como para Campoamor lo eran sus poesías.” Y añade luego: “Los versos eran juguetes para el poeta y por tales los regalaba a sus lectores, que bien sabía no habían de andar entre varones ascéticos ni místicas esposas del Señor, sino entre la gente non sancta de este pícaro mundo, a quienes las picardihuelas poéticas no habían de enseñar lo que, por desgracia, tenían harto sabido.”

Lo que tengan los versos de Campoamor de sensuales y volterianos, motivos de las censuras en cuanto a concepto, es fruto exclusivo de su rica y fértil fantasía, no de sus verdaderos sentimientos. «Era amigo leal—sigue diciendo Cejador—, cumplido caballero, bonachón y decidor, agudo y benévolo con los defectos ajenos. Ni la popularidad le desvanecía, ni alardeaba de impiedad, no siendo escéptico más que en sus versos. Hablaba mal del matrimonio; pero adoraba a su virtuosa esposa, a Quien, ya viejo, acompañaba todos los días a misa, llevándole la silla y de tijera.” Y su escepticismo, su volterianismo no le impidieron ser – católico y cumplidor con la Iglesia, y hasta mandó en su testamento que le amortajaran con el hábito del Carmen, recuerdo de su madre”, como dice el mismo Cejador.

Los que se dedican a la exégesis del espíritu de Campoamor entrando por sus poesías sólo conseguirán forjar entelequias. En cuanto a la perversión tan temible que el poeta haya podido ejercer en sus lectores, es la entelequia mayor de todas. Con sus versos, en general tan agudos e intencionados, tan gratos y pegadizos, lo que Campoamor ha conseguido, además de recrear, fué sutilizar la sensibilidad de la gente, la de su generación, sobre todo. Se puede afirmar, sin hipérbole, que Campoamor ha enseñado a muchos a pensar alto y a sentir hondo.

La biografía y la interpretación de Campoamor, como dejamos indicado, no nos parecen cuestiones tan intrincadas como se afirma frecuentemente, Claro está que ese problema es ahora más fácil de resolver sobre lo mucho que se ha escrito acerca de su vida y su obra.

Hay sobre él opiniones macizas y huecas, certeras y desatinadas, y con una simple tarea de criba puede salir de todo ello un Campoamor bastante aproximado al original. Aparte de otros muchos estudios menores, se han escrito sobre el poeta dos libros por Andrés González Blanco y Marciano Zurita que dan del poeta impresiones y noticias bastante aceptables.

Sólo se les podría poner a esos dos libros algunos peros en cuanto a lo que se echa de menos en ellos como son el catálogo de las obras publicadas por Campoamor y la relación de fuentes documentales empleadas en la armazón de ambos libros, exigencias de la moderna investigación para obras de esa índole.

Nació don Ramón de Campoamor en Navia el 24 de septiembre de 1817. Están equivocados los que anotan el día 25 como el de su natalicio. Sobre esto dice Acevedo y Huelves; “Yo recuerdo que doña Manuela Camposorio me ha dicho varias veces que su hijo Ramón había nacido el día de Nuestra Señora de las Mercedes (24 de septiembre); y doña Rafaela Campoamor me lo aseguró también muchas veces, ¿Quién mejor que la madre y la hermana del poeta sabe el día en que nació? Están, pues, equivocados los biógrafos, los periodistas y el Ayuntamiento de Navia que fijaron el día 25 como fecha de nacimiento del poeta.”

Se le bautizó el día 26, y el cura afirma en la partida de nacimiento que lo hizo “solemnemente a un niño que dijeron haber nacido el día anterior”. Desde luego, más han de saber la madre y la hermana del interesado que el cura, porque al cura se lo dijeron y el Error es de quien se lo dijo.

Fueron sus padres don Miguel de Campoamor y doña Manuela Camposorio, “Su línea paterna —dice doña Emilia Pardo Bazán—era llana, de labradores; la materna, hidalga y muy preciada de su hidalguía… Si he de decir lo que supongo, Campoamor heredó de su padre la imaginación y de su madre la actividad y viveza de carácter. Aquella señora de la anchurosa frente mandaba en su pueblecillo; de sus pulidas manos recibía la vara el alcalde de Navia.

Cuando el hijo empezó a darse a “conocer en el mundo de las letras, pedíale siempre la madre los libros que publicaba; pero al morir ella, se encontraron intactos, con las hojas sin cortar. Su genio movible  e inquieto no le permitía fijarse en la lectura.”

Campoamor quedó huérfano de padre en la primera infancia y como consecuencia de esto se trasladó con la madre a vivir en el pueblecillo del mismo concejo, San Salvador de Piñera, donde transcurrió su niñez hasta los nueve años.

“Durante los años de su primera infancia—dice Marciano Zurita—, educóse Campoamor bajo la vigilancia maternal, austera y religiosa, y al cumplir los diez, fué enviado a Santa María de la Vega (del mismo concejo), donde, según él mismo nos cuenta, estudió latinidad con un tal don Benito, dómine chapado a la antigua, cuyo ceño amargo y cuyas disciplinas—especialmente éstas—le hicieron odiar el divino idioma de Horacio.”

En 1832, a los quince años, se trasladó a Santiago de Compostela, donde cursó los entonces llamados estudios de Filosofía, equivalentes al bachillerato, que acaso no concluyó entonces, porque dos años después regresaba al pueblo matal, para marchar al siguiente (1835) a Madrid. Aquí asistió al Colegio de Santo Tomás, estableció por los frailes dominicos. De la permanencia en ese Colegio dice él en su obra El personalismo: “Me acuerdo de nuestra religión de amor de aquella época como de una pesadilla. Por las mañanas me hacían oír todos los días, por lo menos, una misa. Por el día me enseñaban, de una manera absurda, la doctrina cristiana, esa moral divina que, comentada por el fanatismo y la ignorancia, se convierte en un estrecho perceptualismo que hace totalmente imposible la cosa más fácil del mundo: la virtud. Por las noches me hacían rezar el rosario, el cual me acuerdo que yo lo recitaba maquinalmente, sin ningún estro interno y sin ritmo exterior. Las multiplicadas prácticas doméstico-religiosas sólo me llenaban de hastío; pero cuando me acuerdo de un cierto templo adonde me conducían casi a todas horas del día, me sucede como cuando alcanzó a ver un cementerio; siento frío. Aquella suciedad, tan común en todo lo que no adornan las mujeres; aquella luz semi-extinta; aquel hedor que echaba la carne Corrompida; la multitud antijerárquicamente amontonada; calaveras, más profusamente sembradas que las estrellas en el espacio, para representar horriblemente la brevedad de la vida humana; todo ese conJunto me hacía entonces recordar la Muerte como una especie de gazapo así que ahora, dan el evangelio, de esos de morirme por curiosidad. Para ingresar como viciado de la Compañía de Jesús, estableció en Torrejón de Ardoz (Madrid). Tampoco su permanencia aquí fué duradera. No obstante los cambios, debió graduarse de bachiller en Filosofía por entonces o poco después, porque al dejar el noviciado de jesuitas se puso a estudiar Medicina en la Facultad (entonces Colegio) de San Carlos, aneja a la Universidad de Madrid. Vivió aquí domiciliado en casa de don José Serra y Ortega algún tiempo.

Era estudiante de Medicina cuando comenzó a cultivar las letras como poeta, con versos “ingenuos, sencillos y, por regla general, amatorios”, como dice Zurita.

