Militar que alcanzó la máxima graduación, de capitán general. Fué de los generales que gozaron de mayor predicamento y prestigio en los reinados de Fernando VII e Isabel III, si no por grandes hechos de armas, en lo que los generales gloriosos de esa época no exceden de dos o tres, sí por actividades de otra índole, política y literaria. Las armas y las letras, tantas veces asociadas en la historia, tuvieron en el general San Miguel a un muy distinguido representante.
El escritor francés Eugenio Baret ha escrito de él: “Evaristo San Miguel era uno de esos hombres de la escuela de La Fayette, con el cual se le ha comparado con frecuencia, admirablemente apto para atacar a un Gobierno establecido, menos capaz de crear que de destruir, hombre de mediana inteligencia, pero de corazón ardiente, fanático por la libertad, comprendiendo de un modo vago sus excelencias, capaz de arriesgar su vida por el triunfo de sus opinones”. Sin ese cortés regateo de méritos, sino como franca, aunque no grosera diatriba, le trató con peores palabras su coetáneo Carlos Le Brun (véase Repertorio bibliográfico del primer tomo), al referirse a las relaciones entre Fernando VII y Fernández San Miguel: “Confidente del rey por su parte—dice—y su enemigo por parte de rey, que le miró siempre como tal; y tenía a menos hasta hacerle el objeto de Ios desprecios. Fué de los generales de la Isla (alude al movimiento Iniciado por Riego en Las Cabezas de San Juan en 1820) que se hicieron tales a cuenta de los servicios que hiciesen, y de los sabios que lo eran por lo que pudieran saber en adelante… Porque no era nada, fue ministro de Fernando, que sabía más que los liberales, porque no lo eran.” Otro coetáneo, Roque Barcia, asegura que “aunque como hombre político no dejó de cometer faltas gravísimas, su reputación de hombre privado es de las más puras y honrosas”.
Por una causa o por otra, que no hemos de analizar, aunque Sería cosa fácil dado el punto de vista y el propósito de cada uno de los enjuiciadores, no escasearon las Plumas que han discutido las actuaciones del general San Miguel y podríamos ir deduciendo de tales juicios que se trataba de un hombre mediocre, sin méritos militares ni políticos ni literarios, alcahuete de Fernando VII, voluble y torpe hasta cometer faltas gravísimas y que sólo tiene en Sl habel el tesón de sus opiniones y una honesta conducta privada. Pero contrastamos todo esto con Sil proceder como militar y político eN todos los momentos de su vida, en algunos de los cuales estuvieron en sus manos los destinos de España, y con los frutos intelectuales que nos ha dejado y, si no sacamos como consecuencia que haya sido un genio, podremos asegurar que fué hombre digno de todas las consideraciones de la posteridad, a la que no ha legado, en suma, ningún motivo para apoyar la severidad de juicio con que le han tratado algunos contemporáneos suyos. Con don Manuel Ovilo y Otero podremos decir sin reparo que se trata «de un militar honrado y pundonoroso, de un político cuya buena fe y principios jamás han sido desmentidos, y de un laborioso escritor que ocupa un lugar muy distinguido en la literatura española y aun pudiéramos añadir con el mismo autor que “ha consagrado su existencia en beneficio de su patria, sin otra mira personal que la de su buena reputación y concepto”.
Evaristo Fernández San Miguel, cuyo primer apellido ha usado poco, Ppor lo que suele distinguirsele sin él, lo mismo que a los dos hermanos reseñados seguidamente, nació en Gijón el 26 de octubre de 1785, hijo de don Juan Fernández San miguel y doña Rita Valledor y Navia, en hogar acomodado.
Después de preparado con una esmerada instrucción elemental, cursó en el entonces llamado Real Instituto Asturiano, que después tomó el nombre de Jovellanos, su fundador,los estudios de Matemáticas. Después cursó Humanidades en la Universidad de Oviedo, con el propósito tal vez de emprender una carrera literaria. Pero una más honda vocación surgió en su espíritu, que fué la de las armas. “Quizá veía en sueños—dice Sánchez del ReaI.—… la gloria militar, la aureola del vencedor y la grandeza de los imperios guerreros, tristes Coronas que se clavan más que se ponen en las sienes de los soldados y los pueblos.”
