ESCRITORES Y ARTISTAS ASTURIANOS

ÍNDICE BIO-BIBLIOGRÁFICO

RIEGO Y FLOREZ VALDES (Rafael del).

Una de las figuras más preeminentes de la historia política española del siglo XIX. Caudillo de las libertades públicas en vida, que pagó con la infamante pena de morir en la horca, y símbolo inmarcesible de las largas y cruentas luchas sostenidas en España después de su muerte en favor de esas mismas libertades. Situado como piedra de choque, ninguna otra figura histórica española fue a un tiempo más enaltecida y vilipendiada a lo largo del siglo XIX. Y aun al advenir en nuestros días la República (1931), su nombre ha continuado rodeado envuelto en las exaltaciones de unos y el odio de otros.

Es comprensible y admisible que viniera a resultar Riego figura discutida, porque poquísimas de las que toman parte activa en la vida pública de un país, y acaso más en el nuestro, se libran de los zarandeos de la opinión ajena. Pero es que Riego acaso sea el español más escarnecido de la historia moderna. Los ultrajes a su memoria no han encontrado ningún comedimiento. Ha sido preciso que se dedicaran en nuestros días algunos políticos y escritores a reivindicarle de tantas infamias vertidas sobre su nombre, y aun esas vindicaciones no han conseguido todo el fruto que se propusieron alcanzar. Entre los trabajos literarios publicados últimamente con tan noble finalidad, figuran dos libros debidos a dos mujeres, Carmen de Burgos (Colombine) y Enriqueta García Rayón (Eugenia Astur), el último de los cuales constituye una labor paciente y documentadísima, digna de toda ponderación.

Lo más incongruente y paradójico sobre la difamación en que ha rodado el nombre de Riego es que las calumnias y patrañas inventadas por escritores y políticos reaccionarios hayan estado avaladas por plumas liberales en bastantes casos. Unos por resentimientos personales mal reprimidos, como Antonio Alcalá Galiano, otros por no haber profundizado en la investigación de los materiales de que se han servido, como Benito Pérez Galdós. Pero Galiano, con sus detracciones vino a ser fuente y origen de un menosprecio casi general. En Recuerdos de un anciano, las mejores palabras que le dedica son éstas:

“Tenía Riego alguna instrucción, aunque corta y superficial; no muy agudo de Ingenio, ni sano discurso: condición arrebatada; valor impetuoso, aunque escasa fortaleza, y sed de gloria que, consumiéndole, buscaba satisfacerse, ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad indecible”. El testimonio, tratándose de un contemporáneo de Riego, no puede parecer más irrecusable. Los que lo hayan aceptado sin más examen no habrán necesitado de gran esfuerzo mental para considerar a Riego como un generalote analfabeto, zafio, temerario y ambicioso. Y lo que les hubiera hecho falta saber es que Alcalá Galiano, muchos años antes de estampar tan desfavorables juicios, se había comprometido con el hermano»del general,Miguel del Riego a escribir un panegírico del caudillo, porque seguramente, a petición de un hermano, se abstendría de escribir nada desagradable. Se había comprometido a escribir tal estudio, para lo que recibió a cuenta algún dinero, sin que haya cumplido el compromiso. De esto da cuenta Eugenia Astur en su aludida obra, en la que reproduce en facsímil un recibo que dice así: “Recibí del Sr.D. Miguel del Riego la cantidad de veinte libras esterlinas, adelantadas a cuenta del trabajo que debo hacer en la Historia de la vida del general Riego según convenio firmado con esta misma fecha. Londres, 8 de enero de 1824. Antonio María Alcalá Galiano”. De modo que ninguna autoridad se puede reconocer al juicio adverso de un hombre que estuvo dispuesto por dinero a escribirlo favorable.

Otro escritor que le trata bastante mal entre los que le conocieron y cultivaron su amistad es Andrés Borrego. “No era desgraciadamente Riego—dice—hombre que se hiciese superior a los halagos de la falsa popularidad. Las vulgaridades de un patriotismo exaltado le arrastraban a veces contra sus propios y honrados instintos. Ínterin hubiese partidos y grupos que obedeciesen a las exageraciones del radicalismo liberal. Riego se sentía irrevocablemente atraído a seguirlos; y como, aun cuando sólo era él instrumento, se creía el jefe de aquella parcialidad, su vanidad, que no era poca, le cegaba y le hacía hacer cosas que su corazón a menudo le reprobaba”. Pero Borrego dice esto sin dejar de reconocer cualidades fundamentales y además agrega en otro lugar: ”Pero aquel hombre era noble, generoso, valiente, incapaz de las miserias y de las bajezas que sobre los últimos días de su existencia propalaron sus carceleros y sus verdugos”.

Lo cierto es que esos conceptos desfavorables, hinchados luego por los que no disponían de otros elementos de juicio convirtieron a Riego poco menos que en un monstruo. Y un examen imparcial de su vida permite asegurar que no fué un inculto y adocenado quien estudió Leyes, manejó cinco idiomas y dejó escritos que revelan un pensamiento robusto en estilo que para sí quisieran algunos de sus jueces; que no fué tan violento e impulsivo cuando tantas pruebas dio de subordinación a los poderes públicos constitucionales; que no fué vengativo quien a todos perdonaba, ni pudo ser tan ambicioso, si renuncia siempre a cuantas jerarquías y recompensas se le quieren conceder a título de premios, ¿Defectos?. Naturalmente que los tuvo. No se trataba de un ser sobrehumano. Poro cuántos habrían hecho peor papel que Riego si se hubieran visto, como él, rodeados, acosados, aturdidos por una aureola de popularidad que jamás nadie tuvo superior a la suya en España.

Hay que ver la vida de Riego con ojos imparciales,como no dejaron de verla algunos contemporáneos suyos. Testimonio de peso es lo que de él dice Carlos Le Brun, que dedicó todo un libro a lanzar diatribas contra todos los hombres públicos del primer cuarto del siglo XIX. Entre esas denigrantes semblanzas, sólo para dos o tres personalidades hay reconocimientos y aplausos, y una de ellas es precisamente Rafael del Riego, de quien dice: “Se va a hacer en la historia tan glorioso (su nombre) como el de Padilla, y en la posteridad tan lisonjero y dulce como la palabra libertad…y el alma de cada español le perpetúa en su amor y reconocimiento y en los homenajes que le tributan a su nombre y memoria, que han hecho Fernando y el cadalso más duradera”. Y hace de él esta sintética semblanza, que bien puede figurar entre las palabras más justas que se hayan dedicado a Riego: “Todo lo que tenía de grande por su valor—dice— por su desinterés, por su integridad, por su patriotismo, por su bondad de corazón y por otras mil circunstancias apreciables que le adornaban, lo malograba muchas veces por falta de conocimiento del mundo y de los hombres y por la escasez de su ingenio para circunstancias tan difíciles y por un si es o no es de fanatismo que se le asomaba alguna que otra ocasión para desacreditarlo…A Riego no se lo podía pedir más que decisión y un valor magnánimo y patriótico que le hiciese superar todos los riesgos, y eso tuvo; a los gobernantes se les pedía tino, prudencia, luces…y nada de eso tuvieron ni manifestaron”.

Otro escritor, no contemporáneo de Riego, que se escuda en el anónimo, lo cual no es desdeñable garantía de imparcialidad en la alabanza, escribe en la obra Los ministros de España desde 1800 a 1869 que durante la campaña del levantamiento en Las Cabezas de San Juan, llevaba “siempre los prisioneros con su compañía, los que depositó en un castillo sin haberles hecho experimentar y menos a persona alguna, insultos y malos tratos”. Esto hacía en vengativo y sanguinario Riego. Y añade el encubierto autor: “Cuantos conocieron a Riego y le trataron en los primeros meses de su elevación al favor popular, antes de su entrada en Madrid, elogiaron su sencillez, su buen natural y su modestia, sin que sus mismos enemigos hayan podido señalar por su parte el menor rasgo de ambición y menos aún de venganza”. Y en el segundo tomo de la misma obra: “Para mí y para todos los hombres imparciales. Riego fue un hombre de bien, un valiente; pero sin gran talento y con una sobra de candidez”.

Del conjunto de opiniones anotadas se saca la consecuencia de que Riego fue un militar que cumplió cabalmente el mandato histórico que con las armas le tocó en suerte y un hombre que careció de talla suficiente para quedar airoso en las esferas de la política y la gobernación del Estado. Esto último no hay por qué exigírselo a él y menos en un grado superior a los que, estando obligados a ser políticos y gobernantes sensatos, fueron unos muñecos de Fernando VII. En cuanto a las acusaciones o reservas que se advierten en sus sensores sobre que le haya extraviado una vanidad populachera, ya veremos con hechos comprobados que todo ello son falacias o acusaciones infundadas.

Rafael del Riego nació en la aldea de Tuña (Tineo) el día 7 de abril de 1784,y no el 24 de octubre del 85 como se anota en nuestras dos grandes Enciclopedias. Fué bautizado el día 9 con los nombres de Rafael, José-María, Manuel y Antonio. Sus padres se llamaban don Eugenio del Riego Núñez y Flórez Valdés y doña Teresa Flórez Valdés. Sus apellidos verdaderos son los anotados a la cabeza de este estudio y no los dos paternos, como se escribe en la Enciclopedia Espasa, que nunca ha usado él. Contra lo que se ha supuesto, descendía por ambos padres de familias Ilustres asturianas y su hogar de la niñez fue un hogar culto, impregnado de amor a las letras y las artes, pues en él florecieron dos poetas ,su padre y el hermano Miguel, canónigo más tarde de la Catedral ovetense.

Andaba Rafael por los tres años de edad (1787) cuando su familia se trasladó a Oviedo al amparo del destino de administrador de Correos en esa ciudad obtenido por el padre. Esto no desvinculó a la familia del lugar nativo, al que regresaba de temporada con frecuencia, pero Oviedo fue en adelante la residencia habitual de ella. Nada cierto se sabe de la enseñanza e instrucción recibidas por el muchacho. Eugenia Astur aventura la creencia de que haya sido el propio padre su primer maestro. La misma autora, en parecido orden de cosas, dice que “hay el dato—recordado por él mismo—de que sus padres le enviaron al convento de Santo Domingo de Oviedo para que le enseñasen a ayudar a misa. Prendados los Dominicos de la bella índole del chiquillo cobráronle cariño, inclinándole a la devoción de la Virgen del Rosario que tenían en su Iglesia. Y desde entonces miró él, según decía, con veneración y respeto a los Religiosos de esta Orden”.

Lo cierto es que después de cursados los estudios elementales y también los de Latinidad, como era costumbre en su tiempo, ingresó en la universidad ovetense y en ella siguió los de la Facultad de Filosofía hasta graduarse de bachiller y luego los de las Facultades de Leyes y cánones hasta muy próximo a obtener la licenciatura en la primera de esas dos disciplinas.

Época en que los entusiasmos por las armas predominaban sobre los sentidos por las letras, Rafael del Riego se dejó llevar de su temperamento vehemente y abandonó las aulas universitarias para ingresar en el ejército.

Favorecido por las grandes influencias con que contaba el padre en Madrid y previo expediente de limpieza de sangre exigido para el caso, entró en el Cuerpo de Guardias de Corps, tropas al servicio personal del rey, el 23 de mayo de 1807.