Esta inclinación le fué ganando hasta que dejó la carrera para dedicarse a la literatura. Refiriéndose a este cambio de norte en la vida dice él ¡mismo en El personalismo: “Cansado de los resultados materiales del estudio de las ciencias físicas, y sin tener quien me guiase todavía en el tenebroso abismo de la Metafísica, di expansión a mis pensamientos y mis ideas lanzándome desaforadamente en el florido campo de la poesía.” Fué por entonces redactor de Las Musas (1837), El Correo Nacional (1838) y algún otro periódico, y colaborador de algunos más. A sus aciertos poéticos juntaba prendas de carácter que le ayudaron a conquistarse con rapidez un prestigio en los círculos literarios. Publicó su primer libro de versos (número I) en 1837, con éxito, y tras él seguidamente otros en prosa y en verso que fueron consolidando su reputación. Figura entre esos volúmenes uno desconocido para todos sus biógrafos, que tiene una especial importancia por ser lo primero que escribió y publicó de teatro: el drama en verso en cinco jornadas intitulado El castillo de San Martín, que fué rechazado por la Junta seleccionadora de obras teatrales, con desconsideración contra la que protesta Rodríguez Rubí en el prólogo. Esta obra no llegó a ser representada. Tampoco lo fueron otras dos publicadas posteriormente (números II y V). Pero poco después se ponía en escena una comedia suya (número VII) aunque sin éxito. También por entonces hizo sus primeros y únicos ensayos de novelista y cuentista.

Escribió y publicó (1842) la primera parte de una novela, Los manuscritos de mi padre, que no llegaron a conocer tampoco, por lo que se deduce, sus biógrafos, y el cuento Acasos y providencias (número I). Sus mejores triunfos y su gloria literaria comenzaban a cimentarse entonces en la poesía lírica, contra su ferviente deseo de brillar en otras modalidades literarias. La lectura de varias composiciones en el Liceo Artístico le valió un éxito tan completo, que dicha sociedad costeó la publicación de las composiciones en un volumen, el segundo suyo de poesías: Ternezas y flores.

También por esta época puso la primera piedra a su personalidad política. La publicación en 1842 de Ayes del alma, librito que contiene dos cantos a la reina María Cristina, al partir para su voluntario destierro y al regresar de él, le granjeó valiosas amistades entre los políticos partidarios de dicha reina, y fué esto “como la profesión de fe monárquica del poeta, fe que no le abandonó nunca”, dicho con palabras de Marciano Zurita. Dos años después, la publicación de otro libro, el segundo que escribía en prosa, titulado Historia crítica de las Cortes reformadoras de 1837, fué para él un paso decisivo en ese terreno de la vida pública. Le valió dicho libro algunos enemigos, como Martínez de la Rosa, maltratado en él, y el cual le cobró el vapuleo, siendo presidente de la Academia de la Lengua, retrasando el ingresó en ella de Campoamor; pero le valió adhesiones provechosas, entre ellas la de don José Luis Sartorius (que todavía no era conde de San Luis, pero sí personalidad relevante), el cual, en correspondencia de gratitud por los elogios que Campoamor le dedica en la citada historia, le consiguió de momento un puesto de redactor (1845) en el diario El Español y le elevó poco después (1847) a jefe político, o sea gobernador, de Castellón de la Plana.

La primera época de la vida literaria de Campoamor la cierra la publicación en 1845 del libro Doloras, que hace el número doce de los editados por él hasta entonces.

Sus biógrafos han pretendido inútilmente bucear en la vida íntima del poeta, especialmente en el aspecto amatorio, de esta época. Entre esas conjeturas está la de Emilia de Pardo Bazán, que tal vez marchó con paso seguro en sus deducciones. Dice: “Desde que vino de su aldea y cayó en el golfo de Madrid a los veinte años, con su cuerpo robusto y su alma ardorosa y su viva fantasía, hasta los treinta, en que empezó a actuar de jefe político para inclinar bien pronto el cuello a la santa coyunda, ¿no vivió el poeta del amor y de la psicología eróticosentimental?” Ella supone que sí, que ha vivió historias románticas de amor, y declara: “Confieso que a mis oídos ha llegado alguna, y digna de la pluma de Víctor Hugo; mas no se ha de creer cuanto se oye, y si Campoamor ha sufrido tales historias, se las calla como se callan los pecados. Su mismo silencio le compromete y autoriza—fuerza es decirlo—las más atrevidas e inconsideradas suposiciones.” Se conjetura, por lo que a este aspecto de su vida de entonces atañe, que el raro nombre de dolora, puesto a un género suyo y personal de poesía, no es tan caprichoso como parece, y que más bien tenía para él un valor simbólico. Marciano Zurita expresa tal deducción en estos términos: “Por entonces (1842) conoció Campoamor a aquella gentil y desdeñosa Dolores, de la que se enamoró profundamente, y el misterio de cuya vida nadie pudo esclarecer, Algo se trasluce, sin embargo, en la Carta-contestación a don Álvaro Armada y Valdés, que, a guisa de prólogo, escribió el poeta para la primera edición de las Doloras, publicada en 1845.

Pero lo que se trasluce es tan vago, tan impreciso, que resulta imposible de todo punto deducir de ello nada que esclarezca el misterio de esta parte de la vida de Campoamor. Lo único cierto es que la bella desconocida arraigó de tal modo en el corazón del poeta, que éste bautizó sus mejores poesías con el extraño neologismo de Doloras. Por nuestra parte, nada podemos añadir para dilucidar la cuestión, acaso dormida para siempre en el misterio.

La Dolora, breve composición poética, “ligera en su forma, grave en su esencia”, como ha dicho el marqués de Molíns, es la piedra fundamental de la inmortalidad de Campoamor. “Lo que alarmó primeramente—dice Andrés González Blanco—fué el neologismo del título, que excitó a la vez sorpresa, admiración, desdén, odio, entusiasmo… Las Doloras, en cuanto a su forma, por lo que respecta al exterior, no ofrecen innovación alguna ni originalidad de ningún género; en lo que atañe al interior, al fondo, son únicas, no tienen precedentes en literatura española.”

Desde luego, el más alto valor de ese género poético creado o bautizado por él con el nombre de Dolora está en el pensamiento que cada composición encierra y es lo que ha hecho que esas poesías breves, aladas, sutiles, se hayan popularizado en el mundo entero.

El propio autor, al definir los tres géneros bautizados por él, se refiere antes a la idea y la extensión que a la forma cuando dice: “¿Qué es Humorada? Un rasgo intencionado. ¿Y Dolora? Una humorada convertida en drama. ¿Y Pequeño poema? Una dolora amplificada.”

“La labor poética verdaderamente importante — afirma Zurita—, positivamente importante, indiscutible y trascendental, de Campoamor, está en las Doloras y en los Pequeños poemas. Fué el primero un género que nadie hasta entonces había cultivado, y fué el segundo un género, aunque no nuevo, que alcanzó en Campoamor un insospechado y sorprendente desarrollo… Respecto al fondo (de las Doloras), todas son, literariamente, indiscutibles, pues no hay para qué analizar las ideas del autor; no así respecto a la forma, porque Campoamor, poeta fácil, espontáneo y fecundo, la descuidaba frecuentemente, como la descuidaba Zorrilla, sin que por eso ninguno de los dos dejase de ser un formidable lírico.”