A los veinte años (1805), ingresó como cadete en el Batallón de Voluntarios de Aragón, y dos años después, el 10 de julio de 1807, era ascendido al empleo de subteniente del Batallón de Voluntarios del Estado, ambas unidades militares de guarnición en Madrid. Después de las cruentas jornadas desarrolladas en Madrid en el mes de mayo de 1808 contra la invasión francesa, y apenas enterado de que Asturias había declarado la guerra contra Napoleón, San Miguel corrió a su tierra, movido por el valeroso patriotismo que habría de distinguirle siempre, para prestar servicios entre los suyos a la causa nacional. Sentó en seguida plaza de voluntario en el Batallón de Covadonga, con el que asistió a varios hechos de armas, y en el de Cabezón, el 12 de julio de ese mismo año, su comportamiento le conquistó el empleo de capitán. Le sirvió éste para desplegar mejor sus dotes militares en tierras también de Valladolid, como lo demostró en el encuentro con el enemigo en Ríoseco, dos días después, y en otros hechos de armas posteriores, los últimos en San Vicente de la Barquera y Peñacastillo, lugares ambos de Santander, en el segundo de los cuales cayó prisionero de los franceses, y en calidad de tal le condujeron a Francia (1809).
A causa de varios intentos de fuga con el propósito de volver a España, uno de ellos con grandes probabilidades de éxito en 1813, se le trasladó a la ciudadela de Montpellier, donde permaneció sujeto a mayores rigores de vigilancia hasta el final de la guerra de Independencia en el año siguiente, con lo que pudo regresar libremente a su patria. Entonces tomó parte en los sucesos militares como capitán del regimiento segundo de Asturias y llegó en mayo con sus tropas victoriosas hasta San Juan de Luz, en Francia.
Ya completamente liquidada la guerra con el país vecino y sometida España al despotismo de Fernando VII, que ahogaba toda idea liberal y perseguía a los liberales, Fernández San Miguel se encontró espiritualmente, por sus arraigadas convicciones democráticas, en total desacuerdo con ese régimen, y se sumó a los que por todos los escasos medios disponibles se aprestaban a recobrar la forma constitucional de gobierno que habían legislado y establecido las Cortes reunidas en Cádiz durante la invasión francesa. Participó en algunos trabajos de conspiración contra la situación establecida, que no pasaron de preparativos abortados.
La más importante de esas actividades frustradas tuvo lugar en 1819 como segundo comandante del ejército expedicionario que con destino a Ultramar se reunía en la provincia gaditana para la reconquista de las colonias ya perdidas en América del Sur. Preparaba con otros oficiales el levantamiento de esas fuerzas en las proximidades del Puerto de Santa María, cuando cubrió el complot y llegó al castillo de San Sebastián, de Cádiz. Pero consiguió fugarse y secundar el movimiento revolucionario dispuesto por el entonces teniente coronel Rafael del Riego, iniciado en Las Cabezas de San Juan el 1 de enero de 1820 en favor de que se restableciera la Constitución. En este Ejército llamado Constitucional ocupó los cargos de segundo jefe del Estado y secretario de la Junta de oficiales directora del alzamiento, que desempeñaba el papel de Poder Ejecutivo. Pero de sus actuaciones de entonces como uno de los hombres de confianza de Riego en la marcha a Algeciras y luego a Málaga, tal vez la más importante, vistos los sucesos más de un siglo después, fué la de cronista de ese movimiento (números l al III) y de crear la letra del Himno de Riego, con lo cual se inicia su larga y fecunda disciplina de escritor.
Acerca de esa letra del Himno de Riego no parecerá ocioso aclarar que no se trata de la que la que conoce vulgarmente y cuya primera estrofa comienza
“Aunque Riego murió en un cadalso,
nocmurió por infame y traidor”…;
lo cual entrañaría un tremendo anacronismo. La verdadera letra, la escrita por San Miguel, de tan escaso valor como la música, es la que comienza a coro de esta forma:
“Soldados, la patria
nos llama a la lid,
juremos por ella
vencer o morir.”