Por entonces tuvo lugar el llamado proceso del Escorial con motivo de la conspiración del príncipe Femando y sus partidarios para destronar al padre. Simbolizaba entonces el futuro Fernando VII la esperanza en los destinos de España contra las grandes corrupciones y concupiscencias de la Corte de sus padres y el gobierno de Manuel Godoy, favorito de la reina. Riego, que sentía la causa de la legalidad y de las libertades públicas, tomó partido por el príncipe y participó ostensiblemente en el motín de Aranjuez del 17 de marzo de 1808, que trajo como consecuencia la abdicación de Carlos IV y proclamación de Fernando VIl.

Al producirse los sucesos del 2 de mayo en Madrid con motivo de la Invasión francesa, Riego se encontraba en Aranjuez, donde quedó confinado por haber desobedecido las órdenes del general francés Murat. Tomó entonces la resolución de huir y pasar a Asturias para prestar aquí sus servicios militares contra el invasor, figurándose que la nación se levantaría en armas para defender sus libertades. Hasta Fuentes de Coca, en Segovia, marchó sin contratiempos. A fin de evitar los que pudieran presentársele más adelante, al tener que atravesar por entre las tropas invasoras, en esa población se disfrazó de pastor. Bajo este indumento consiguió burlar la vigilancia de las huestes napoleónicas, pero en Villalpando (Zamora), despertó las sospechas de los suyos, “cuando vieron llegar allí—dice Eugenia Astur—a aquel caballerito joven, a cuyos modales no cuadraba bien el traje de pastor. Tomáronle por espía de los franceses, y, a pesar de sus protestas y de asegurarles que era un guardia de Corps que iba a Asturias a tomar las armas, no es creído y enciérranle en la cárcel de la villa”. Fué su suerte que le reconociera un fraile franciscano, gracias a lo cual se le dejó continuar viaje hasta Oviedo.

La ciudad estaba, como él presentía, levantada en armas y con ella toda la provincia. El 8 de agosto se le confirió el empleo de capitán del regimiento de Infantería de línea de Tineo. Poco después se le agregó al estado Mayor del ejército asturiano como ayudante del general Acevedo y con esas fuerzas marchó a reunirse con las capitaneadas por el general en jefe Joaquín Blake. Después de algunas escaramuzas y peripecias de menor importancia de todas estas fuerzas reunida frente a las invasoras, tuvo lugar el desastroso encuentro con éstas en Espinosa de los Monteros los días 10 y 11 de noviembre. Riego participó con arrojo y denuedo en los combates hasta que cayó gravemente herido su general, a cuyo lado se situó solícitamente. Al producirse la tumultuosa retirada de las tropas españolas, Riego atendió a transportar al general Acevedo en una carreta escoltada por un grupo de soldados, pero antes de llegar a lugar seguro les sorprendió un pelotón de soldados franceses que acabaron de rematar al herido, sin que de nada valieran razones, súplicas ni recriminaciones de su leal ayudante. Pidió éste que se hiciera con él lo mismo, pero el enemigo se limitó, después de haberle desarmado, a hacerle prisionero.

Riego fue conducido a Francia, donde residió por espacio de más de cinco años, casi todo el tiempo que duró la guerra de independencia, en tres sucesivos depósitos de prisioneros : Dijón, Macón y Chalons-Sur-Saone. Durante eso tiempo estuvo atento con el mayor afán a enriquecer su ilustración y a proporcionarse conocimientos útiles como los estudios de lenguas, en lo que llegó a traducir cuatro, y de teneduría de libros, por si los azares de la guerra sostenida en España, y que él sólo conocía por el lado malo como prisionero de los franceses, le obligaban a tener que ganarse la vida en ejercicio muy diferente del de las armas.

De ese último depósito de prisioneros, en el que estuvo más de dos años,consiguió evadirse en compañía de otros varios,y por Suiza, Alemania e Inglaterra consiguió llegar a España, donde entró por el puerto de La Coruña, muy poco antes de que concluyera la guerra y de que regresara de Valencey el cautivo Femando VII.

Inmediatamente de llegar a tierra española, Riego juró observar y defender la Constitución política promulgada por las Cortes de Cádiz año y medio antes, acto que seguramente habrá realizado con la más íntima satisfacción, y quedó incorporado como capitán a las fuerzas mandadas por el general Lacy, que le tomó aquel juramento.

En agosto de 1814 se le destinó con su empleo de capitán al regimiento de Infantería 2° de línea de la Princesa. El 6 de febrero del año siguiente se le concedió la Medalla de Oro del Sufrimiento por la Patria, creada poco antes para premiar a los militares que habían sufrido cautiverio en Francia.

Por esta época, a excepción de una temporada que pasa en Asturias con los suyos, reside en Madrid. Campea en todo su furor el absolutismo de Fernando VII, que ha obligado a emigrar a muchos ilustres españoles para evitar la prisión o la muerte. Riego, que ama las libertades políticas y ciudadanas con arraigadas convicciones, es de los que no se atreven a echar toda la culpa de lo que sucede al rey, sino a la camarilla que le rodea. Los que vieron en el príncipe la posibilidad de una vida mejor se resisten a reconocerse engañados por el rey. Pero, de todos modos, los hombres liberales que han podido quedar en España, paisanos y militares, conspiran para provocar el hundimiento de la opresión irritante que soportan, y entre esos conspiradores está Riego. Participa como masón que es en los trabajos revolucionarios que se preparan en las logias y también acaso en otras sociedades secretas. No se sabe si por parecerle casi invencibles los obstáculos para cualquier pronunciamiento afortunado o porque conviniera mejor a los planes en tal sentido su ausencia de Madrid, a petición propia, se le nombró el 2 de febrero de 1817 mayor de la brigada de la Plana Mayor del ejército de Andalucía. El inculto militar se entretenía en horas de reposo en la traducción de una obra francesa de carácter militar que no llegó a publicarse.

Por tierras de Andalucía habría de residir en adelante hasta el cambio político de España producido por él mismo. Con aquella misma fecha fue designado oficial de la Junta de Agravios de La Carolina, en la que pasó el 14 de marzo de 1818 a desempeñar un cargo de vocal. Su salud, siempre bastante precaria, sufre un quebranto entonces, y a fin de proporcionarle un clima mejor, se le traslada a Écija en noviembre de ese mismo año con el carácter de comandante del tercer Distrito de persecución de malhechores. Por fin, en abril de 1919 se la incorpora al batallón de la Princesa, pero sin perder su derecho al puesto primero, o sea del Estado Mayor, que volvió a ocupar en julio de ese mismo año, vísperas de la partida para América de esas fuerzas reunidas en Andalucía.

Pocos días después de posesionarse de ese cargo, salió de Cádiz con el jefe de las tropas expedicionarias Enrique O’Odonell, conde de La Bisbal en dirección a Palmar del Puerto, y a quien Riego sabía comprometido como jefe del movimiento revolucionario que habría de proclamar la Constitución. Pero dándose cuenta de que La Bisbal, traicioneramente, lo que perseguía era una encerrona para los jefes y oficiales comprometidos, procuró sin pérdida de tiempo poner sobre aviso a sus amigos con mando militar, Arco-Agüero, Quiroga y otros, para que no se dejaran engañar, pero se malogró su diligencia y hubo de ver con dolor que, como fruto de la felonía de O’Donell, eran sometidos a prisión buena parte de sus compañeros en una conspiración de la que la salud le había impedido participar con importante papel.

Su padecimiento sufrió entonces y tal vez por esa causa un recrudecimiento, y se vió precisado a pedir licencia y marchar a Bornos a reponer los quebrantos de salud.

Los trabajos revolucionarios, a base del ejército destinado a combatir la guerra de independencia que sostenían las colonias españolas de América del Sur, continuaban su marcha pese a todos los contra tiempos. Entre los hombres de carácter civil que promovían el alzamiento figuraban Juan Alvarez Mendizábal y Antonio Alcalá Galiano. El primero se puso de acuerdo con Riego, encontrándose este en Bornos todavía, pero que éste prestara todo el calor de que fuese capaz el movimiento, promesa que alcanzó tan plenamente como deseaba.

Poco después, sin que se sepa la causa de ello, Riego fue separado del Estado Mayor, y aunque tenía ya la categoría de teniente coronel, se le destinó al puesto de segundo comandante del batallón de Asturias, situado en Las Cabezas de San Juan, tierras de Sevilla en los confines hacia Cádiz. Aunque todavía convaleciente de su enfermedad, se trasladó enseguida a su nuevo destino y el día 8 de noviembre se hizo cargo de él.

Candidato para jefe de la insurrección por parte de Mendizábal, quien, por su calidad de jefe de aprovisionamiento de las fuerzas expedicionarias, tenía motivos para conocer las condiciones personales de todos los jefes, no lo era Riego de Alcalá Galiano, el cual, con sus miras particulares, había conseguido que la designación recayera en el coronel Antonio Quiroga, preso a la sazón, pero en unas condiciones que se le permitía secretamente salir de la prisión y concurrir a reuniones de los comprometidos. Conviene tener esto en cuenta porque precisamente se trata de uno de los mayores calumniadores de Riego, como queda indicado más atrás. Sobre los orígenes de tal rivalidad escribe Eugenia Astur: nada debe sorprender el que no brotase la atracción entre dos naturalezas tan opuestas, cuyo único punto de contacto era el fanatismo liberal. Galiano, algo más joven que Riego, poseía genio vivo, aguda inteligencia y temperamento díscolo ,descontentadizo y dominante. Amaba el favor popular hasta sacrificar a él cualquiera clase de consideraciones, y su pasión dominante eran las mujeres degradándose entre las más despreciables, ya que, según él mismo cuenta, sus condiciones físicas no lo permitían esperar triunfos entre las de otra categoría. Las conspiraciones eran su elemento, mientra que los riesgos de la guerra no debían ser muy de su agrado cuando vistiendo el uniforme de oficial no tomó las armas contra Napoleón. En cambio, Riego, conspirador por incidencia y sin condiciones para ello, reunía por el contrario las de militar valiente. Trabajaba Galiano en la preparación del levantamiento soñado con obtener honores y popularidad, y esto, inesperadamente, había de llevárselo Riego y con ello en el más alto grado él favor de las bellas por aquél jamás alcanzado. Que le dominase un sentimiento de rivalidad, era natural, pero hubo de dominar y aún por compromisos partidistas rendir culto al mismo a quien profesaba animadversión”.

Por fin, así preparada la revolución y no por un movimiento espasmódico de un militarote. Rafael del Riego inició en las Cabezas de San Juan el día 1º de enero de 1820 la insurrección contra el absolutismo imperante, fiados los dirigentes, como así sucedió, en que las tropas estarían dispuestas a todo menos a pasar a América, de donde sólo veían regresar tropas maltrechas por los combates allí librados.

Como jefe del alzamiento había sido designado, por fin, el coronel Quiroga, Jefatura acatada y reconocida sin reservas por el díscolo y ambicioso Riego, habiéndoselo asignado a aquél la toma de Cádiz con fuerzas suficientes para ello, y a éste, con reducido, contingente de tropas, nada menos que reducir a prisión al Cuartel general del ejército expedicionario, situado en Arcos de la Frontera, y atraer a la causa de la revolución a las tropas del contingente situado en esta localidad.