Esta apreciación de Zurita puede extenderse a otros aspectos de la obra poética de Campoamor, como las aludidas humoradas, los cantares, las fábulas, géneros en los que también dejó magistrales modelos. “Fué un fabulista muy estimable—dice Andrés González Blanco—y un compositor de cantares, entre los cuales hay algunos que, por su ingenuidad y su gracia típicamente populares, le igualan a los maestros del género, Como Ferrán y Díaz de Escobar, y, sobre todo, con el anónimo mozo del pueblo, ese gran maestro desconocido.” Podría afirmarse que el genio poético de Campoamor se muestra mucho más esplendoroso en las composiciones limitadas a muy pocos versos. Sus aciertos más rotundos, definitivos, están en sus poesías breves. Son centenares las composiciones suyas de escasa extensión que vivirán en el recuerdo de la gente lo que viva el idioma, como esta dolora:

Sin el amor, que encanta,

la soledad de un ermitaño espanta.

¡Pero es más espantosa todavía

la soledad de dos en compañía!

Y el siguiente cantar:

Dos besos tengo en el alma

que no se apartan de mí:

el último de mi madre

y el primero que te di.

O esta humorada:

Todo en amor es triste;

mas, triste y todo, es lo mejor que existe.

Y esta otra:

Las hijas de las madres que amé tanto

me besan ya como se besa a un santo.

La publicación del citado libro Doloras, compilación de las publicadas anteriormente en el Heraldo y otros periódicos madrileños, fué como su consagración definitiva de poeta lírico y acabó de dar al poeta un gran relieve social, muy admirado y querido en la alta sociedad, donde se le conocía por el poeta de las damas. Pero también a partir de entonces sus actividades se diversifican más de lo que fuera conveniente a su verdadera gloria, que era la de poeta lírico. La poesía dramática, la épica, las disquisiciones filosóficas y el periodismo le apartan constantemente de la ruta que le es propia. Sobre todo, la política ejerce en él atractivos fascinadores.

Una plaza de auxiliar en el Consejo Real que le es conferida a principios de 1846 fortalece sus inclinaciones en tal sentido, dentro de la política seguida por el partido moderado. Ya había sido diputado suplente por Asturias a las Cortes reformadoras de 1845, y a partir de 1850, en que salió triunfante su candidatura por Lucena (Córdoba), ha tenido casi siempre representación parlamentaria por espacio de unos treinta y cinco años.

De su ideología liberal, cambiada rápidamente en conservadora, da él mismo una explicación en El Personalismo que vale por todas las interpretaciones ajenas. “¡Qué liberal era yo —dice—cuando no lo era la plebe. Sin embargo, hasta en los mayores accesos de mi liberalismo, nunca he podido nombrar, sin sentir bascas, el potaje negro de Esparta; esto prueba que yo he sido siempre un liberal de estómago delicado. En España eran liberales los caballeros cuando la plebe era servil; después que la plebe se fué liberalizando, los caballeros fueron transigiendo con las ideas realistas, sin duda por la misma razón que algunas personas prefieren los ratones a los gatos. Mi amor a la popularidad nunca ha degenerado en pasión por el populacherismo de corrillo; mi carácter de ciudadano nunca se ha prostituido hasta alternar políticamente con la ciudadanería.”

A fines de 1847 fué nombrado jefe político o gobernador de Castellón de la Plana, al frente de cuyo Gobierno Civil estuvo por espacio de un año, y allí “fué un modelo de honradez, pero no de laboriosidad burocrática”, como dice Zurita. Trasladado con el mismo cargo a la provincia de Alicante, en ella, aprovechándose de la experiencia alcanzada en Castellón, llenó su cometido con mayores aciertos.

Siendo gobernador civil de Alicante conoció en esta ciudad a una señorita alicantina, hija de padre irlandés, llamada Guillermina O’Gorman Vázquez, rica y bella, de la que el poeta dijo que era “una gracia que vale por las tres”, y con la cual contrajo matrimonio el 10 de marzo de 1849.

Fué doña Guillermina, en los cuarenta largos años de matrimonio, el amor de los amores del poeta, correspondido por ella con verdadera idolatría. “Cuéntase una anécdota curiosa—dice A. González Blanco—referente a los primeros días de su matrimonio con el poeta. Parecía que doña Guillermina O’Gorman era amada de un joven que perdió todas sus esperanzas al efectuarse el enlace con el poeta. La señora de Campoamor, dotada de muy buena índole, concibió cierta compasión y un remordimiento a posteriori al saber que el joven había enfermado, decíase que por el despecho que le produjo aquella boda. Aunque se había enamorado de su esposo, sentía cierta pena en medio de su ventura. Al día siguiente de su boda preguntóle el poeta: “Si ahora se presentara tu antiguo adorador, ¿a cuál de los dos preferirías?” La esposa respondió muy cavilosa: “Por una idea de consecuencia, a él; por una idea de felicidad, a ti.” Este amor, que la llevó al tálamo con el poeta —termina González Blanco—, no se apagó nunca.”

Campoamor hizo cuanto pudo por no perturbar nunca aquella felicidad de su esposa. “Jamás quiso convencerse aquella virtuosa mujer—comenta Emilia de Pardo Bazán—, irlandesa de origen y católica ferviente, y donosísima e ingeniosa en su trato y conversación, de que cuanto escribía su marido no era la quinta esencia de la ortodoxia y las Doloras la continuación del Kempis, acaso en esto último no iría completamente descaminada. Lo cierto es que la mayor desazón que pudo haber recibido sería si a algún obispo intransigente se le ocurre prohibir los escritos de Campoamor. Encontrando León y Castillo a Campoamor a la puerta de una iglesia, preguntóle qué hacía allí. “Oír misa — respondió — ; cuesta menos trabajo oír misa que oír a mi mujer luego.” Por eso Alejandro Pidal, en una semblanza que es un prodigio de intención inquisitorial y gracia maligna, llama a Campoamor “pagano rezagado, que no tiene de cristiano más que su mujer”. A bien que la señora de Campoamor no leía las críticas ni las polémicas provocadas por los versos de su marido. Entre los literatos jóvenes se susurraba que el poeta ejercía en su casa la previa censura, suprimiendo todo impreso capaz de infundir a su mujer la idea de que él no era ningún padre de la Iglesia, ni siquiera un Chateaubriand, restaurador del culto. Añadíase que, con las manos juntas y la fisonomía más compungida y lastimera, imploraba Campoamor a “cualquier gacetillero para que, si quería, pusiese sus versos Como chupa de dómine, pero dejase a salvo su ortodoxia, su cristianismo… y hasta el espíritu místico de las Doloras.”