No tiene otro mérito extraordinario dicho himno que el de haber sido símbolo de libertades durante las políticas del siglo XIX.
Fracasado momentáneamente ese movimiento allí mismo donde había surgido, mientras en el resto de España se extendía triunfalmente, San Miguel, como los otros jefes de ese ejército, se vió precisado a huir de la persecución reaccionaria, hasta que muy poco después el espíritu de esa insurrección se adueñó del país y pudo situarse en posición de vencedor. Confirmado en su empleo de coronel, residió por breve tiempo en Cádiz, donde publicó asociado a don Antonio Alcalá Galiano la Gaceta Patriótica del Ejército Nacional, que sólo tuvo de vida treinta Números, porque sus directores y redactores tuvieron que acudir al desempeño de más altos destinos ya acatada la Constitución por Fernando VII en marzo de ese año con aquellas falaces palabras de ser él el primero en marchar por la senda constitucional, San Miguel se traslada a Madrid destinado a comandante del Batallón de Patriotas, puesto que le permite desplegar actividades favorables al próximo cambio de régimen político. Prestó también servicios como jefe de Sección de la Comisión de oficiales a las órdenes de la Junta Auxiliar del Ministerio de la Guerra.
El político y el escritor iban predominando sobre el militar con vocación más acendrada en su espíritu profundamente liberal (un liberalismo muy de su época), y en abril de 1821 fundó el periódico El Espectador, asistido por algunas plumas ilustres, como las de Alcalá Galiano, duque de Rivas y Pedro José Pidal, dedicado a prestar el más entusiasmado aliento al régimen constitucional ya establecido desde un año antes.
Casi dedicado exclusivamente a defender con la pluma desde El Espectador el nuevo régimen político, le vino a sorprender la sublevación reaccionaria alentada secretamente por Fernando VII y que culminó en la sangrienta y triunfal jornada de los constitucionalistas del histórico 7 de julio. En las primeras horas de haber estallado la subversión, San Miguel corrió a ofrecer al Ayuntamiento su valerosa espada de coronel en defensa de la Constitución, ya que la pluma resultaba arma ineficaz, y se le nombró jefe de un batallón de voluntarios improvisado que se conoció con el nombre de Batallón Sagrado, al frente del cual tomó parte muy principal y decisiva en la sofocación de ese movimiento. Esto vino a dar un gran realce a su figura y acaso fué el cimiento más poderoso del auge político que disfrutó posteriormente.
Sin haber sido diputado en ninguna de las legislaturas de ese breve periodo constitucional, el 2 de agosto de 1822 se le confió el Ministerio de Estado, que tuvo 4 su cargo hasta el 24 de abril del año siguiente. No fué como ministro ni mejor ni peor que otros de entonces, caracterizados por un patriotismo y una ideología liberal candorosos. Fundado en esto, el citado Le Brun escribe acerca de San Miguel en su aludida diatriba: “Empezaron las jerarquías: las historias con el papa por no haber recibido a Villanueva de ministro en Roma; la expulsión del nuncio; las famosas notas a los aliados y las amenazas ridículas que incluían las bravatas y los desafíos al mundo entero, sin ejército, sin dinero, sin recursos, sin opinión, sin entusiasmo, sin providencias y sin un esfuerzo para buscar y acopiar auxilios. Nada de eso: que vengan los ejércitos enemigos; la noble, valerosa nación española los espera y sabrá escarmentarlos. ¿Cómo o con qué? El señor Evaristo no lo sabe, o si lo sabe no lo quiere decir… Lo cierto es que ya se vió a lo que vinieron esos ejércitos y cómo los recibió la nación española. y el zorrón de Fernando haciendo el tontito y como si no quebrara un plato… Necedad y locura de hombres que no sabían dónde estaban cuando estaban en el Ministerio.” Descartado lo que hay en esto de falta de respeto para San Miguel, digno por su saber y sus virtudes de mejor trato, no se puede negar que a Le Brun le asiste la razón al referirse al gesto patriótico, gallardo, pero equivocado, del Ministro de Estado al protestar con palabras más exaltadas que apoyadas en la realidad española, aunque estuvieran respaldadas Por el Gobierno y las Cortes, contra las amenazas de intervenir en los destinos de España, por parte de las Naciones que habían formado la Santa Alianza. El desquiciamiento político de España no consentía forjar grandes esperanzas frente a una invasión extranjera, como quedó muy pronto demostrado con la entrada del duque de Angulema al frente del ejército francés conocido por Los cien mil hijos de San Luis. La indiferencia del verdadero pueblo, decepcionado, y el apoyo de Fernando VII y los suyos a las fuerzas invasoras dieron al traste con el inestable régimen constitucional, que no supieron afirmar y sostener los hombres de gobierno que celaron su conservación.