A las cuatro de la tarde del domingo 1º de enero, en la plaza de Las Cabezas de San Juan, y con la mayor solemnidad que se pudo dar a un acto de tanta trascendencia, Rafael del Riego leyó una proclama en la que se daba por iniciado desde aquel momento la lucha armada para librar a España de la tiranía. Dos cosas destacan en ese documento que conviene no olvidar: la proclamación desde ese instante del régimen político constitucional establecido por la Constitución de Cádiz de 1812 y la del coronel Quiroga como general de todas las fuerzas aprestadas a ese movimiento. Publicó un bando prohibiendo la salida en el día de la fecha de la localidad y exigiendo obediencia a los dos alcaldes constitucionales nombrados, y, en medio de un gran júbilo de los oficiales a sus órdenes, las tropas y el pueblo, como sugestionados todos por el caudillo, éste se dispuso a cumplir la parte de la gesta que le había tocado desarrollar”.

Camino de Arcos, siete leguas por barrizales y esquivando los peligros de ser sorprendidos por mayores contingencias de tropas adictas al rey, no se juntaron a las mandadas por Riego las que habrían de salir a unírsele desde Villamartín, y como la suerte estaba echada y no había tiempo que perder, los sublevados en Las Cabezas de San Juan se arriesgaron solos a la empresa de sorprender en Arcos al cuartel general. La operación quedó coronada por el éxito, más debido a la sorpresa que a la fuerza de las armas. Los generales conde de Calderón, Estanislao Salvador—hombre que no se ha de olvidar por lo que más adelante se ha de decidir—y Blas Fournas hechos prisioneros, las fuerzas a sus órdenes inmediatas quedaron unidas a las sublevadas y la ciudad de Arcos de la Frontera pasó a regirse constitucionalmente.

Estando ya en Arcos llegó el retrasado batallón de Sevilla. Con éste y al segundo de Asturias iniciador del movimiento y los dos agregados de Guías y Aragón en la toma de esa ciudad, había podido reunir Riego cuatro batallones a sus órdenes, contingente que, si muy inferior al que podía combatirle, permitía concebir esperanzas de mayores triunfos. Pero contra esta halagüeña perspectiva se presentó para él la grave noticia, de que Quiroga no había tomado la plaza de Cádiz, fracaso que se debió principalmente a la falta de resolución y movilidad de este jefe militar, que sólo había conseguido situarse, sin esfuerzo mayor, en la isla de San Fernando. La contrariedad para Riego no pudo ser mayor, porque Cádiz habría de ser el centro de la sublevación y el no poseer esta ciudad comprometía grandemente el desenvolvimiento con éxito de ella.

Sin embargo, no se amilanó lo más mínimo el ánimo de Riego y al frente de su división se puso un marcha a unirse con el resto del ejército constitucional reunido en San Fernando. De camino, tomó Jerez de la Frontera sin resistencia y dejó proclamada en esta ciudad la Constitución y en Puerto de Santa María incorporó a los mandos de sus batallones a Arco-Agüero, los hermanos Fernández San Miguel, Labra y otros, que habían conseguido fugarse del castillo de San Sebastián, de Cádiz, donde permanecían presos desde la traición de La Bisbal en julio del año anterior.

Llegó Riego a San Fernando, muy por delante del grueso de sus fuerzas, con una compañía de cazadores y los generales prisioneros. Fue recibido el caudillo por las tropas liberales como correspondía a quien, por sus triunfos, estaba oscureciendo a los otros dirigentes de las gesta, tanto militares como civiles.

En la organización del Ejército nacional, acordada el día 7 de enero. Antonio Quiroga y Rafael del Riego fueron confirmados en los puestos que ya venían desempeñando, de general en jefe y comandante general respectivamente. Aunque la opinión general reconocía a Riego como la cabeza más visible del movimiento, el no reveló ningún descontento en el desempeño de segundo papel. A propuesta suya, y en vista de lo quieta que se quedaba la sublevación, con riesgo del triunfo final, se aceptó su plan de marchar con una columna móvil de mil quinientos hombres en dirección a Málaga, a fin de extender el movimiento por Andalucía y Riego emprendió esta campaña, en la que todos, oficiales y soldados preferían participar a seguir impotentes en San Fernando. Salió de esta isla el 27 de enero. Le acompañaban jefes y oficiales de los que más se habían distinguido, entre ellos, como jefe del Estado Mayor, Evaristo Fernández San Miguel, y también iba a su lado Juan Alvarez Mendizábal, que sentía por Riego una particular devoción.

Aunque mal provista esta columna móvil de dinero y bastimientos que tendrían que ir recogiendo de camino y aventurada en una empresa espinosa, marchaba henchida de entusiasmo y esperanza. En triunfo pasarán por Chiclana, Conil y Vejer y llegaron a Algeciras. Aquí fue donde San Miguel, al parecer, acabó de componer su proyectado Himno guerrero, cuya música se atribuye en compás de 2 x 4, que no es la conocida actualmente, al ayudante de Riego, Fernando Miranda de Grado. Encontrándose un Algeciras le llegó una comunicación de Quiroga avisándole del peligro que en San Fernando corrían de ser sitiados por las tropas realistas y pidiéndole que regresara en su exilio de ellas. Riego emprendió el regreso, pero se vió obligado a abandonarlo porque tropas muy superiores en número a las suyas, unos seis mil hombres, le interceptaban el paso hacia la isla. Por otra parte, Juan O’Donell, hermano del traidor La Bisbal, le seguía los pasos, también con numeroso ejército. Fué preciso rehacer la maraña sobre Málaga y procurar la entrada en esta ciudad como un recurso su promo, siguiendo en buena parte al consejo de Andrés Borrego, que le prestó servicios de espía y confidente muy señalados. Tras escasa resistencia y dispersión de las tropas que defendían Málaga,las fuerzas de la Columna móvil se adueñaron de esta población, salvando por el momento el peligro que les amenazaba, pero tal peligro se los vino encima al día siguiente, 19 de febrero, atacados por las fuerzas de Juan O’Donnell en la misma ciudad, viéndose obligados veinticuatro horas después a abandonarla.

Se ha censurado la conducta de Riego en Málaga por haber autorizado saqueos y desmanes ,pero su proceder en esta población como en todas las otras localidades recorridas ha sido correcta. Prueba de ello es que precisamente de Málaga salió su gente en muy mal estado de alimentación, calzado y vestido, lo que no habrá contribuido poco a las deserciones abundantes que se produjeran entonces en sus filas, al punto de haber llegado a Antequera el día 22 con solo novecientos hombres. Perseguido por tropas realistas mucho más numerosas y mejor pertrechadas, marchó de Antequera a Campillo y de Campillo a Cañete la Real, donde se produjeron nuevas e importantes deserciones; siguió en dirección a Ronda, a cuyas puertas hubo de reñir una batalla con tropas de O’Donell; continuó luego a Grazalema, Montellano, Morón, donde volvieron a ser atacados por los realistas, viéndose obligados a retirarse a los montes inmediatos ya con sólo cuatrocientos hombres; continuó en penosa marcha a Villanueva de San Juan, Gilena, Estepa, Puente de Don Gonzalo, Aguilar, Montilla y salvó con su inusitado arrojo al peligro de ser copado por el enemigo, atravesando la ciudad de Córdoba, después de vencer la resistencia que se le hizo a la entrada.

Pocas esperanzas de triunfo lo quedarían seguramente a Riego, aun que para mantener la moral de su gente no dejara asomar el semblante este sentimiento. Su desastrosa correría y las escasas noticias que hasta él pudieran llegar le tendría tal vez convencido del fracaso. Pero en Córdoba, donde encontró en favorable disposición de ánimo a las autoridades y se le proporcionaron recursos y vituallas, recibió una noticia para él y los suyos de lo más alentadora: la de que desde el 21 de febrero Galicia estaba levantada en armas contra los poderes absolutistas.Ya recobrado no poco dei perdido entusiasmo, la maltrecha Columna móvil dejó Ir ciudad de Córdoba el 8 de marzo y continuó su marcha por Espiel, Bélmez, Fuenteovejuna, donde en desigual combate con tropas absolutistas se vio Riego obligado a una retirada con tiempo huracanado hacia Azuaga, en la que perdió mucha gente; pasó luego por Berlanga y Villagarcía y llegó como a punto final de la expedición a Bienvenida, encontrándose presentes en junto cuarenta y cinco hombres como resto de la briosa columna móvil. “Tal fue el fin – comenta Fernández San Miguel – de una columna tan digna por su valor, por su audacia y patriotismo de fortuna más brillantes… El valor y el honor fueron siempre su divisa. Ningún ciudadano tuvo que quejarse de su opresión; ningún prisionero vió la menor infracción de las leyes de humanidad en su persona. Los que hicimos en Marbella, Antequera, Málaga, Morón, Montellano, Puente de Don Gonzalo y otros parajes, en número considerable fueron tratados con la consideración y delicadeza que podían apetecer de sus contrarios; nada empañó la gloria de las armas”.

Los fugitivos reunidos de Bienvenida acordaron diseminarse por defenderse de una persecución dispuesta a acabar con ellos. Riego, nuevamente quebrantada su salud, se propuso marchar en dirección a Galicia, donde esperaba poder sumarse al movimiento constitucionalista que sabía se sostenía allí.

Lo que ignoraba es que su gesta, aunque desdichada, había sido el germen del levantamiento nacional. Mientras en Andalucía, donde se había iniciado, sucumbía, en otra regiones tuvieron la fortuna de poder secundario contra enemigo menos poderoso y triunfalmente. De modo que su derrota resultó una espléndida victoria. Y de esto vino a enterarse de camino para Galicia, en la aldea de Cortes Gil Marqués, el día 13 de marzo, con la noticia de que el rey había jurado dos días antes la Constitución.

Imponiendo toda la energía de su espíritu a su cuerpo cada vez más enfermo, emprendió la marcha a Sevilla, adelantándosele su inseparable ayudante Valcárcel, para dar aviso de su llegada. Después de siete u ocho penosas jornadas de camino a caballo, entró en esa ciudad, en la que fue recibido en triunfo, iluminada la población y aclamado como héroe y libertador. Con no menos regocijo popular fué recibido poco después en Cádiz, donde los hombres desengancharon los caballos de su coche y le levaron a través de la ciudad entre vítores y aplausos. En esta población se editó en ese año un periódico con el título de El Grito de Riego.

Con las tropas constitucionalistas se formó entonces el llamado Ejército de Observación, compuesto de diez mil hombres, repartidos entre Cádiz y Sevilla, andados los primeros por Quiroga y los otros por Riego. Uno y otro jefe, tan incautos como todos los hombres liberales de esa época, porque el liberalismo de entonces era pura candidez, se apresuraron en los primeros días de abril a enviar su acatamiento y felicitación al rey constitucional.dispuesto a prescindir de la Constitución tantas veces como las circunstancias lo permitieran y aún sin permitirlo.