De Alicante pasó Campoamor también como gobernador civil a Valencia, donde su gestión se desarrolló menos tranquilamente que en las otras dos provincias levantinas, debido a las continuas algaradas, que dificultaban sus buenos propósitos. En su varias veces citado libro El personalismo recoge el siguiente episodio revolucionario ocurrido en el verano de 1854: “Apenas supe que las demás autoridades que mandaban la fuerza pública—dice—habían creído conveniente transigir con la insurrección, poniéndose a su frente, me dispuse a quemar mi último cartucho, sentándome a la mesa para que mi postrer momento oficial fuese un brindis por los que de vencedores iban a pasar a ser vencidos. Así como los actores, cuando van a morir en el teatro, procuran arreglar el manto para caer con dignidad, así yo quise que en mis tristes postrimerías gubernamentales el populacho me encontrara alegre. Y digo mis postrimerías, porque confieso francamente que, al oír bramar por la calle los primeros oleajes de la tempestad revolucionaria, recordé que once años antes habían sido profanadas aquellas calles por la sangre de mi infortunado antecesor el señor Camacho.” Los revolucionarios irrumpieron en su casa capitaneados por el poeta don Francisco Camprodón, y Campoamor continúa el relato de este modo: “Al verme frente a frente de la muchedumbre, a la cual, sin amarla, he hecho y seguiré haciendo todo el bien posible, me sentí muy humillado, si bien de esta humillación me indemnizaron ampliamente, con su respeto y sus vítores, un gentío: que ni siquiera sabía que existiese más que por el censo oficial de la población. Debe haber en nuestra naturaleza algo de esencialmente rebelde, porque, a pesar de la gratitud que debo al pueblo de Valencia, jamás me acuerdo sin rubor de haberme visto inerme y a merced de una muchedumbre insurreccionada, en cuyos semblantes veía yo una sonrisa protectora que agradezco mucho, pero que me mortificaba algo, si bien era tan expresiva como la de un hermano y tan benévola como la de un rey, Aquella tropa de jardineros que ve sucederse las generaciones de flores sin que entre ellas haya solución de continuidad me trataron con la galantería propia de quien tiene por costumbre regalar ramilletes. Los que iban armados nos hacían una guardia de honor. Los demás nos vitoreaban por las calles, De este modo, mientras que los que transigieron con la revolución tuvieron que abandonar sus puestos, yo, que la combatí hasta el último instante, aclamado por la multitud, atravesé en triunfo las morunas encrucijadas de la ciudad del Cid.”

Al cesar como gobernador civil de Valencia regresó a Madrid, cada vez más dispuesto a seguir actuando en política, y asumió la dirección del periódico El Estado, a la vez que desempeñaba el cargo de oficial primero en la Secretaría del Ministerio de Hacienda, aun cuando por su matrimonio y el ingresó que le producían colaboraciones y libros no precisaba desempeñar cargos oficiales remunerados. No abandonó por esto sus ejercicios poéticos, en diversas publicaciones madrileñas.

También por esta época colaboró en periódicos ovetenses, entre ellos El Faro Asturiano y la Revista de Asturias (1858-52). Su pluma política estuvo al servicio de las fuerzas defensoras de la reina Isabel Il, la cual sentía por el poeta un gran afecto. Con las actividades periodísticas compartía las parlamentarias, diputado sucesivamente por muy diversos distritos electorales: por el de Aspe (Alicante), desde 1853 al 54; el de Játiva (Valencia), del 57 al 58; el de Pego (Alicante), del 63 al 65; el de Alcoy (Alicante), desde tel 65 hasta la revolución de septiembre de 1868. Aun cuando se recuerdan algunos éxitos suyos oratorios, como el discurso pronunciado en 1857 sobre la libertad de imprenta, no fué un parlamentario muy activo ni muy brillante. “Campoamor — dice Zurita—fué siempre correcto, siempre artista, siempre poeta, en los pocos discursos que pronunció; sin que esto quiera decir que al preocuparse de la línea buscase la frase oratoria con perjuicio de la oración.” Y Andrés González Blanco afirma por su cuenta: “Sus discursos tienen una agudeza de réplica, una precisión de alusiones, una brillantez de paradojas, que deslumbran y emocionan al más frío. Nunca, lo mismo en sus discursos que en sus polémicas, es injusto ni se ceba en el adversario”

Sus campañas políticas le llevaron a sostener algunos lances de honor sin consecuencias, entre los que uno acabó en duelo con sangre: el celebrado con el famoso marino, entonces capitán de fragata, don Juan Bautista Topete. “Manejaba las armas de combate—dice Zurita—como un consumado maestro, y además tenía un temple de espíritu a prueba de toda serenidad… Dentro de su condición de caballero y de hombre de honor, (era) una persona razonable, que no se obstinaba en confiar a la pistola o a la espada la decisión de una polémica. Cuando le hacían comprender su error lo reconocía noblemente, y noblemente pedía al adversario que le Perdonase.”

Motivó el duelo con Topete una crónica publicada por Campoamor en La Época aludiendo a cierta actitud de los marinos, a la que contestó el primero destemplada y desconsideradamente, negándose a rectificar lo que de ofensivo había en el escrito para el poeta. Algunos años después, don Ildefonso Bermejo daba en su libro La estafeta de Palacio la siguiente referencia del lance: “Estipulóse (el duelo) por terceras personas, y se decidió que sería sable en mano, y se efectuó en Vista Alegre, quinta del marqués de Salamanca, y sin más testigos que los generales de Marina señores Prat y Quesada, padrinos del señor Topete, y el general Reina y el barón de Villa-Atardi, padrinos del poeta; el médico don José Serra y uno de los guardas de la posesión, que presenciaba el moderno juicio de Dios a cierta distancia. Creyó el célebre mareante habérselas con un aprendiz en el manejo del arma, y, hecho el saludo, comenzó a amagar distintos golpes, formando a la vez molinetes, a fin de deslumbrar al cantor de las Doloras; pero el poeta, más sereno o más cauteloso, no descompuso su guardia; esperó el primer golpe verdadero, lo paró, y, ligero como la saeta, levantó y dejó caer el acero sobre la cabeza de Topete, haciéndole una herida que, si no fué grave, fué bastante profunda, en todo.lo largo de la frente. Cegado Topete por la sangre que derramaba la herida, no pudo continuarse el combate, y cesó la refriega.”

Zurita da sobre este lance otros pormenores dignos de ser anotados. Dice que Campoamor “fué al terreno lleno de amargura y dolor, y preocupado, más que de su propia suerte, por la del adversario. Cuando vió al glorioso marino con la cara llena de sangre, inmediatamente se acercó a él, y, sin pronunciar una sola palabra, y soltándosele las lágrimas, le abrazó con el mayor cariño. En aquel silencio y en aquellas lágrimas iba envuelta la reconciliación y reanudada una estrecha amistad, que no volvió a entibiarse nunca.”

El anteriormente citado señor Bermejo saca de este episodio, uno de los más interesantes en la vida de Campoamor, consideraciones tan peregrinas que reclaman la transcripción: “De cosas leves y diminutas—dice—surgen los más grandes sucesos que registran las historia del mundo. Sin un Hidalgo, me dicen, no habría habido enojo en la Artillería, y sin enojo en la Artillería no habríamos tenido renuncia real, y sin renuncia regia no hubiese venido la República (1873). Pero la Providencia se vale de cosas pequeñas para producir cosas grandes. Opinando de este modo, yo podría decir: sin Topete no habríamos tenido insurrección marinera; sin insurrección marinera no tendríamos Revolución de Septiembre, y sin Revolución de Septiembre no tendríamos República; conque Topete fué el agente providencial para tantos desaguisados. Pues voy a deciros una cosa, señor (invoca al rey Alfonso XII): La Providencia quiso que existiese Topete, y para ello no aportó en un momento dado toda la fuerza necesaria a la mano de un eminente poeta, muy amigo mío, que se llama Campoamor. Si hubiese tenido tanto empuje en la diestra mano para blandir el sable como tuvo entendimiento para escribir Doloras, Topete no existiría, y, siguiendo aquel silogismo, no habría venido la Revolución de Septiembre”…

Pero habría venido la de octubre o la de otro mes. Todo este razonamiento, que recuerda las cuentas de la lechera de la fábula, se lo habría evitado el señor Bermejo con sólo suponer que no hubieran venido al mundo de los vivos Topete o Campoamor.