Pero Fernández San Miguel, no menos equivocado que los otros consejeros del desleal Fernando, supo como pocos lavar sus faltas. Si su gestión de ministro no fué todo lo acertada que conviniera, le compensa su conducta como consecuencia de esa nueva invasión francesa. ya huídos Gobierno y Cortes a Sevilla ante el empuje invasor, sin apenas resistencias, dimitió su cargo de ministro para defender el suelo patrio, por estimar que su patriotismo así se lo imponía por sobre las conveniencias de la catástrofe política, y marchó a Cataluña a servir el fuero de las armas, decidido al desempeño de cualquier puesto, como lo demostró de ayudante del Estado Mayor del general Mina, inferior a su rango. Dió entonces nuevas pruebas de valor y patriotismo con participación brillante en varios hechos de armas desarrollados en las provincias de Tarragona y Lérida, hasta que en el encuentro de Tramaced (Huesca), el 8 de octubre de 1823, quedó entre los cadáveres con diez heridas, testificadoras de su arrojo. Malherido, lo recogieron los franceses y lo hospitalizaron en Zaragoza en calidad de prisionero de guerra. Dado de alta el 20 de diciembre se le internó en Francia.
Después de permanecer algunos meses en Agen, en el de mayo del 24 se le puso en libertad bajo compromiso de honor de trasladarse al extranjero, y entonces determinó instalarse en Londres, donde sabía que encontraba muchos brazos amigos, algunos de prohombres paisanos suyos, huidos del despotismo desencadenado nuevamente por Fernando VII.
Después de establecido en Londres San Miguel, se dedicó nuevamente al cultivo de las letras, en espera de que las circunstancias le permitiera, como a los otros emigrados, regresar a España. Con algunos de ellos redactó la publicación Ocios de españoles emigrados y como fruto de estudios de investigación militar a que se aficionó por entonces editó la obra en dos tomos Elementos del arte de la guerra.
A favor de la revolución política que puso en el Trono de Francia a Luis Felipe y restableció el sistema constitucional en 1830, San Miguel y otros españoles refugiados en Londres se trasladaron a Francia con el designio de provocar parecido cambio político en España. Mientras otros dispondrían la penetración con fuerza armada por Navarra, él se arriesgó a entrar por Cataluña con 250 hombres. Fracasado el movimiento, residió en Francia: hasta que, muerto Fernando VII, y a merced del nuevo rumbo favorable al liberalismo con la reina regente María Cristina de Borbón, regresó a España en mayo de 1834,
Inmediatamente puso su pluma al servicio de la causa constitucional con la fundación del periódico El Mensajero de las Cortes, en el que escribió copiosamente en defensa y arraigo de ese sistema político y también sobre el análisis de los acontecimientos en España desde la primera invasión francesa.
En 1835 fué repuesto en su empleo y grado de coronel. Ardoroso defensor de la sucesión de Isabel II en el Trono, al estallar la guerra civil provocada por el pretendiente don Carlos de Borbón, se le destinó a la campaña sostenida contra éste en el Norte, y tomó parte, poniendo nuevamente a prueba sus dotes guerreras, en varios combates. ya ascendido a general de Brigada por méritos de guerra, en la batalla librada en Mendigorría el 16 de julio de ese mismo año, resultó herido en un brazo, por lo que se le concedió la Cruz de San Fernando. Aun tomó parte después en el combate de Arcos.