El pueblo de la isla de San Fernando, sintiéndose entonces ebrio de un liberalismo casi inédito hasta ese momento, exigió de una Junta de Gobierno que funcionaba allí la designación de mariscales de campo para los principales jefes del movimiento constitucionalista: Quiroga, Riego, Arco-Agüero, López-Baños y O’Daly. Quiroga y este último, que se encontraban en San Fernando, fueron investidos de generales con toda solemnidad. Riego, en cambio, se negó a admitir ese nombramiento, actitud que determinó a todos a renunciarlo. Sin embargo, el Gobierno, creyéndose en el caso de honrar a los aludidos como reconocimiento de sus méritos, confirmó aquellos nombramientos, que todos aceptaron. Todos, menos Riego. Sobre las razones que pudiera tener para no aceptar la primera designación de una Junta sin autoridad para ello, le asistía el temor, como él mismo dice en escrito elevado al rey, de que “la faja de general con que V.M.me honra, después de suscitarme émulos, podría ser mirada por algunos como el objeto de mis empresas”. El se conformaba con la gloria de haber iniciado aquel movimiento restaurador del régimen constitucional y no parecía dispuesto a recibir recompensas.Tres veces hubo de reiterar su negativa, hasta que finalmente se vió obligado a la aceptación de ese cargo y además el de ayudante de campo del rey, extendido a Quiroga y otros generales con fecha 24 de abril.

Esta actitud de Riego, tan bella y noble, le da pie a Alcalá Galiano para difamarle. “Riego—dice—cuya ambición no tenía límites, aunque él mismo a veces lo ignoraba, empleándola en servicio de su vanidad más que de su interés, afectaba obrar en todo al revés de lo que hacía Quiroga para acreditar que no le obedecía. Por esto se empeñó en no admitir el grado de general, y sólo cedió en tomarle después de una larga resistencia”. La acusación no podría ser más endeble .Aparte de que más que ambición sería soberbia lo que podía mover a Riego en esa actitud, que, después de todo, estaría legitimada por el deseo de que no se le equiparara a Quiroga, que nada había hecho, como de todas maneras habría tenido que obedecer a éste sería quedándose de coronel y como quedaba libre de obedecerle era aceptando el grado de general que los equiparaba.

Por otra parte, la aureola que rodeaba a Riego con una popularidad desbordante en todo el país no iba a aumentar porque fuera general o se quedara en coronel. Se aclamaba y ensalzaba al hombre que había podido cambiar con su valor y su sacrificio los destinos políticos de España y no al militar de ésta o aquélla graduación. Y precisamente por esa aureola que dejaba en penumbra a todas las personalidades militares y políticas del momento es por lo que muchas de éstas, como Alcalá Galiano, se sintieron movidas a menospreciarle, en daño para todos, como acredita la historia. Fuese por efecto de intrigas cerca del Gobierno por parte de O’Donnel, capitán general de Andalucía y jefe supremo del Ejército cito de Observación o por presión de las naciones que formaban la Santa Alianza, el caso es que los gobernantes de entonces no tuvieron inconveniente en amarrar razones suficientes para disolver ese mencionado Ejército, siendo como era el puntal más firme del régimen constitucional y parlamentario recientemente restablecido. De nada sirvieron las mesuradas y respetuosas representaciones, cargadas de argumentos incontrastables que Riego, Arco-Agüero y López-Baños enviaron a las Cortes y al rey, para que no fueran disueltas esas fuerzas; de nada tampoco los argumentos expuestos de manera oficial por algunas corporaciones andaluzas. En los primeros días de agosto era disuelto el Ejército de Observación, con gran satisfacción de políticos y gobernantes, principalmente de Agustín Argüelles que oficiaba de jefe de Gobierno, seguramente porque les estorbaba aquella desbordante popularidad de Riego y sus compañeros, y también con no menos satisfacción del rey, quien, eliminado ese peligro contra sus disimulados designios de tirano, habría de poder contra todos: contra los eliminados y contra los eliminadores.

A fines de ese mismo mes de agosto el Gobierno completaba su deseo destinando a Riego de capitán general de Galicia. Obediente y disciplinado, obedeció la orden de trasladarse a su nuevo destino: previsor contra posibles actos de protesta por parte de sus compañeros de armas, salió sin anunciarles la partida, en compañía de sus ayudantes Evaristo Fernández San Miguel y Baltasar Valcárcel, y a fin de evitar manifestaciones populares bulliciosas a su paso por Madrid, hizo su entrada en la villa y Corte en la noche del treinta de agosto, sin que nadie tuviese noticia de su llegada. Esto hizo en realidad el insubordinado, violento y populachero general Riego.

Ni el incógnito podía durar mucho tiempo ni el pueblo, que había tributado públicos homenajes a Quiroga y Arco-Agüero a la llegada de ellos poco antes a Madrid, iba a dejar de rendir sus homenajes al que consideraba primera figura de la triunfante revolución política. Tan pronto corrió la voz de que Riego estaba en la Capital, toda la población ardió jubilosamente en el deseo de festejarle. A su paso por las calles se formaban ruidosas e imponentes manifestaciones para aclamarle. Los hombres lo vitoreaban y le piropeaban las mujeres. Estas adoptaron una moda en las guarniciones de sus vestidos que se llamó baterías de Riego. Y el nombre de Riego llenaba todos los ámbitos de la ciudad y el pensamiento apasionado de la mayor parte de sus habitantes. Las ponderaciones al Héroe de Las Cabezas de San Juan y al Libertador de España florecían en casi todos los labios

El Ayuntamiento le pasó una salutación oficial y la invitación para que pudiera acudir en los teatros al palco municipal. Las Sociedades patrióticas sostenidas por los elementos más liberales, exaltados no pocos, se apercibieron a homenajear a su ídolo. Acordaron que Riego recorriese las calles de Madrid en un paseo triunfal seguido de una gran comitiva, que se le obsequiase luego con un banquete y seguidamente con una función de gala en el Teatro del Príncipe. Este programa de festejos, modificado, fue aceptado por el Ayuntamiento para que tuviera carácter oficial y se desarrolló como se dirá más adelante.

Todos los autores que aluden a la vanidad del general Riego, y que algunos juzgan inconmensurable, yerguen sus argumentos franca o disimuladamente sobre el efecto producido en él por los momentos apoteósicos de su permanencia en Madrid. Sin embargo, como se verá pronto, nada en su conducta merece ningún grave reproche.Y añadiremos con la pluma de Eugenia Astur: “Si Riego, como quieren suponer suponer algunos, se desvaneció algo por efecto del idolátrico culto de que fué objeto por el pueblo de Madrid representado en todas sus clases sociales y por las admiraciones femeninas, resulta ello tan conforme a la humana naturaleza que no puede ni intentarse la censura, porque serían necesarias una cabeza de inconmovible solidez y una sangre menos ardorosa que la del joven general, para conservar el ánimo sereno en medio de aquel desbordamiento de locura patriótica que buscaba expresión adecuada en una fervorosa adoración al libertador”. El paseo triunfal de Riego por Madrid fué reducido a una visita a a la Casa Consistorial, si bien constituyó un acontecimiento a un tiempo solemne y bullicioso; el banquete, que fué muy concurrido, se celebró en el salón de la Fontana de Oro, y duraron los brindis y los cánticos patriótico hasta que llegó la noche, y la representación teatral en honor suyo, que consistió en la representación de la obra Enrique III de Castilla o interpretación de himnos patrióticos tuvo lugar, como se había dispuesto en el actual Teatro Español, llamado entonces del Príncipe. Asistió Riego a la primera parte de la representación desde el palco del jefe político o gobernador civil de Madrid y estuvo presente el resto de la función en el del Ayuntamiento, en ambos casos acompañado de sus ayudantes. Transcurrió la fiesta dentro del más ordenado regocijo de los espectadores, incluso al ser interpretado el Himno de Riego y otras canciones patrióticas. Pero entonces una parte del público pidió que se cantara el Trágala, canción provocativa para los absolutistas. El jefe político general Velasco impuso la prohibición, poco justificada, puesto que se venía cantando en las representaciones anteriores. La negativa soliviantó a los espectadores y hasta mereció un reproche ante los que le rodeaban, por parte del general Riego. Pero éste,viendo que el pleito podía degenerar en violencias de que no quería ser testigo, se ausentó del teatro.

Tal es el hecho histórico, rigurosamente comprobado. Su ayudante el después general Fernández San Miguel, en su Vida de D.Agustín Argüelles, lo refiere así: “En cuanto al general Riego, permaneció pasivo durante la representación y no habló en los entreactos. Al saber la extraña negativa del jefe político, hizo ver con viveza lo extraño de su conducta. Observando la irritación con que el público la recibía, se salió tranquilamente del teatro”.

El escándalo continuó dentro del teatro y después en la calle, sin que pasara de uno de tantos alborotos de aquellos días, sin consecuencias lamentables de ninguna clase. Pero el suceso lo aprovechó el Gobierno para socavar más la preponderancia de Riego en la opinión pública y, posiblemente, para evitar que se presentara en el Congreso a leer un discurso de defensa que había preparado contra la disolución del Ejército de Observación. Al día siguiente, 4 de setiembre, se le comunicaba haber sido depuesto como capitán general de Galicia y destinado de cuartel a Oviedo, orden que equivalía a un destierro. Ajeno a que esa determinación pudiese estar relacionada con lo sucedido en el teatro la noche antes, el día 5 se puso en camino de Asturias sin el menor acto de insubordinación o rebeldía, como cabría esperar de quien hubiera podido adoptar una posición de violencia contra los que tan repetidas muestras daban de quererle mal, debiéndole cuanto eran y representaban en el escenario político.

Para justificar tal confinamiento se había dejado correr el rumor de que el escándalo del teatro lo había promovido el propio Riego exigiendo que se cantase el Trágala, llegando a asegurarse que lo habían coreado sus ayudantes.Y tal especie encontró luego plumas, como la de Alcalá Galiano, que se encargaran de darle consistencia de hecho histórico, probablemente a sabiendas de que propalaban una falsedad.

Mientras Riego hacía su viaje a Asturias, en las calles de Madrid y en el Congreso se sucedían los escándalos y los disturbios motivados por la conducta del Gobierno. Este, por boca de Argüelles, justificó la disolución del Ejército de Observación y el confinamiento de Riego manifestando que éste no había evitado los disturbios del Teatro del Príncipe, que si había revelado conversaciones con el rey y los ministros destinadas al secreto y, finalmente, que si andaba en maquinaciones para sustituir al Gobierno y hasta proclamar la República. Y aquel hombre, tan talentoso y patriota como ingenuo servidor de un rey que le despreciaba profundamente, no sabiendo cómo salir del paso ante los apremios de las oposiciones parlamentarias, recurrió a un subterfugio, que fué el de amenazarlas con abrir las páginas de aquella historia, que no abrió aunque le instaron a hacerlo, por lo que aquella sesión fue conocida por la de las páginas.

Encontrábase Riego en Valladolid camino de Oviedo cuando se enteró de las acusaciones que se habían vertido contra él en el Congreso, sorprendiéndose de los motivos del destierro, por lo que envió al Gobierno una exposición exigiendo que se depurara sumariamente su conducta. Pero la petición fue desestimada y en la comunicación se expresaban los mejores deseos para él en nombre del rey, que esta era la fórmula al uso para que bajo ella el rey cometiera cuantos atropellos le amparaban sus incautos ministros.