Ni la política ni el periodismo, en el que agitó un semillero de polémicas, le impidieron proseguir su obra de poeta y de prosista de mayores empeños que el artículo volandero. Aunque desviado de Su camino verdadero, su estro poético continuó fecundo. “No fué el mejor poeta lírico del siglo XIX —afirma Zurita—por haber distraído su atención en empresas desacordes con su temperamento, tales como la política, la filosofía y el teatro, ninguna de las cuales sirvió para aumentar un milímetro la magnitud de su estatua.” Sin éxito, o con el mismo éxito efímero alcanzado con El hijo de todos, continuó produciendo obras teatrales, dramas, comedias, juguetes cómicos (números XXIV, XXV, XXVII, XXVII, XXX, XXXI y XXXII), hasta que, más tarde de lo que habría convenido a su renombre literario, con el fracaso en 1885 de la comedia Glorias humanas, abandonó el empeño de ser dramaturgo a la fuerza. “La diosa Fortuna — dice Zurita —le acompañó a todas partes, al Ateneo, al Congreso, a las gradas del Trono, a las cumbres del Parnaso; pero cuando le invitó a que pasase al Teatro, se quedó a la puerta… Campoamor entró solo, y así le fué a él.”

También ensayó la poesía épica con la misma escasa fortuna. Desde El alma en pena a El licenciado Torralba, pasando por Colón y El drama universal, Campoamor no consiguió escribir un poema épico que la posteridad leyera y recordara con deleite. Supone Zurita que “su afán era eclipsar la gloria de Espronceda escribiendo una obra superior a El diablo mundo. No lo consiguió, y ésa fué una espina que siempre tuvo clavada en el alma, pero tan oculta, que sólo contadísimas personas lo supieron.”

Más afortunado que como poeta dramático y épico estuvo como prosista en la especulación filosófica y didáctica, si bien no ha dejado tampoco una obra verdaderamente fundamental en ninguna de esas manifestaciones, No obstante, Filosofía de las leyes, El personalismo, Lo absoluto, El idealismo, La Metafísica y la Poesía y Poética, son libros que. salvadas algunas condiciones de forma y fondo envejecidas por el paso del tiempo, siguen siendo interesantes y tienen cierta frescura permanente.

“Si no tanta atención como la obra poética—propone Azorín—, algún interés ha de merecer en el estudio de Campoamor la labor filosófica realizada por nuestro autor. No podrá comprenderse bien, aparte de esto, a Campoamor poeta, si no se examina y estudia el Campoamor filósofo.

Comenzaremos por decir que 2 pocas figuras de nuestra historia literaria habrá de acercarse el crítico con más precauciones, con más escrúpulos, que a la de Campoamor. Ningún espíritu contemporáneo más difícil y contradictorio que éste; ninguno que ponga más en peligro a un crítico de formular un juicio superficial, o de incurrir en una injusticia, o de cometer una grosera inexactitud.

Ante todo, consideremos la idea corriente, generalizada, que hay de Campoamor. Campoamor — se dice—era un escéptico. Se toma aquí el escepticismo en el sentido de incredulidad, de pirronismo amable, irónico y eutrapélico. Pero el escepticismo, en su acepción verdadera—como es sabido—, no significa sino examen atento y escrupuloso, disociación de ideas, crítica de prejuicios, sentimientos e instituciones, realizado todo para, a través del examen, inquirir la verdad y poder adoptar una “actitud espiritual de acuerdo con lo que reputamos verdadero.

¿Cuánto tenía Campoamor de escéptico en el sentido corriente, Y cuánto de escéptico en el sentido filosófico? El espíritu de nuestro poeta siguió a lo largo de la vida un camino ondulante. Arduo es sujetar a normas fijas un espíritu como el de Campoamor… Pero éste es el segundo Campoamor, el Campoamor que debiera haber aprendido en la seriedad, la sinceridad y la escrupulosidad del más sabio de sus amigos, como él llamaba a Pi y Margall.”

Como en poesía, en prosa también, la obra de Campoamor es más fruto de la imaginación que del sentimiento. A través de sus especulaciones filosóficas no se llegaría al conocimiento del hombre, como no se llega a través de sus poesías. Una cosa es él, y otra su obra. Pero, después de todo, lo que menos interesa ante una producción literaria, si la hemos de juzgar objetivamente, por su valor intrínseco, es que entre ella y la vida del autor haya analogías o discrepancias. Lo lamentable es que en las obras de especulación mental de Campoamor se advierte frecuentemente una actitud polémica, en lo que va implícito una ausencia de reposo en la concepción del pensamiento, por lo que, como ya hemos dicho, no es su producción filosófica verdaderamente fundamental. El libro La Metafísica y la Poesía es fruto de una polémica con Juan Valera, y Lo absoluto dió origen a controversias parecidas y a que Julián Sánchez Ruano escribiera un folleto contra dicho libro.

Con todo, la fama de Campoamor fué de las más sólidas entre los escritores coetáneos suyos.

Cuarenta y cuatro años tenía solamente cuando fué electo académico de número de la Academia de la Lengua (octubre de 1861), que apenas si abría sus puertas más que a la ancianidad cargada de méritos. Por cierto que presidía entonces esa corporación Francisco Martínez de la Rosa, vapuleado muchos años atrás por el poeta, que pagó el pecado teniendo que esperar para el ingresó a que aquél falleciera, si bien no fue muy largo el plazo, ya que Martínez de la Rosa falleció al año siguiente. No ha sido la labor del poeta como académico ni muy activa ni importante; pero, en la medida que le fué posible, propendió a que ingresaran en la Academia los valores literarios con preferencia sobre los políticos, como era práctica viciosa, y así fué como consiguió que Valera Núñez de Arce, Alarcón, Zorrilla y otros entraran antes, Al sobrevenir la revolución de 1868, Campoamor se apartó de las luchas políticas, por su devoción a la reina destronada. Con su esposa, también distinguida por Isabel II, fué de los primeros españoles que visitaron a la reina en el destierro.

El dolor de ese episodio histórico le llevó a entregarse más a la vida del hogar y a sus actividades de escritor. Hasta entonces, después de casado, pasaba buena parte del tiempo en Alicante, y a partir de ese momento casi puede decirse que se ausentó de Madrid, donde estaba su residencia habitual. “Doña Guillermina—dice Zurita—aportó al matrimonio varias fincas que poseía en la provincia de Alicante, y Con las rentas de aquellas fincas y 10 que a» Campoamor le producían sus libros y los pingües cargos burocráticos que desempeñó, el matrimonio vivía con verdadera holgura.” Entre esas fincas estaba la famosa de Matamoros, en las proximidades de Torrevieja (Alicante) y de San Pedro de Pinatar (Murcia), y en ella residía el matrimonio en imperturbable idilio.

En dicha finca se dedicó Campoamor, con reconocida competencia, a cultivos y plantaciones, como una ocupación que le servía de solaz sin que dejara de ser productiva. Entretanto, de su pluma continuaban saliendo poemas, comedias y estudios.