En la primavera de 1836 se le destinó de comandante general de la provincia de Huesca y capitán general interino de Aragón, cargo que tuvo poco después en propiedad. En Zaragoza, donde se le estimaba públicamente como militar bizarro por el recuerdo de haber sido gravemente herido por los franceses trece años antes, tuvo ocasión de que se pusieran a prueba sus condiciones personales. A la caída, el 15 de mayo, del Gobierno presidido por Álvarez Mendizábal, que había conseguido calmar las turbulencias del país con sus medidas liberales, y sucesión en el Poder de don Francisco Juárez Istúriz, con lo que las libertades se vieron amenazadas nuevamente, San Miguel presentó reiterada y enérgicamente la dimisión de su cargo de capitán general, porque se encontraba con la lucha en su espíritu de los deberes militares por un lado y la simpatía y adhesión al movimiento de protesta nacional por otro. Desoído en sus instancias de relevo de mando y levantada ya gran parte de España en favor del restablecimiento del sistema constitucional, San Miguel decidió secundar ese movimiento, si bien conteniéndole, de acuerdo con las demás autoridades de la región, de caer en las turbulencias callejeras a que había dado lugar en otras provincias. En tal actitud se mantuvo hasta que el motín de los sargentos en La Granja, el 12 de agosto, obligaron a la reina gobernadora a restablecer la Constitución de 1812, en tanto se convocaba a Cortes constituyentes para la elaboración de otra.
Pocos días después de este cambio político, ya ascendido a mariscal de campo desde el mes de junio, se le designó general en jefe del ejército del Centro, que combatía a las fuerzas carlistas, a las que causó algunas importantes derrotas, la más importante con la toma de Cantavieja (Zaragoza) por resultado, en la que fueron rescatados unos novecientos prisioneros y restauradas las defensas de la plaza. Electo diputado por Asturias a las Cortes convocadas en octubre, dejó dos meses después ese mando para trasladarse a Madrid a ocupar su puesto en el Congreso.
Con esa designación de diputado vino a reintegrarse nuevamente a la política en destinos de responsabilidad, militante en el partido progresista. Tomó parte en los trabajos de elaboración de la Constitución promulgada el año siguiente (1837). En las elecciones celebradas ese mismo año salió triunfante por Zaragoza. A la caída del Gobierno presidido por don José M. Calatrava, sucedido por el que presidió don Eusebio Bardaxí Azara, San Miguel fué designado ministro. En los cinco escasos meses (agosto a diciembre de 1838) que duró este Gobierno—uno de tantos de escasa autoridad y labor nula que ha soportado España en todos los tiempos—, tuvo a su cargo las carteras de Marina, Ultramar y Guerra.
Con el político resurgió también Por entonces el escritor, que en lo sucesivo se habría de mostrar más fecundo que hasta este momento de su vida. Su pluma continuó cultivando las dos modalidades ya Características de ella: los temas militares, en lo que dió amplias muestras de autoridad y capacidad teóricas con la fundación, dirección y casi total redacción de la Revista Militar, mensual (1838-40), y que sigue constituyendo UN verdadero arsenal de conocimientos de esa disciplina, y los temas políticos, a lo que dedicó, además de numerosos trabajos periodisticos, buen número de folletos (números VI al XVII.)
Nuevamente electo diputado a Cortes por Zaragoza en febrero de 1840, se encontraba en Asturias cuando el Ayuntamiento de Madrid se constituyó el 1 de septiembre en la Junta revolucionaria que provocó la constitución del Gobierno bajo la presidencia del general Espartero y poco después la renuncia como regente de María Cristina. San Miguel fué nombrado presidente de la Junta revolucionaria de Oviedo y su delegado ante la de Madrid, para donde salió inmediatamente. Solucionado el conflicto en la forma indicada, se le concedió el mando como capitán general de Castilla la Nueva. Dejó este alto destino para volver al Parlamento, también como diputado por Zaragoza, en las Cortes abiertas en marzo de 1841.
Al constituirse en mayo de ese año el primer Gobierno bajo la regencia de Espartero, a San Miguel le fué asignado el Ministerio de la Guerra, que tuvo a su Cargo hasta el 17 de junio del año siguiente (y no de 1847, como se anota acaso por errata en algunos lugares), en que dimitió el Gabinete a consecuencia de un voto de censura que le dió las Cortes. Durante el ejercicio de ministro San Miguel dio nuevas pruebas de sus amplios conocimientos en materias militares y de gobernante organizador y encauzador de problemas vitales, acometiendo resoluciones tan importantes como la organización de la reserva y de los estudios militares con la creación del Colegio General Militar en Madrid y otras tan importantes como éstas. De esas Cortes fué electo vicepresidente bajo la presidencia de otro ilustre asturiano, Agustín Argüelles.