Ya en Asturias, donde Riego fué bien recibido en Oviedo y en Tineo por las autoridades y el pueblo, tan pronto conoció con todo detalle lo sucedido en Madrid después de su partida, escribió y publicó una Vindicación, de la cual vamos a transcribir lo más saliente, por la Importancia que entraña, no sólo para el expurgo de la patrañas que rodean su memoria sino para la mejor comprensión de aquel período histórico. El escrito comienza con estas palabras:

“El decreto que despojándome de un empleo y expeliéndome de Madrid me confina en Asturias, no puede mirarse como satisfactorio ni como indiferente para mi honor. Me impone pues una pena, y me abandona como culpable a la censura pública. He solicitado por lo mismo se hiciese manifiesta mi conducta en un juicio, donde se la calificase también con arreglo a las leyes; pero inútilmente. Fuera terrible mi situación, si todavía incierto de los delitos que se me atribuyen, me viese acongojado de resultas con la imposibilidad de justificarme… Ahora ya me hallo libre de incertidumbres sobre los motivos que han preparado mi suerte actual. Una voz elocuente los publica, los corrobora en nombre del Gobierno, y los deja consignados para siempre en el Diario de Cortes del 7 de setiembre…Y ¿cuales son esos motivos?. Extravíos y crímenes que, a tener fundamentos, sepultarían mi nombre en el polvo de una eterna ignominia. Debo a mi patria, a mi clase y a mí mismo, el desagravio de mi conducta. Voy a cumplir mi obligación ciñéndome únicamente a las acciones y tan palabras que se me vituperan”.

«Al comenzar mi vindicación—continúa Riego—,se me presenta al frente un ministro en quien reconozco gustoso especiales títulos a la gratitud de la patria. Se me presenta en ademán de amigo, pero armado de una historia cuyas páginas contienen fatales secretos de mi vida. Protesta que padece un agudo pesar en manifestarlos, pues soy un objeto de su aprecio y admiración. Juzga, sin embargo, indispensable este sacrificio y entre vehementes declaraciones, me expone al público como un hombre indiscreto, imprudente, insubordinado, cómplice de tumultos, sedicioso, y, al fin, como el que ha dado al mundo un ejemplo singular de desacuerdo”. Copia Riego las palabras en que Argüelles justifica la exoneración de aquel como capitán general de Galicia por haber publicado Riego una carta dirigida a sus compañeros de armas de Andalucía acerca de sus diligencias en Madrid para que revocara el acuerdo de disolver el Ejército de Observación, y comenta: “Lo que admira, lo que sorprende, lo que no puede conciliarse de manera alguna es que, según el señor ministro, una fatalidad, la publicación de mi carta en el 5 de setiembre, hizo se revocase en el 4 del mismo mes el nombramiento de capitán general de Galicia. Un efecto anterior a su causa, una providencia expedida en escarmiento de una acción posterior, es un fenómeno jamás visto ni oído.

A las palabras de Argüelles acerca del escándalo del Teatro del Príncipe, cuando asegura que Riego “permaneció tranquilo espectador del desorden cuando una voz suya hubiese bastado para contener el exceso”, opone Riego: “El señor Argüelles no ha concurrido en el día 3 al coliseo: me complazco en recordar esta circunstancia para no suponerle mala fe. Habla sólo por informes y se verá que necesariamente provienen de viles detractores encaminados contra mi honor. ¿Se exigirán más pruebas que los hechos mismos?. Los voy a referir…Yo había asistido al teatro en los días anteriores al suceso en cuestión. Se ha cantado entonces la azarosa letrilla, repetida ya varias veces en las calles de Madrid, y adoptada generalmente por el pueblo de Cádiz para desahogo de sus sentimientos liberales. Me presentó en el coliseo y protesto que no he tenido ni antecedente, ni la más ligera sospecha de los desórdenes que sobrevinieron. Vi las primeras escenas desde el palco del digno jefe político, mi antiguo amigo y compañero de prisión en Francia. Entró después a visitarme el señor Ovalle, alcalde constitucional, y a propuesta suya subía a la estancia del ilustre Ayuntamiento. Aquí me hallaba cuando algunos del concurso sin la más leve insinuación de mi parte, clamaron por la letrilla; y al oír la voz de la autoridad superior, No se canta, dejó inmediatamente el teatro para restituirme a mi habitación. Declárelo el mismo señor Ovalle y las personas que nos acompañaban…¿Por dónde se sabe que he permanecido tranquilo espectador del desorden, cuando no lo he presenciado ni con tranquilidad, ni con agitación, ni de manera alguna?”.

Sobre las entrevistas de Riego con los ministros, pregunta Riego: “¿A que alude el señor Argüelles hablando dos veces de la condescendencia de los señores ministros en oírme reunidos, como para dar más realce a la honra que yo no merecía?. ¿Condescendieron? ¿Con quién? ¿Conmigo? ¿De qué parte fueron o los ruegos o las propuestas o las insinuaciones que preceden necesariamente a las condescendencias?”.

También hay en la vindicación palabras para Quiroga, a la sazón diputado a Cortes y que medió en el debate de referencia adoptando una posición nada favorable para Riego. Este, tan acreditado de violento y vengativo, le dice: “¿Quiroga también contra mí?…Tente, digno caudillo del ejército de la Isla: repara los laureles que ciñen tu sien de lo que hiciste, sobra mucho para tu gloria: no empañemos los dos el lustre de las armas españolas peleando el uno contra el otro: no damos este ejemplo, el más escandaloso, en el suelo constitucional advierte que sin mediar conexiones tan dulces como las nuestras, otros campeones impávidos, ornamento de la Patria, me defendieron en ese mismo recinto a tu presencia. Tente, que una ilusión te precipita. He copiado a la letra, he comunicado íntegra, luego que la he recibido, la orden del Gobierno a jefes y tropas. ¿No habría de manifestar a un decreto del Rey la ciega obediencia que habrás observado en mí con respecto a tus disposiciones?…Vuelve a tu asiento; pero antes hónrame con un abrazo de reconciliación y de amistad”.

Fácilmente se echa de ver, sobre todo por estas últimas palabras, que Riego, contra lo que se decía y continuó propalando por espacio de un siglo, estaba dispuesto a todo, dentro de una conducta honorable, con tal de no perturbar el desenvolvimiento del régimen constitucional por el que tantos sacrificios había hecho. Y esto explica más que otra cosa al acatamiento silencioso y resignado del destierro a Oviedo.

Vivió en esta ciudad en la casa familiar que entonces regentaba su hermano el canónigo don Miguel, y familia de la que formaba parte la hija de una hermana, su sobrina María Teresa Riego y Riego, llamada familiarmente con el gracioso nombre de La Pachurra, de la que el general quedó prendado y con la cual habría de contraer matrimonio más adelante.

El sistema constitucional, lejos de afianzarse, estaba cada vez más amenazado, sobre todo por las debilidades que encontraban en el Gobierno el rey y sus partidarios absolutistas. En la familia liberal las discrepancias eran profundas entre los mantenedores en las Sociedades secretas y patrióticas de los principios revolucionarios y los gobernantes complacientes y atemperados a la regia voluntad. El ministro de la guerra D. Cayetano Valdés, con el deseo de armonizar en lo posible asperezas entre los liberales, obtuvo del monarca el 28 de noviembre un decreto designando a Riego capitán general de Arangón, con lo que se ponía fin a su confinamiento. Aceptó éste el nombramiento en un escrito en el que estampó estas palabras: “Rey constitucional e independencia civil y nacional, han sido siempre y serán siempre mi firme y constante divisa”. Lo que prueba que hasta él creía en la buena fe de Fernando VII, muy lejos de adivinar que bajo los halagos reales se encendía la perfidia, como se encendió nuevamente esta vez.

Los liberales de toda España acogieron con júbilo el nombramiento y en Aragón y muy especialmente en Zaragoza se estimó como un gran honor, testificado por las Corporaciones oficiales, entidades privadas y el pueblo en general. Al celebrarse en marzo el aniversario de la jura por el rey de la Constitución, se le tributó un homenaje apoteósico. En sus visitas a los pueblos aragoneses era objeto de manifestaciones de entusiasmo desbordante. Por su parte, puso el mayor empeño a apoyar cuantas iniciativas pudieran contribuir a la difusión y robustecimiento de los principios liberales y democráticos en las masas populares. Pero tanto aquellos homenajes como esta actitud, todo tan lógico, habrían de servir para ir labrando nuevamente su ruina. Empezó a asomar la amenaza de ésta en las discrepancias surgidas entre él y el jefe político, su paisano Francisco Moreda realista disfrazado de liberal y molesto del predicamento de Riego en Zaragoza. Riego quiso atajar los posibles males de esa situación tirante y enojosa, para lo cual presentó el 19 de julio (1821) la renuncia de su cargo de capitán o comandante general.

Entretanto, habían sucedido cosas importantes que habrían de afectar notablemente a Riego. En el mes de marzo, al abrirse las Cortes al día 1°, Argüelles y los demás ministros se encuentran acusados por el rey en una coletilla puesta al Mensaje de la Corona por ellos acordado, y quedaron depuestos. A sustituirlos llegaron al Gobierno otros hombres más del gusto de Fernando VII, entre ellos, como ministro de la Guerra, el general Estanislao Salvador, a quien Riego había hecho prisionero en Arcos de la Frontera, afrenta que aquel había jurado no perdonar. Y su rencor supo ocultarlo en una negativa en nombre del rey a la aceptación de la renuncia de Riego, entre frases halagadoras para el honor de este.

Otro hecho de trascendencia fue que dos emigrados franceses, Uxón y Cugnet de Montarlot, se dedicaron en Zaragoza a propagandas revolucionarias, acusándose a Riego, no sólo de tolerarlas, sino de estar en tratos con ellos para proclamar la República en España. Nada hay que permita sostener este hecho, que probablemente fue amañado por el jefe político Moreda para tener ante el Gobierno acusaciones concretas contra su rival. Sin embargo se ha acogido como cosa cierta por escritores tan serios como Andrés Borrego, quién asegura: “No tardó en caer en manos de algunos intrigantes que, abusando de la acogida que jamás negó al que se le acercase con calor liberal subido, dejóse embaucar por dos oficiales franceses que en su país habían conspirado contra el Gobierno existente, y que hicieron creer a Riego que les sería fácil promover un pronunciamiento general en Francia al abrigo de la bandera tricolor, orando, así decían, un grande embarazo al Gobierno de Luís XVIII, que sabido era protegía a las facciones realistas levantadas en España. Semejante imprudente aberración a que se dejó arrastrar el general Riego, unió también la de servirse de la autoridad que representaba para fomentar que las elecciones para diputados a Cortes que deberían verificarse en breve, recayesen en el distrito de su bando de individuos que profesasen ideas contrarias a la política del Gobierno.

No se compagina bien que Riego quisiera aprovecharse de su cargo de capitán general para conspiraciones y manejos electorales y que al mismo tiempo renunciase a él, renuncia que volvió a presentar con fecha 26 de agosto. Con su autoridad acatada con entusiasmo por el ejército de Aragón y la idolatría que el pueblo aragonés sentía por él habría podido, efectivamente, llevar a cabo esas maquinaciones que se le atribuyen; pero como no habría pedido desarrollarles de ninguna manera era dimitiendo el destino y marchándose de Aragón.

Pero a demostrar esas nuevas falacias urdidas en tomo de él hay argumentos más poderosos todavía. Acciones y palabras suyas sirven para el caso, porque lo que nadie ha podido atribuir a Riego es que haya dejado de ser sincero en ningún momento.