Después de restaurada la Monarquía con Alfonso XII en 1874, Campoamor volvió al campo de la política y desempeñó cargos tan importantes (mucho más importantes entonces que después) como los de director general de Beneficencia y Sanidad, y, posteriormente, el de consejero de Estado.

Seguía incondicionalmente la política de Romero Robledo, y alguna vez que le preguntaron qué distrito representaba en las Cortes contestó, con su habitual donosura, que el distrito de Romero Robledo. Como en su etapa política anterior, fué diputado por diferentes distritos electorales: desde 1876 al 78, por Santa Cruz de Tenerife; del 79 al 80, por Málaga, y del 84 al 85, por Madrid. En 1891 salió electo senador por la provincia de León.

También fué candidato a senador por la Universidad de Oviedo; pero fué derrotada su candidatura. A este suceso hace Una donosa referencia Clarín al Comentar en Ensayos y revistas la polémica sostenida por Campoamor y Valera sobre Metafísica Y Poesía. Dice Leopoldo Alas: “El señor Campoamor, que es el que sostiene la utilidad de tan grandes cosas, tendrá que confesarnos que la poesía no sirve, por lo menos, para ser senador por la Universidad de Oviedo. Muchos ¡catedráticos de esta escuela, algo metafísicos y poéticos algunos, Con el rector y el decano a la cabeza, quisieron, contando con la aquiescencia del señor Cánovas, también algo poeta, que el señor Campoamor representara en el Senado, como hombre ilustre por sus letras y natural de Asturias, al primer centro docente de la provincia, Pero el señor Pidal (don Alejandro), que no es nada poético y se va olvidando de su antigua metafísica, creyó que a la Universidad le cuadraba un senador que no fuera ni bachiller y escribiera tube, así, con b, mejor que un vate ilustre como don Ramón.

Y dicho y hecho: Campoamor, por disciplina, no se presentó siquiera; y el barón, con b también, de Covadonga, salió triunfante de la urna académica, demostrando la inutilidad de la poesía y de la metafísica.”

En esta etapa de su vida, Campoamor extendió las colaboraciones poéticas y en prosa a las principales publicaciones madrileñas, entre ellas La España Moderna, ¡Revista Contemporánea, la Ilustración Española y Americana, y La Época, de Santiago de Chile, de la que fué corresponsal desde 1880 hasta 1892.

Desde antiguo se censuraba a Campoamor de plagiario en sus composiciones poéticas y aun en sus trabajos en prosa; pero tal censura no se concretó públicamente hasta que don José Nakens lo hizo documentadamente en 1876, acusación que dió lugar a un duelo entre ambos escritores.

Andrés González Blanco alude a esa cuestión de esta manera: “Todos saben que se acusó mucho en vida a Campoamor de tal pecado literario, unos  artículos publicados en El Globo bajo la firma de un periodista batallador… hirieron más la personalidad privada que la gloria pública ya adquirida del poeta, en ellos sosteníase que Campoamor había puesto en verso muchas luminosas verdades e ingeniosas frases que eran propiedad de grandes escritores, especialmente franceses. Michelet y Hugo eran, según este acusador, los favoritos de Campoamor para sus depredaciones… Por lo que atañe a Hugo, se sacaron a la plaza pública mil defraudaciones llevadas a cabo por Campoamor en sus Obras. Unos le defendieron, otros le recriminaron. El hecho palmario de incautarse de ciertos períodos bellos quedó en pie. El interesado, defendiéndose a la desesperada, sostuvo muy seriamente que no sabía francés.”  Acerca del móvil de Nakens al concretar públicamente la acusación de plagiario contra Campoamor, lo confesó aquél más tarde (1894) con estas palabras: “Aparte de que los pequeños somos implacables, ¡usted, monárquico; yo, republicano!, ¡usted, famoso; yo, desconocido!, ¡usted, un gran poeta; yo, un gran don Nadie! ¡Cualquiera resistía a la tentación! No resistí, y cada día me alegro más. En esto, quizá nadie me conociera aún.”

Grave cosa es el plagio en un escritor, y no cabe duda que, en una aquilatación de méritos propios en la obra poética de Campoamor, esa debilidad empaña un tanto su gloria; pero no le ha impedido pasar a la posteridad con fama inmortal y que sus poesías hayan recorrido, muchas veces reproducidas, todos o casi todos los periódicos españoles y americanos de alguna importancia, antes y después de fallecido, como golosinas literarias para regodeo del lector, viva en la latitud que viva.

Otra acusación se ha lanzado contra Campoamor: la de su desafecto a la tierra natal, cierto que da pie a que se le considere despegado de ella el hecho de que no haya vuelto, que se sepa, a pisar suelo asturiano desde su llegada como estudiante a Madrid. Las circunstancias de su vida, particularmente la de su matrimonio, que le vinculó a la tierra alicantina, no le fueron favorables para el caso; pero no basta su ausencia para que neguemos su asturianismo a quien tiene recuerdos gratos para Asturias en sus poesías y escritos en prosa y dijo de la villa natal:

Navia es de Asturias la región más bella,

aún siendo Asturias lo mejor de España.

Además, de su convivencia en Madrid con gente asturiana sirve de testimonio que haya sucedido a Posada Herrera en la presidencia del Centro de Asturianos, desempeñándola hasta 1888, y que por los merecimientos contraídos con la sociedad se le designara después presidente de honor.

Por su parte, Asturias enaltecía su nombre, enalteciéndose. En 1889 se constituyó en Oviedo una agrupación con el nombre de Círculo Campoamor, que editó durante algún tiempo un ¡periódico con el título de uno de los poemas más famosos del poeta: El Tren Expreso. Un año después se inauguraba en esa ciudad uno de los mejores teatros entonces de España, el Teatro de Campoamor, destruido en incendio por las fuerzas armadas en la represión contra el movimiento revolucionario de que fué mártir por unos y por otros la capital de Asturias en octubre de 1934. En ese mismo año (1890), Navia consagró al poeta una de sus calles más importantes. Y después de muerto Campoamor, Asturias estuvo siempre atenta a glorificar su nombre, como Corresponde a uno de los valores literarios más altos que ha producido la región.

Ya anciano septuagenario, quedó viudo el 20 de noviembre de 1890. Marciano Zurita recuerda al matrimonio en esta época con las siguientes palabras: “El matrimonio fué siempre feliz, y cuando, ya en los últimos años, doña Guillermina encontrábase enferma y apenas podía andar, Campoamor, que aún se conservaba vigoroso, daba el brazo a la compañera de su vida, y, llevándole la silla de mano, la acompañaba hasta la iglesia de Jesús, donde ambos oían misa, y regresaban después, andando despacito y charlando animadamente, a casa.” La muerte de su esposa fué para Campoamor una verdadera catástrofe sentimental, porque la adoraba sobre todas las cosas humanas.

Después de viudo hizo una vida cada vez más distraído de todas sus actividades, incluso la poética, y se dejó llevar de una creciente propensión a la tristeza. Algunos buenos amigos se esforzaban por animarle, a él, que siempre se había mostrado alegre y comunicativo. El poeta Manuel Paso llevaba el empeño de volverle la alegría a dirigirle cartas festivas en verso, incluida la dirección del sobre, que decía:

A don Ramón de Campoamor, gloria de las patrias letras,

plaza de las Cortes, ocho,

piso segundo, derecha.