Muy poco después de cesar como Ministro, y seguramente satisfecho de apartarse de la política, se le nombró capitán general de las provincias Vascongadas, mando que ejerció a satisfacción algo menos de un año, para pasar en mayo del 43 a la Dirección del Cuerpo de Estado Mayor, ascendido a teniente general, que dejó un mes después para volver otra vez al mando de la Capitanía general de Castilla la Nueva. En su desempeño le sorprendieron los sucesos revolucionarios que obligaron a Espartero a dejar la Regencia y huir al extranjero, en agosto de 1843.
Descontento y decepcionado ante los variables y turbulentos rumbos que venían tomando los asuntos públicos en España, hizo un paréntesis en su vida, dedicado exclusivamente a las tareas de escritor, pero desagradándole los temas Políticos, decidió consagrarse a los de carácter histórico, y empezó Por residir durante varios meses en El Escorial, dedicado en esta importante Biblioteca a la investigación para escribir una historia del reinado de Felipe Il, tarea que llevó a cabo en Bilbao, en situación de Cuartel, desde comienzos de 1844 a febrero del 45, y que editó por entonces (número XVII) en cuatro tomos de tamaño cuarto.
No obstante ese deseo suyo de apartamiento de la política, su ascendiente en ella le obligaba a que el alejamiento no fuese absoluto. En las elecciones celebradas en diciembre de 1846, el distrito de Avilés, de los dos en que estuvo entonces dividida la provincia, y el de Maravillas, de Madrid, le eligieron diputado, y habiendo optado por este último, ostentó su representación en el Parlamento. Pero lo mejor de su espíritu entonces ya estaba captado por aquella acometida disciplina, y continuó publicando trabajos de serio empeño sobre cuestiones históricas (números XIX al XXD, el último de los cuales, bajo el título de Vida de D. Agustín Argüelles, Se puede decir que es una historia del reinado de Fernando VII. Desde luego, su producción literaria de esta época es lo mejor de la producción total, y la Academia de la Historia le premió el esfuerzo nombrándole el 15 de octubre de 1852 académico de número, plaza de la que tomó posesión el 3 de abril del año siguiente, afirmando en el discurso de ingreso (número XXIII) sus extraordinarias condiciones de historiador. De esa Academia fué nombrado presidente en ese mismo año, función que ejerció desde octubre a diciembre, y que volvió a desempeñar desde diciembre de 1855 hasta Su fallecimiento. También le llevó a su seno la Academia de Arqueología y Geografía.
Dominantes desde 1845 los principios de la política moderada o más bien reaccionaria en los destinos del país, por simpatía desde el trono a estas tendencias, que tenían también fuerte apoyo en las intromisiones de María Cristina, vuelta a España desde su voluntario destierro, San Miguel continuó en su apartamiento de la vida pública, sin otras funciones a su cargo que las de miembro de la Junta de Ordenanza desde 1847 y de senador vitalicio, éstas de una manera pasiva, desde 1851. Partidario fervoroso de Isabel II, él continuaba, sin embargo, sustentando con no menos vigor el credo progresista, símbolo de libertad y democracia en esa época. Cuando a consecuencia de los excesos represivos del Gobierno que presidió el conde de San Luis en 1854, estalló la Revolución capitaneada por el general O’Donnell, y el efímero Gobierno sucesor presidido por el duque de Rivas se encontró incapaz para sofocar o encauzar la revolución triunfante, San Miguel fué sacado de su retiro, como el hombre más indicado por su significación política y su prestigio para salvar a la reina de la inminente caída y satisfacer a la revolución como seguridad en el logro de sus aspiraciones; se le confió el mando de capitán general de Castilla la Nueva y fué puesto al frente de la Junta revolucionaria de Madrid, con lo qué vinieron a sus manos todos los resortes del Poder público, haciendo de ministro universal en los últimos días del mes de julio. Al frente de esa Junta, llamada Junta de Salvación y como tal ministro universal, Fernández San Miguel fué durante esos días el hombre qué recibió del pueblo español el epíteto de Angel de la Paz. A él “debieron los madrileños—dice don Pío Zabala en su historia de España: Edad contemporánea—no escaso número de laudables diligencias en pro de la restauración del orden público.”