Mientras esas cosas sucedían, con su corriente subterránea empujada por Moreda, En los últimos días de julio las Cortes acordaron distribuir pensiones vitalicias entre los dirigentes de la revolución constitucionalista. A Quiroga y a Riego les fueron asignados ochenta mil ideales a cada uno y la Cruz Laureada de San Fernando. La comunicación oficial no llegó a manos de Riego hasta el 20 de agosto y tenía fecha del 14, casi un mes después del acuerdo. Riego se apresuró a renunciar a esta pensión y en oficio al presidente de la Diputación permanente de las Cortes, después de estimar que el Congreso diera aquel público testimonio de reconocimiento a los militares que habían traído el cambio político, se expresaba así: “Aunque por motivos que vale más pensar en silencio que proferirlos, en el seno mismo del Congreso soberano se trató de mancillar mi conducta, tengo el convencimiento de creer que mi nombre pasará a la posteridad tan puro como apareció el 1º de enero de 1820 en los campos de la Bética. Este consuelo, de que no puede despojarme ni aun la más negra intriga, es muy satisfactorio para el que prefiere la buena opinión y amor de sus conciudadanos a todos los otros favores. Sea por eso o por efecto de debilidad, yo aspiro a que mis obras sean un testimonio evidente de la verdad que acabo de expresar. ¿Y yo admitiría, Excmo. Sr. un don pecuniario en recompensa de servicios da esta clase?. ¿Daría un testimonio a la nación de que no soy digno de la gran suerte que me cupo en haber trabajado por verla grande y libre?…No, Excmo.Sr., ni mi carácter ni mis principios ni cuantos resortes muevan el corazón del hombre honrado, me permiten aceptar entre las recompensas con que se distingue la pensión de ochenta mil reales; de que por medio de este escrito hago la renuncia más formal más solemne”. Sería imposible deducir en buena lógica que quien estampaba estas generosas y románticas palabras con expresión rebosante de sinceridad pudiera al mismo tiempo andar en oscuros manejos que pudieran empañar la gloria de su nombre que tanto lo satisface. Pero hay más. Por esos mismos días escribía a su gran amigo Juan Alvarez Mendizábal una carta, en la que hacia el final decía: ”El correo pasado he pedido al Gobierno que me exonere de mi mando, porque no puedo ver sin sentimiento el desafecto que manifiestan ciertas personas de elevado carácter a las instituciones que a tanta costa han establecido los amantes de la Patria y de la humanidad, causando aquella el mayor estrago en el ánimo de gentes honradas y sencillas, que no me es dado remediar; porque amo al orden y no quiero salir en nada del círculo de las tribuciones que están marcadas a mi destino por la Constitución y por las leyes de las que jamás me separaré. Y éste que así se expresa con un íntimo amigo que promete no separarse en su conducta de lo que determinan la Constitución y las leyes, no podía ser el mismo que anduviera en maquinaciones contra ellas.

Pero la insidia hacía su fortuna esta vez lo mismo que en el año 30, durante su breve permanencia en Madrid. Mientras al rey encontrara testaferros constitucionales que dieran paso a sus rencores contra los liberales, Riego sería entre éstos uno de los más llamados a ser víctima de las regias burlas. No se le admitía la renuncia y hasta se le aseguraba, todo en nombre del rey, que su nombre estaba a cubierto de calumnias, porque se buscaba una nueva humillación. Y ésta llegó, refrendada por el antiguo prisionero de Riego y actual ministro de la Guerra Estanislao Salvador, en oficio del 29 de agosto, en el que se disponía que el capitán general fuera depuesto de sumando y destinado de cuartel a Lérida. Además, para que la humillación fuese más dura, se le confería el mando de la Capitanía General interinamente al jefe político Francisco Moreda, enemigo de Riego.

Se encontraba éste fuera de Zaragoza de regreso a esta ciudad. Temeroso Moreda de que, con Riego en Zaragoza, se produjeran disturbios al enterarse de la destitución, envió a su encuentro emisarios armados para que lo dieran cuenta del real despacho y le obligaran si fuera preciso, a que tomara el camino de Lérida inmediatamente. Te salió como estaba prevenido. El capitán general y su escolta fueron sorprendidos con aparato guerrero para que se cumpliera la arbitraria orden de Moreda. Ni Riego ni sus acompañantes pudieron salir en buen rato de su asombro. De ser Riego el tipo violento que han dado en acreditar escritores indocumentados, tenía bastante para que la sacara de quicio verse destituído, atropellado y confinado a Lérida, cuando precisamente se consideraba dimitido en reiteradas solicitudes. Hubo al parecer por su parte un intento de resistencia, porque el caso no era para menos; pero volvió enseguida al dominio sobre sí mismo, y despidiéndose de los individuos perplejos de su Estado Mayor tomó de las fuerzas que le seguían un cabo y cuatro soldados que se la señalaban como escolta, y emprendió el camino de la ciudad de su nuevo destierro.

Este nuevo atropello cometido con el que hay que reconocer como pundonoroso y honorable general, soliviantó nuevamente los ánimos de los liberales y se produjeron con tal motivo disturbios en Zaragoza que obligaron a la dimisión de Moreda, aunque no le fue aceptada; en Madrid, donde una manifestación paseó el retrato de Riego hasta que fue disuelta en medio de un tumulto que pasó a la historia con el nombre de Batalla de las Platerías, batalla sin sangre en la calle de ese nombre: en Sevilla, Cádiz y otras ciudades. Entretanto, en Lérida los organismos oficiales se adelantaban a ofrecerle recibimiento y hospitalidad dignos de su categoría y alcurnia ciudadana. Al llegar a Praga el día 6 de setiembre se encontró con un escrito firmado por el alcalde, los concejales y el gobernador de Lérida, en el que se decía textualmente que “se apresuren a manifestarle con toda sinceridad el placer más sincero que tendrán en ver en el seno de esta ciudad a uno de los primeros héroes de nuestra libertad e independencia nacional, cuyas altas y dignas empresas se inmortalizarán en la Historia. Y para dar a V.E. un testimonio público de su gratitud y benevolencia, de la buena opinión que se merece, y que no la mira mancillada, le ruegan se sirva manifestarles el día y hora que piensa, llegara a esta ciudad”. Y el recibimiento en esa ciudad catalana fue de júbilo delirante.

Riego pidió al rey que se abriera expediente sumario sobre las causas que se creyeran motivo de la destitución, pero se le contestó que no había lugar a tal procedimiento. Entonces él, para mejor poner en claro su situación, y siguiendo su costumbre de dar publicidad a sus asuntos, publicó un manifiesto dirigido al rey, que es un precioso documento histórico, redactado con pluma vibrante. Había en él razonamientos tan inconmovibles como éste: “La Constitución, que concede a V.M. las facultades de disponer de la fuerza armada distribuyéndola como más convenga, le niega totalmente la de causar daños y perjuicios a todo ciudadano español en sus propiedades, personas y especialmente en su honor y buena reputación, V.M. ha podido exonerarse del mando militar de Aragón con arreglo a la citada novena facultad; pero no ha podido no ha cabido en el magnánimo y generoso corazón de V.M., mandar que unos cuantos extraviados zaragozanos saliesen reducidos por una indigna y perversa autoridad a asesinarme, como si yo fuese el monstruo más espantoso y aborrecible”. Y formulaba acusaciones contra sus dos conocidos enemigos en esta cuestión: “En mi instancia del 7 del actual – dice – pedía a V.M. justicia rigurosa y de nuevo vuelve a impetrarla del más justiciero de los monarcas, del primer Rey constitucional de las Españas, no para que se vuelva el empleo que desde ahora renuncio para siempre (y que tan constitucionalmente desempeñaba, como V.M. ha podido ya persuadir por la opinión declarada de todos los buenos zaragozanos y sensatos españoles, en cuyo ánimo he acertado seguramente a conservar la alta opinión que he sabido granjearme con mis acusaciones y constante conducta constitucional, y mereceré, no hay que dudarlo, hasta mi último aliento), sino para que se averigüe judicialmente quién ha sido el autor de las amarguras, sobresaltos y agitación en que ha estado melancólicamente sumergida toda la nación, y con particularidad el Aragón, y lo estarán mientras en un asunto tan ruidoso no se encuentre un delincuente que pague con su perversa cabeza tan enormes delitos. Los hechos públicos han designado como autor de semejantes escándalos el jefe político de Aragón D. Francisco Moreda”. Contra el otro enemigo, escriba: “Quisiera, Señor, mil veces más haber parecido en la dichosa sorpresa del Cuartel General de Arcos de la Frontera, la madrugada del 2 de enero de 1820 (y en tal caso no habría ciertamente Constitución, Ministerio constitucional ni Rey constitucional) que verme en la dura, pero indispensable necesidad de hacer presente a V.M. que en este asunto no es justo que oiga el parecer del nuevo ministerio de la Guerra el general D. Estanislao Salvador; pues desde aquel día es mi enemigo irreconciliable; porque he tenido la felicidad de hacerle peso como a los demás generales que se hallaban en dicho punto. Sinceramente, dijo que jamás nos perdonaría el deshonrar que le habíamos causado, sorprendiéndole con un puñado de soldados, cuando en el Cuartel General había doble fuerza escogida de la que yo llevaba a mis órdenes”.

Pero el general Riego, como todos los liberales de esa época, cuando clamaban sus quejas y razones al rey, al que suponían bueno pero mal aconsejado, clamaban en el desierto. Todo cuanto se hacía estaba hecho al gusto de Fernando VII. Sirve de prueba que no se le haya dado contestación a ese manifiesto.

Y lo peor es que los gobernantes le servían a maravilla. SIendo Riego, como era, por su exaltación a ídolo nacional, el eje en torno al cual giraban muchas de las causas de las discordias que se producían en el país entre absolutistas y constitucionales, no se la podía ocurrir peor cosa a un ministro de Estado que dan estado en un documento oficial, pero al margen de los Tribunales, de una grave imputación contra Riego como la de asegurar “haber sido Riego inducido por malvados extranjeros y nacionales a dar pasos que comprometían su gloria y la paz de la nación”, palabras que se hicieron públicas luego en el periódico “Antorcha Española”. Parece que la misión de un ministro debe ser la de perseguir al delincuente con la ley, pero no echar leña a un fuego por el gusto de que arda mejor. Riego, que residía entonces en Reus, adonde se le había permitido trasladarse a causa de una invasión de a fiebre amarilla, envió al rey la cuarta representación pidiendo justicia. Pedía que se le juzgara ante un Tribunal competente y resonaba así la petición: “Vuestro secretario (ministro) no es árbitro de calumniarme y vejarme impunemente despojándome del derecho natural de vindicarme ante la ley. Si las poderosas razones que vuestro secretario asevera haber tenido para persuadiros que he sido inducido a tal atentado por malvados extranjeros y nacionales con ciertos, allí sólo podré convencerme de un modo legal”. Consiguió el mismo efecto que las anteriores ocasiones: el silencio.