Andrés González Blanco dice que “en sus últimos años, achacoso y enfermo, el poeta tenía siempre a su alrededor una corte de admiradores, y aun admiradoras, que se sentaban a su mesa y le cuidaban con solicitud y con cariño”.

Todas las solicitudes y todos los nobles esfuerzos resultaron estériles para disipar aquella melancolía suya, sostenida ya por una total decadencia orgánica de octogenario. Cualquier motivo le emocionaba y sumía en amargura. Su compueblano Rafael F. Calzada le visitó en 1900, y cuenta en su libro Cincuenta años de América que, al despedirse, Campoamor exclamó: “¡Quién sabe si volverás a verme!” Y dice que luego “rompió a sollozar amargamente”.

Con la intención de llevar un motivo de alegría a su triste ancianidad se pensó en coronarle públicamente. Lanzó la idea el famoso actor dramático don Emilio Mario, y fué acogida con entusiasmo por los más eminentes amigos del poeta; pero la iniciativa no pasó de intento, porque Campoamor no estaba ya para aceptar —como dice Zurita—los inconvenientes y las incomodidades que tal idea había de ocasionarle”.

Rubén Darío refiere con pormenores una visita hecha a Campoamor en esa ocasión, y dice que le encontró “caduco, amargado de tiempo a su pesar, reducido a la inacción después de haber sido un hombre activo y jovial, casi imposibilitado de pies y manos, la facies penosa, el ojo sin elocuencia, la palabra poca y difícil”. Y agrega: “Cuando le dais la mano y os reconoce se echa a llorar… Os digo que es para salir de su presencia con el espíritu apretado de melancolía.” Refiriéndose a la idea de coronarle, tormenta: “Ciertamente, no fue de agrado el gesto que vi cincelarse en la faz de él cuando le pregunté el estado de su ánimo sobre la coronación… Mientras un criado le llevaba el alimento a la boca—“¡santo Dios, y éste es aquél!”—, aquella ruina venerable movía la cabeza y con la mirada decía muchas doloras crepusculares llenas de cosas tristísimas.”

Falleció Campoamor en Madrid el 12 de febrero de 1901, con más de ochenta y tres años de edad. Se dió a su muerte categoría de duelo nacional y fué costeado el sepelio por el Estado.

Después de fallecido preocupó la idea de que no se le hubieran tributado en vida los honores a que se le consideraba acreedor. Se pensó entonces en levantarle una estatua, pero la iniciativa no encontró eco ni calor suficientes para que fuera puesta en marcha, hasta que, años adelante, se le erigieron dos.

Como homenajes póstumos recordamos la lápida descubierta oficialmente en 1905 por el Ayuntamiento de Madrid—que también dió a una calle el nombre de Campoamor—en la casa número 19 de la calle de Recoletos, donde falleció el poeta; el trasladó de sus restos en 1909, dentro del cementerio de San Justo, a un mausoleo especialmente construido por el escultor asturiano Cipriano Folgueras; la erección de dos monumentos, en Navia y en el Parque del Retiro de Madrid, inaugurados respectivamente en 1913 y 1914; la denominación con su nombre del teatro reconstruido que fué del Centro Asturiano de la Habana, inaugurado en ese último año citado y demolido algunos después al ser levantado el nuevo palacio social sobre las ruinas de un incendio del que sólo se salvó dicho teatro, y la celebración del primer centenario de su natalicio en septiembre de 1917, que tuvo lugar en Madrid, Oviedo, Navia, Valencia, Alicante y otras poblaciones españolas y americanas con solemnidades diversas y grandes panegíricos de los periódicos.

Obras publicadas en volumen:

I.—Las musas. (Madrid, 1837; poesías.) .

II.—El castillo de Santa Marina. (Madrid, 1838; drama en verso en cinco jornadas, sin estrenar, con prólogo de T. Rodríguez Rubí.)

III.—Una mujer generosa. (Madrid, 1838; comedia en dos actos sin estrenar.)

IV.—Ternezas y flores. (Madrid, 1840; poesías.)

V.—La fuerza del querer. (Madrid, 1840; comedia en tres actos sin estrenar.)

VI—El hijo de todos. (Madrid, 1841; comedia estrenada.)

VII.—Ayes del alma, (Madrid, 1842; poesías.)

VIII. —Fábulas morales y políticas. (Madrid, 1842.)

IX.—Los manuscritos de mi padre. (Madrid, 1842; novela, tomo primero.)

X.—Historia crítica de las Cortes reformadoras de 1837. (Madrid, 1844; obra publicada por cuadernos, incompleta.)

XI.—El alma en pena. (Madrid, 1844; poema.)

XII.—Doloras. Madrid, 1845; poesías, primera serie de las asi denominadas, volumen reimpreso muchas veces en España y en el extranjero.)

XIII. —Semblanzas de las Cortes reformadoras de 1845. (Madrid, 1845.)

XIV. —Filosofía de las leyes. (Madrid, 1846; estudio.)

XV.—Obras poéticas. (Madrid, 1847.)

XVI—EI personalismo: Apuntes para una filosofía, (Madrid, 1850.)

XVII—Colón. (Valencia, 1853; poema.)

XVIII.—El Belén. (Madrid, 1857; en colaboración con otros autores.)

XIX.—El drama universal. (Madrid, 1860; poema.) 

XX.—Pensamientos. (Madrid, 1861; poesías.)

XXI.—Polémicas con la democracia, (Madrid, 1862; nueva edición ampliada en 1873.)

XXII.—La Metafísica limpia, fija y da esplendor al lenguaje. (Madrid, 1862; discurso de ingresó en la Academia de la Lengua, contestado por el marqués de Molins.)

XXIII.—Lo absoluto. (Madrid, 1865; estudio.)

XXIV.—Guerra a la guerra. (Madrid, 1870; drama.)

XXV.—El palacio de la verdad. (Madrid, 1871; comedia.)

XXVI—Don Luis González Bravo. Epístola necrológica. (Madrid, 1872; elegía en verso leída en la Academia de la Lengua en sesión pública.)

XXVII. —Dies irae. (Madrid, 1873; drama en un acto.)

XXVIII.—Cuerdos y locos. (Madrid, 1873; comedia en tres actos.)

XXIX.—Pequeños poemas. (Madrid, 1873.)

XXX.—El honor. (Madrid, 1874; comedia en tres actos.)

XXXI.—Química conyugal. (Madrid, 1874; juguete cómico.)

Referencias:

-Gómez de Baquero, Recuerdo a Campoamor. (En La España Moderna, Madrid, marzo de 1901; tomo CXLVIII)

Varios.- Juicio crítico del “Colón”, poema por don Ramón de Campoamor. (Impreso sin l. ni a. y firmado por José Vicente Fillol, conde de Ripalda, Ventura Rodríguez Aguilera y otros)

Fuente: Martín Mateos (Nicomedes) – Cartas filosóficas a D. Ramón de Campoamor en contestación a su obra “Lo absoluto”. (Béjar, 1866)

XXXII.—Dudas y tristezas. (Madrid, 1875; poesías.)

XXXIII.—Así se escribe la historia. (Madrid, 1876; drama en tres actos.)

XXXIV.—Los buenos y los sabios. (Sevilla, 1881; poema en cinco cantos.)