El Gobierno formado entonces por el general Espartero, en reconocimiento de los eminentes servicios prestados por San Miguel, le nombró capitán general del Ejército y comandante general del Cuerpo de Alabarderos. En la convocatoria de Cortes constituyentes de ese mismo año(1854) fué electo diputado por Asturias y ejerció funciones de presidente del Congreso en varias ocasiones, sirviendo en su puesto a las ideas liberales que no rebasaran la de sostener en el trono a Isabel ll, en favor de la cual dió su voto al discutirse la cuestión de régimen Político,
Agradecida la reina a su reiterada adhesión, le concedió el ducado de San Miguel con grandeza de Primera clase, honor que vino a sumarse a los numerosos que ya poseía por méritos militares y civiles, entre los que figuraban las Grandes Cruces de San Fernando, San Hermenegildo y Carlos IIl.
Desde 1856, ya septuagenario, estuvo total y definitivamente apartado de la política y dedicado al bien merecido descanso. Así vivió, en la más alta cumbre del Ejército, cargado de honores y de fama, colmadas todas las aspiraciones humanamente posibles para un hombre de armas y de letras, hasta su fallecimiento, ocurrido el 29 de mayo de 1862.
Sus restos fueron inhumados en el cementerio de la Patriarcal de Madrid, constituyendo el suceso un verdadero día de luto en la capital, y la conducción del cadáver una imponente manifestación de duelo.
La nota que entonces vino a proclamar como testimonio irrecusable y enaltecedor de la hombría bien de San Miguel fué que habiéndolo sido todo, murió en la pobreza. Todo su patrimonio al fallecer consistía en catorce mil reales. Y cuentan que su vida era morigeda y austera, suponiendo tal en su gasto principal el de las limosnas que repartía entre familias desamparadas.
La villa natal, Gijón, ha dedicado a la inmortalidad de su nombre una plaza con jardín y un busto, y el Ayuntamiento de Madrid, por su parte, le ha consagrado una calle, y en marzo de 1922 hizo con toda solemnidad el traslado de los restos de San Miguel, con los del poeta Quintana y el novelista Ortega y Frías, al cementerio general o de la Almudena.
Obras publicadas en volumen:
I.—Memoria sucinta sobre lo acaecido en la columna móvil de las tropas nacionales al mando del comandante general de la misma división, D. Rafael del Riego, desde su salida de la ciudad de San Fernando el 27 de enero de 1820 hasta su total disolución en Bienvenida el 11 de marzo del mismo año. (Madrid, 1820; folleto que lleva al final la letra del Himno de Riego, compuesta también por San Miguel.)
II.—Memoria sucinta de las operaciones del ejército nacional de San Fernando desde su alzamiento en 1 de enero de 1820 hasta el establecimiento total. de la Constitución política de la Monarquía. (Madrid, 1820, folleto en colaboración con el también militar asturiano Fernando Miranda.)
III.—Breve indicación sobre la organización del ejército permanente contraída particularmente a la Infantería y la Caballería. (Madrid, 1821; )
IV.—Observaciones sobre algunos puntos del Manifiesto de San Juan de Paredes: Por el ciudadano Evaristo San Miguel, fiscal que ha sido de la causa de Los cuatro batallones conspiradores de la Guardia Real. (Madrid, 1823.)
V.—Elementos del arte de la guerra. (Londres, 1826; dos tomos en 8.)
VI.—De la guerra civil en España, (Madrid, 1836; obra traducida al francés.)
VII.—Las breves observaciones que el general D. Evaristo San Miguel ofrece al público imparcial sobre su conducta en el mando militar de Aragón y del ejército del Centro. (Madrid, 1837; folleto.)
VIII.— Las próximas Cortes (Madrid, 1837.)
IX.— Aristocracia. (Madrid, 1837; opúsculo.)