En medio de sus amarguras le servían de lenitivo el fervor popular que despertaba su nombre en todo el país y algunos reconocimientos a su personalidad de varias instituciones que le nombraron individuo honorario, como la Sociedad Patriótica de Españoles, de Londres; la Academia de San Luís, de Zaragoza; y las Sociedades Económicas de Amigos del País, de Sevilla y Écija. Otra satisfacción, ésta de orden sentimental, la tuvo, después de algunas obligadas dilaciones, al cumplir su palabra de matrimonio con su sobrina María Teresa del Riego y Bustillo. La Pachurra, joven de belleza y prendas morales singulares,de la que estaba profundamente enamorado, si bien los esponsales fueron fríos al tener que celebrarlos por intermedio de un apoderado para el caso, que lo fué don Juan Uría Álvarez de las Asturias, efectuándose la ceremonia en Cangas del Narcea (entonces Cangas de Tineo)el 15 de octubre de ese año (1821).

Otra gran satisfacción que pudo experimentar por entonces fué debida al acto de justicia que para él tuvo Asturias eligiéndole diputado a Cortes en las elecciones celebradas a comienzos de diciembre, elecciones que ya amañaba Riego en Aragón, al decir de Borrego, unos cuantos meses antes de que se supiera que iban a celebrarse La calidad de diputado a Cortes le iba a librar de aquella insidiosa y tesonera persecución de que estaba siendo objeto, y la designación no pudo menos de causarle una íntima alegría.

Con él había salido también, entre otros, diputado por Asturias Agustín Argüelles. Esta coincidencia vino a cerrar las negociaciones de paz entre los dos, iniciadas algún tiempo antes por el rencoroso general Riego. Ya el 20 de noviembre había escrito una carta a su hermano el canónigo (la inserta íntegra, como otras varias, Eugenia Astur en su obra), en la que decía: “¿Que hace ese Argüelles que, desde ese rincón en que vió la luz del día no lanza un manifiesto a la nación confesando francamente que fué falsamente engañado por un miserable calumniador y que todo cuanto dijo en la sesión del 7 fué una sarta de inventivas mal forjadas contra su mismo redentor, que así puede llamar al que le libró de la muerte civil a que estaba condenado?. Dile que sea hombre de bien; que esta Patria a la que debe el ser, exige terminantemente que le sacrifique un poco de su amor propio. Mucho podría contribuir para rectificar la opinión extraviada desde septiembre del veinte, si tuviese la generosidad de dar tan acertado paso. Todos sabemos lo arrepentido que está de su conducta para conmigo hágalo saber al mundo entero”.

Días después del triunfo electoral, siempre dispuesto a la mayor armonía de relaciones y a la consolidación del régimen constitucional, escribía a otro de los candidatos triunfantes, José Canga Argüelles: “Yo no he variado un ápice del sendero que me he propuesto seguir, guiado solamente de mis ardientes deseos por la felicidad de mis conciudadanos. He podido equivocarme, y a todos nos ha podido suceder lo mismo. Reparemos nuestras faltas involuntarias,y nuestro ósculo de paz y de la más perfecta armonía, sea el baluarte donde se estrellen las débiles maquinaciones de los enemigos de nuestra ventura. Tenga usted la bondad de decir esto a nuestro amado paisano Agustín, y que con nuestra franca y decidida unión podamos contribuir a la consolidación del sistema, de una manera irrevocable”. Una quincena más tarde decía nuevamente a su hermano Miguel: “He recibido tu apreciable del 22 y también la de Argüelles con la copia de la tuya. Te aseguro que no extraño en modo alguno su contenido. Ha dicho y hecho tantos disparates, que no le será fácil deshacer tantos entuertos. Como quiera que sea, yo te prometo en nombre de esta idolatrada Patria sofocar, o mejor dicho, extinguir en mí hasta la memoria de lo pasado y cooperar juntamente con él y con los demás, a completar la obra tan bien dirigida al principio y después tan terriblemente extraviada de su verdadero camino”. Y cumplió lo ofrecido en todo cuanto dependió de él, empezando por restablecer la mejor armonía de relaciones con Agustín Arguelles, por mediación del citado Canga Argüelles.

La demora en recibir su acta de diputado a Cortes le obligó a permanecer en Reus hasta fines de enero (1822). En los pueblos de tránsito y en Madrid fue objeto de las demostraciones de júbilo que le acompañaban en todas partes, ese júbilo que había hecho de su nombre un ídolo y de su imagen un símbolo, vulgarizados en innumerables objetos de arte y adorno.

En Madrid, además de la satisfacción de poder contribuir como diputado a la consolidación del sistema constitucional, le esperaba la inmensa satisfacción de poder reunirse con la que ya era su esposa ante la ley, que se había adelantado con algunos familiares para instalar en Madrid el hogar de los desposados.

En las reuniones preliminares de la apertura del Congreso, el general Riego fue electo para el primer mes de la legislatura, como estaba dispuesto en el Reglamento, presidente de las Cortes. Aunque al abrirse éstas el 28 de febrero se encontraba situado entre un Gobierno de significación moderada formado por Martínez de la Rosa y una mayoría parlamentaria liberal, en la que abundaban los exaltados su papel, contra lo que suponían muchos, fue acertado y brillante.

Entonces tuvo lugar, con ausencia suya del sillón presidencial, la entrega solemne al Congreso por el segundo batallón de Asturias de la espada usada por Riego en Las Cabezas de San Juan, y que el Congreso cedió para que el caudillo lo usase en vida, pero quedando de propiedad de la nación, para ser colocado en la Armería Real, cosa que no pudo llevarse a debido a las circunstancias de su muerte.

Entretanto, el rey, de acuerdo con su camarilla, secuaces absolutistas y la llamada Santa Alianza o los embajadores de las potencias europeas a ella asignadas, se dedicaba bajo el engaño del constitucionalismo a procurar el restablecimiento de su imperio absoluto. El mismo día que se cerraba aquella legislatura parlamentaria, el 30 de junio, se exteriorizaron los primeros chispazos de una sublevación absolutista en las calles de Madrid, encabezada por los tres batallones de la Guardia real, que se refugiaron sublevados en El Pardo. Por acuerdo del Ayuntamiento se formó para combatir a los sublevados el llamado Batallón Sagrado, que se puso bajo el mando de Evaristo Fernández San Miguel. Otras tropas estaban también aprestadas a sofocar el movimiento, así como grandes masas del pueblo. Pero los días transcurrían sin que se solucionase el conflicto. En realidad, parecía ganada la partida por los realistas, que se atrevieron a poner a la firma del rey, si no es que fue a solicitud de éste, una larga lista de liberales que debían ser inmediatamente encarcelados o condenados a muerte. Entre estos últimos figuraba, como es lógico, el general Riego.

Este no se encontraba en Madrid al producirse el altercado. Estaba en Miraflores de la Sierra, adonde había llevado a su esposa en busca de la salud perdida, víctima de la peste blanca. A su regreso, si bien por su calidad de diputado no podía tomar mandos militares, se reunió inmediatamente con los jefes que obedecían las órdenes del general Morillo, preparado a todo evento.

Por fin, en la noche del día 6 entraron por sorpresa en Madrid los batallones de la Guardia real insurreccionados, que tuvieron un choque desafortunado con las tropas de San Miguel y acabaron derrotadas por las que dirigieron en su persecución los generales Ballesteros y Riego, quienes echaron a la calle algunos cañones del parque de Artillería. Las fuerzas derrotadas se refugiaron en Palacio, porque bien sabían que era éste su más seguro refugio. Hasta él fueron perseguidas, ya destrozadas. El rey, amedrentado o con el deseo de amparar a los fugitivos, envió un emisario al general Ballesteros para que cesara en el ataque, pero Ballesteros le envió una respuesta categórica: “Diga usted al rey” —contestó—que mande rendir las armas inmediatamente a los facciosos que lo cercan, pues de lo contrario, las bayonetas de los mios penetrarán, persiguiéndoles, hasta su real cámara”. Los vencidos, pero no rendidos, se pasaron al Campo del Moro, perseguidos por las tropas liberales, y entonces el pérfido Fernando, viendo perdida la causa, animaba a las fuerzas de Ballesteros gritandoles ¡A ellos!. iA ellos!.

Así procedía este rey nefasto. Provocaba por medio de sus secuaces en numerosas poblaciones españolas movimientos para recuperar su poder absoluto, y cuando veía mal las cosas, como en esa ocasión de que se sublevara su propia Guardia, se presentaba como víctima de engaños y profería testimonios del más hondo liberalismo y amor al régimen constitucional que odiaba.

Tales fueron las expresiones, entre abrazos y frases de gran afecto, que tuvo para Riego, cuando, el día 9, quiso que le visitara en Palacio, deseoso de justificar, al mismo a quien días antes había sentenciado a muerte, su profundo amor a la Constitución y a la causa liberal. En esa entrevista expuso además a Riego la queja de que el pueblo, considerándoles rivales, le gritara a su paso como a modo de injuria ¡Viva Riego! y lo cantara el Trágala. Esto resultaba vejatorio para quien, como él aseguraba, sólo vivía para perseguir la felicidad de los españoles bajo el régimen político que a él y a la mayoría de ellos les entusiasmaba. Y Riego, el cándido Riego (que este ha sido su capital defecto), salió de la Cámara regia enternecido y dispuesto a interceder con todo su poder para evitar al infeliz monarca esas afrentas de que le hacían objeto los que mejor le conocían.

Aquella misma mañana, aprovechando una visita al Ayuntamiento, desde uno de Ios balcones de la Casa Consistorial dirigió la palabra a la gran masa de milicianos y público que llenaba la plaza, y la exhortó a no molestar más en ningún caso al monarca con los gritos de ¡Viva Riego! y la canción del Trágala, ya que, convencido de la buena fe del rey en sus actos y de sus fervorosos sentimientos liberales, le había ofrecido pedir al pueblo que depusiera esa actitud inadecuada. Y no satisfecho con esa gestión en favor de su gran enemigo disfrazado de leal, pidió a la Corporación que prohibiera bajo pena de multa grito y canción, como así fue acordado poco después.

Después de los sucesos del 7 de julio – dice Carmen de Burgos – el rey nombró un Gobierno liberal presidido por Evaristo San Miguel, en cuya elección tuvo Riego mucha parte. No era envidiable la suerte de los siete Secretarios de Despacho, en pugna con el monarca desde el primer momento. Fernando era amable con ellos en su presencia, pero cuando estaba sólo con sus íntimos, les llamaba los Siete niños de Écija. Se creía como secuestrado y prisionero, porque le habían negado el permiso de ir a La Granja y de ausentarse de Madrid, de donde no salió nunca mientras estuvo San Miguel encargado del Gobierno”. Esa prohibición se fundamentaba en que las conspiraciones entre él y sus allegados se forjaban durante sus permanencias en los llamados reales sitios.

El resto de ese verano, y por convenir así a la delicada salud de su esposa, Riego efectuó un viaje con ella, otra sobrina y el hermano canónigo por Andalucía. Recorrieron las principales poblaciones, Córdoba, Sevilla, Málaga, Granada, en todas las cuales eran recibidos los viajeros con grandes muestras de entusiasmo, aprovechando Riego las visitas para propagandas políticas tendentes a sostener el entusiasmo por la Constitución y las buenas relaciones entre los liberales. Granada le acogió con muestras extraordinarias de simpatía y aprecio, entre las que sobresale que la Universidad le concediera los títulos honorarios de maestro en Artes y doctor en Leyes.

Dejando a la esposa y sus otros familiares en viaje por tierras andaluzas, él regresó a Madrid, requerida su presencia por la masonería de la que era entonces presidente y además por la proximidad de la apertura de las Cortes.