XXXV.—El amor y el río piedra. (Sevilla, 1882; poema.)

XXXVI—Los amoríos de Juana. (Sevilla, 1882; poema.)

XXXVII. —Utilidad de las flores.(Sevilla, 1882; poema.)

 XXXVIII. — Poética. (Madrid. 1883; tratado.)

XXXIX.—El ideísmo. (Madrid, 1883; estudio.)

XL.—Cánovas. (Madrid, 1883; estudio biográfico.)

XLI. —Varias obras poéticas (Barcelona, 1884.)

XLII.—El amor o la muerte. Cómo rezan las solteras. (Madrid, 1884; dos poemas.)

XLIIL—EI! tren expreso. (Madrid, 1885; pequeño poema.)

XLIV.—Dulces cadenas. (Madrid, 1885; poema en cuatro cantos.)

XLV.—Glorias humanas. (Madrid, 1885; comedia en un acto.)

XLVI.—Doloras: Segunda serie. (Madrid, 1886; volumen numerosas veces reimpreso.)

XLVII. — Don Juan. (Madrid, 1886; poema en dos cantos, después escenificado.)

XLVIll—Las tres rosas. Dichas sin nombre. (Madrid, 1886; pequeños poemas.)

XLIX. — Humoradas. (Madrid, 1886; versos.)

L.—El trompo y la muñeca. La gloria de Asturias. (Madrid, 1887; pequeños poemas.)

Ll.—Los pequeños poemas: Los caminos de la dicha. Por dónde viene la muerte. El amor y el río piedra. (Madrid, 1887; publicado el último independientemente en el volumen número XXXV.)

Lll.—Los pequeños poemas: Los buenos y los sabios. Los amoríos de Juana. Utilidad de las flores. (Madrid. 1887; publicados antes los tres independientemente en los volúmenes núms. XXXIV, XXXVI y XXXVII.)

LIII.—Los pequeños poemas: El  tren expreso. La novia y el nido. Los grandes problemas, Dulces cadenas, (Madrid, 1887; publicados el primero y cuarto en volúmenes sueltos, números XLIII y XLIV.)

LIV.—Los pequeños poemas: La historia de muchas cartas. La calumnia, Don Juan, (Madrid, 1887; publicado el último en volumen suelto, número XLVII.)

LV.—Los pequeños poemas. (Valencia, 1887; series segunda y tercera en dos volúmenes.)

LVI.—El licenciado Torralba. (Madrid, 1888; poema.)

LVII—La Metafísica y la Poesía. (Madrid, 1891; volumen que recoge la polémica sostenida con don Juan Valera.)

LVIII.—Nuevos poemas: ¡Qué bueno es Dios! El poder de la ilusión, El amor de las madres. El confesor, confesado. Doloras y humoradas. (Madrid, 1892.)

LIX.—Los pequeños poemas: Cuarta serie. Nuevas doloras. Nuevas humoradas. (Valencia, Ss. a., 1894.)

LX.—Cantares. (Madrid, 1905.) 

 

Colecciones de sus obras: 

—Obras de Campoamor. (Paris, 1872; prólogo de Juan Valera.) 

—Obras completas, (Madrid, 1901-1903; ocho volúmenes; colección dirigida por M. González Serrano, Vicente Colorado y M. Ordóñez: I. Obras filosóficas; II. Estudios histórico-biográficos y polémicas políticas; III. Polémicas filosóficas y literarias; IV. Poesías de la primera época; V. Doloras, cantares y humoradas; VI, Teatro; VII. Poemas simbólicos, y VIII. Los pequeños poemas. Otras ediciones posteriores.) 

—Obras poéticas, (Barcelona, 1907; tres volúmenes; varias ediciones.) —Campoamoriana: 1817 – 1917. Primer Centenario. Pensamientos poéticos de Campoamor escogidos y clasificados por A. Ferreira D’Almeida. (Madrid, 1917.) 

—Poesías. (Madrid, 1922; selección incluida en la colección de Clásicos Castellanos, con prólogo y notas de C. Rivas Cherif. Hay otras muchas selecciones con este mismo título.) 

 

Trabajos sin formar volumen:

1.—Acasos y providencias. (Cuento, en el libro Españolito, 1844, de Gertrudis Gómez de Avellaneda.)

2.—Prólogo a Dudas y tristezas, de Manuel de la Revilla. (Madrid, 1875.)

3.—Correspondencias a La Epoca, de Santiago de Chile. (18801892.)

4.—Comentario a la Historia de las Cortes de España, de Andrés Borrego. (En la Revista de España, Madrid, 1882.)

5.—Prólogo a La mujer, de Severo Catalina. (Madrid, 1888.)

6.—La poesía desdeñada por la ciencia y por la prosa. (En la revista La España Moderna, Madrid, mayo de 1889.)

7.—Poética. (En ídem, abril de 1890.)

8.—La Metafisica y la Poesía ante la ciencia moderna. (En ídem, julio y agosto de 1890.)

9.—El Pantheísmo: Carta a don Juan Sieiro. (En ídem, marzo de 1901.)

10.—Sócrates. (En la revista Nuestro Tiempo, Madrid, enero de 1902; artículo incompleto, inédito y póstumo.) 

11.—Prólogo a El jardín de las doloras. impresiones, de J. García Mercadal. (Zaragoza, 1906; trabajo póstumo.)

 

Referencias biográficas:

Acevedo y Huelves (B.).—Una necrología, (En El Carbayón, Oviedo, 13 de febrero de 1901.)

Alas, Clarín (Leopoldo).—Un estudio crítico. (En la obra Solos de Clarín, Madrid, 1880.)

ídem.—Los poetas del Ateneo.(1884.)

Alfaro y Godínez (Agustín). —Fábulas de Campoamor. (En el Semanario Pintoresco, Madrid, 1842.)

Anónimo.—Lápida en la casa en que habitó don Ramón de Campoamor. (En la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1905.)

Anónimo.—El primer centenario del natalicio de don Ramón de Campoamor y la Fiesta de la Raza en Panamá. (Panamá, 1917.)

Azorín. — El segundo Campoamor. (En el libro Clásicos y modernos, Madrid, 1913.)

Azorin.—Autores del siglo XIX: Campoamor. (En A B C, Madrid, 1927.)

Balbín de Unquera (Antonio). —Campoamor. (En Asturias, Órgano del Centro Asturiano, Madrid, marzo de 1901.)

Calzada (Rafael F.).—Un bosquejo biográfico. (En la obra Galería de españoles ilustres, Buenos IN)

Campoamor (Ramón de).—El personalismo: Apuntes para una filosofía. (Madrid, 1850;  epílogo.)

ídem.—Polémicas con la democracia. (Madrid, 1862.)

ídem. — Declaraciones íntimas. (En la revista Blanco y Negro, Madrid, enero 7 de 1893.)

Catalina (Severo).—Prólogo al poema Colón, de Campoamor. (Madrid, 1862.)

Darío (Rubén).—La coronación de Campoamor. (En el libro España contemporánea, Madrid, s. a; volumen XIX de sus Obras Completas.)

Espinosa de los Monteros (Ramón).—Doloras, de Campoamor. (Habana, 1897.)

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Fuente: Martín Mateos (Nicomedes) – Cartas filosóficas a D. Ramón de Campoamor en contestación a su obra “Lo absoluto”. (Béjar, 1866)