X.— Constitución y Estatuto. (Madrid, 1837; opúsculo.)
XI.—De los facciosos. (Madrid, 1837; folleto.)
XII.—Paz, orden, justicia. (Madrid, 1838; folleto.)
XIII. —Breves observaciones sobre los sucesos de agosto de 1836 y sus resultados. (Madrid, 1838; folleto.)
XIV.—Las Cortes de 1838. (Madrid, 1838; folleto.)
XV.— España en octubre de 1839. (Madrid, 1839; folleto.)
XVI.—Sobre los acontecimientos de España durante los meses de mayo, junio y julio del presente año de 1843 y sobre las próximas Cortes que se reunirán en octubre 15 del mismo. (Madrid, 1843; folleto.)
XVII—Sobre las ocurrencias de Madrid desde principios hasta el 23 de julio del presente año. (Madrid, 1843; folleto.)
XVIII.—Historia de Felipe I, rey de España. (Madrid, 1844-47; cuatro tomos en 4.)
XIX.—La cuestión romana. (Madrid, 1849.)
XX.— La cuestión española: Nueva era. (Madrid, 1850.)
XXI—Vida de D. Agustin Argüelles. (Madrid, 1851-52; cuatro tomos en 4.”)
XXII.—Depuración de la historia. (Madrid, 1853; discurso de ingreso en la Academia de la Historia.)
XXIII.—Instituto de la Real Academia de la Historia, sus tareas y servicios que ha prestado. (Madrid, 1853.)
XXIV.—Capitanes célebres antiguos y modernos. (Madrid, 1853; publicado solamente el tomo L)
XXV.—Guía del miliciano Nacional: Tratado de organización táctica y ordenanza. (Madrid, 1856; un tomo en 16.”)
Trabajos sin formar volumen:
1.—Letra del Himno de Riego. (En el volumen indicado con el número l, reproducido innúmeras veces en diversos sitios y modernamente en los estudios biográficos sobre Riego de las escritoras Carmen de Burgos y Eugenia Astur, Madrid, 1931, y Oviedo, 1933.)
2.—Discurso acerca de las notas dirigidas por el Gobierno español a los Gabinetes de París, Viena, Berlín y San Petersburgo, que ocasionaron la intervención francesa en España. (En el Diario de las Sesiones, 9 de enero de 1823.)
3.—Prólogo al libro Estado Mayor general del Ejército español, de don Pedro Chamorro. (Madrid, 1851; cuatro tomos en gran folio.)
4.—Prólogo al libro Capitanes ilustres y revista de libros militares, de don Manuel Juan Diana. (Madrid, 1851.)
5.—Alocución dirigida por el nuevo capitán general de Castilla la Nueva al pueblo de Madrid. (Madrid, 30 de julio de 1854.)
Referencias biográficas:
Anónimo.—Traslado de los restos del poeta Quintana, del general San Miguel y del novelista Ortega y Frias, exhumados del cementerio de la Patriarcal y conducidos a la nueva necrópolis por el Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid el 11 de marzo de 1922. (Madrid, 1922.)
Joyosa (Barón de la).—Contestación al Discurso de ingreso de Fernández San Miguel en la Academia de la Historia. (Madrid, 1853; en el mismo volumen que el discurso.)
Lasso de la Vega (Jorge). —Necrología del Excmo. Sr. D… (Madrid, 1864.) :
Ovilo y Otero (Manuel) .—biografía del Excmo. Sr. Diputado a Cortes. (En la obra Historia de las Cortes de España, Madrid, 1840.)
Rendueles Llanos (Estanislao). Un bosquejo biográfico. (En la Obra Historia de la villa de Gijón, Gijón, 1867.)
Salmeán (A.).—Los asturianos de ayer: El general D. Evaristo San Miguel. (En Asturias, órgano del Centro Asturiano, Madrid, abril de 1904.) ,
Sánchez del Real (Andrés) Don Evaristo San Miguel. (En la Ilustración Gallega y Asturiana, Madrid, 28 de agosto de 1880.)
-Martínez Yagües (J.) – Alusiones. (En Antología de las Cortes de 1821 a 1823; Madrid, 1914; un tomo 4ª)