Se abrieron las Cortes en medio de las crecientes revueltas de muchos sitios de la nación en favor del rey absoluto. Las naciones que formaban la Santa Alianza, a excepción de Inglaterra, o sean Rusia, Prusia, Austria y Francia, que apoyaban esos movimientos realistas en España, se reunieron en Varona y acordaron la intervención armada en nuestro país a cargo de la última de esas potencias. Por separado, enviaron al Gobierno español unas notas tan injustas y denigrantes, que el Gobierno se vió obligado a rechazarlas con energía dispuesto a no admitir injerencias en los asuntos españoles de otros Estados. Las Cortes aplaudieron esta actitud y redactaron un mensaje al rey en queja de aquel hecho, que le fue entregado por una comisión que presidía Riego. Poco después, los embajadores de las naciones aludidas pedían sus pasaportes y salían de España. El rey francés Luís XVIII, al inaugurarse las sesiones parlamentarias, el 28 de febrero, declaró al Congreso su determinación de enviar cuerpos armados a España, «para que Fernando VII quede en libertad de dar a sus pueblos instituciones que no pueden recibir sino de él sólo, y las cuales, asegurando el reposo de España, disipen las fundadas inquietudes de Francia”. Por su parte, las Cortes españolas habían declarado que, en caso preciso, se trasladarían con el Gobierno y el rey a lugar que ofreciera mayores seguridades en caso de invasión extranjera. Pero esto enojó al monarca, por lo que seguramente trastornaba sus planes, y depuso a los ministros. El pueblo correspondió a esa oscura conducta de Fernando VII amotinándose frente a Palacio gritándole mueras y llamándole traidor, por lo que, como en otras ocasiones, volvió sobre sus pasos, y formó un Gobierno de acentos liberales más firmes que el anterior, del que era la cabeza más visible el sabio economista asturiano Flórez Estrada. Al reanudarse las sesiones del Congreso el día 1° de marzo, acordaron el traslado a Sevilla de la familia real, el Gobierno y las Cortes, en vista del riesgo que ofrecía Madrid ante la invasión francesa, ya en marcha, de los llamados Cien mil hijos de San Luís, mandados por Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema. Aún se tropezó con nueva resistencia de Fernando, apoyada en su falta de salud, pero al fin emprendió el viaje a Sevilla el 20 de marzo, siguiéndole tres días después el Gobierno y los diputados.

Mientras los generales liberales se apresuraron a ponerse al frente de Ias fuerzas que habrían de combatir a los invasores, Riego se veía imposibilitado de realizar este su ardiente deseo por a su condición de diputado, caso previsto en la Constitución, por lo que en una de las primeras sesiones celebradas en Sevilla presentó al Congreso una proposición para que le fuera permitido cumplir sus deberes militares, pero quedó desestimada por no considerarse las Cortes con facultad para concederle tal autorización.

Pasados dos meses y en vista de los avances de los invasores hacia Sevilla y reunidas las Cortes el 11 de junio en sesión permanente acordaron un nuevo y rápido traslado a Cádiz. Ante la oposición del rey, a petición de Alcalá Galiano, se aprobó por una gran mayoría de votos la incapacidad de aquél. Se nombró una Regencia, compuesta por D.Cayetano Valdés, D. Gabriel de Císcar y D.Gaspar Vigodet, a la que acompañó a Palacio una comisión de diputados presidida por Riego. Las Cortes habían podido percatarse de que movía a Fernando VII su secreto designio de estar lo más próximo posible del invasor, porque, al fin, el invasor había traspuesto la frontera española para favorecer sus ambiciones absolutistas, y se puede decir aún por primera vez obraron con sensatez y cordura innegables. Al día siguiente de esa sesión memorable del Congreso, el rey depuesto, su familia, el Gobierno y los parlamentarios se trasladaron a Cádiz. Una vez aquí, la Regencia cesó en sus funciones y volvió a Femando su regia prerrogativa.

En la sesión del Congreso celebrada en Cádiz el 22 de junio, a petición de varios diputados, se acordó por fin que fueran exceptuados los militares de la prohibición de desempeñar otros destinos. En ese mismo día se concedieron algunos destinos de esa índole, entre ellos el de Riego, como segundo general del cuerpo de ejército mandado por Ballesteros.

Entretanto, Riego quiso poner a salvo de los trastornos nacionales a su esposa cada vez más enferma, y le procuró el paso desde Gibraltar a Inglaterra, acompañada de la hermana y el tío, muy lejos de pensar una y otro que tal separación iba a ser para siempre y en desdichadas y afrentosas circunstancias.

No salió inmediatamente Riego de Cádiz a la espera de poder realizar el proyecto de pasar embarcado con tres mil hombres al lugar de la costa que se le dijera para desarrollar una nueva ofensiva contra los franceses invasores. Pero no se aceptaron sus planes y hubo de salir de Cádiz, ya muy en peligro, embarcado, pero con dirección a Málaga. Iba a ponerse al frente del tercer Ejército de operaciones, que era un conjunto de infantería y caballería en pésimas condiciones de armamento, avituallamiento y transportes y, lo que es peor, sin instrucción ni moral combativa.

Apenas llegado a Málaga, el 17 de agosto, y viendo la imposibilidad de fortificar la ciudad y sostenerse en ella, salió al encuentro del enemigo, ni que combatió en Churriana y otros puntos en luchas de escasa importancia. Como iba con el destino de segundo general de las fuerzas de Ballesteros y tuvo noticia de que éste trataba de capitular ante los invasores, Riego se apresuró a buscarle para convencerla a resistir. Se dirigió a Priego, donde estaba aquel general, que le salió al encuentro con algunas fuerzas. La contraria posición de ambos generales, uno dispuesto a batirse contra el invasor y otro capitulado, produjo un choque de ambos contingentes, al que los propios soldados pusieron fin abrazándose con vivas a la Constitución y a sus dos jefes. Viendo Ballesteros que sus tropas se llenaban de entusiasmo ante la presencia de Riego y que parecía dispuestas a seguir a éste, se comprometió a seguir la guerra, pero cumplió lo prometido ordenando salir de noche sigilosamente a sus fuerzas de la plaza, por lo que Riego, considerando traidor a Ballesteros, le arrestó con los oficiales que le acompañaban en el propio domicilio. Mas como no consiguió el regreso de las tropas evadidas, abandonó con las suyas la ciudad en dirección a Jaén, amenazado, al parecer por el segundo Ejército de operaciones si no dejaba en libertad a Ballesteros.

Se habían reducido sus fuerzas a unos mil quinientos hombres cuando en Fuente de la Peña tuvo que hacer frente a fuerzas realistas y francesas en número muy superior, ante las que luchó encarnizadamente, pero con un final desastroso. Llegó a Mancha Real perseguido por aquellas fuerzas, contra las que tuvo que entablar nuevo combate, del que salió ya destrozado, retirándose a favor de la noche hacia el pueblo de Jódar. Pero en esta misma localidad acabó el iniciado desastre al punto de encontrarse con sólo veinte hombres, muerto su caballo y herido él en una rodilla. Había llegado el momento de huir cada cual por donde pudiera, y el general Riego acompañado de los coroneles inglés y piamontés, respectivamente, Jorge Mattías y Virginio Vicenti y del capitán español Mariano Bayo, llegó en la tarde de ese mismo día, 14 de setiembre, a refugiarse al cortijo del Pósito, cerca de Torre Pedrogil. Aquí propuso de dos paisanos,Vicente Guerrero, santero de una ermita próxima, y Pedro López Lera, guardador de cerdos, que les guiaran hasta Carolina, Carboneras o Navas de Tolosa, por lo que les recompensaría con largueza. Adivinaba el gran esfuerzo que harían sus enemigos para dar con él y comprendía la necesidad de alejarse de todo peligro, pero ignoraba que el enemigo estaba más cerca de lo que él creía, precisamente en aquellos guías, quienes, percatados por detalles vistos y palabras oídas, de quién era el personaje huído, condujeron a los fugados al cortijo de Baquerizones, del término de Arquillos, como descanso de la primera jornalera altas horas de la noche, en el que servía de criado un hermano de López Lara, del que se sirvieron los guías para delatar a los militares. El alcalde de Arquillos, al frente de treinta hombres amados, les sorprendió en el citado cortijo y los hizo prisioneros. Tal fué el principio del trágico fin de Rafael del Riego.

El día 16 fué conducido a la cárcel de Andújar. Enseñoreados ya los realistas de casi toda España, a su paso por esa ciudad, donde tan aclamado había sido por los liberales, era vejado ahora por los absolutistas. No por los mismos en uno y otro caso, a excepción de los que suman sus gritos a todo alboroto por alborotar. Pocos días después era conducido a Madrid, de donde se le había reclamado, y en todos los pueblos del camino se fué repitiendo ese mismo espectáculo de Andújar, hasta que acabó esta odisea en Madrid el día 2 de octubre. Además de enfermo y herido su cuerpo, el ánimo del general caído iba destrozado por las amarguras de verso escarnecido y vilipendiado en el mismo suelo donde meses antes, semanas antes, enfervorizaba de entusiasmo a las gentes.

Su primera prisión en Madrid fué el Seminario de Nobles, de donde se le condujo secretamente al siguiente día a la cárcel de la Corona. Grande algazara causó entre los realistas madrileños tan preciada presa. El periódico El Restaurador le dedicaba esta salutación:

Entra en Madrid, caudillo de bergantes,

entra, ladrón, cobarde y asesino,

emperador presunto de tunantes,

jefe de locos, de impiedad padrino:

entra con confusión de tus amantes,

cual traidor Catilina; y tu destino,

tus horrores, tu oprobio y tu tormento,

sírvanles para siempre de escarmiento”.

Los insultos a Riego no encontraron dique en toda la nación, muchos de ellos seguramente proferidos o escritos por personas que le habrían adulado con alabanzas.

Riego estaba ya condenado a muerte de antemano por el rey. De modo que sólo bastaba hacer un simulacro de proceso. La Regencia de Madrid ordenó que se incoara éste por la vía ordinaria y fue para ello nombrado alcalde de Sala, como se decía entonces, va don Alfonso Cavia. La principal acusación se fundamentaba en haber votado la deposición del rey en las Cortes reunidas en Sevilla, o sea un delito de lesa majestad, contra lo que él declaró que había obrado dentro de la Constitución y del Congreso, por lo que era el Congreso mismo quien podía juzgarle, dada su inmunidad parlamentaria. Las razones, cualesquiera que fuesen estaban por adelantado rechazadas. Fue su abogado defensor D. Faustino Julián de Santos y fiscal.D.Domingo Suárez. Esto formuló un escrito de acusación en el que le acumulo un sinnúmero de crímenes, expuestos en torpe y vejaminoso lenguaje. La refutación del defensor era, por lo contrario un documento razonadísimo en el que se formulaba una cívica defensa del inculpado. Llegó por fin el día del Juicio, 27 de octubre, día de gran expectación en Madrid, dueños de la situación los realistas y acoquinados los pocos liberales que en la Capital quedaban. En él no sirvió de nada la magistral defensa de Faustino Julián de Santos. El fiscal, D. Diego Suárez, “modelo de servilismo y de injusticia, cuyo nombre execra la Historia”, como dice Carmen de Burgos, formuló su acusación condenatoria, que concluía de este modo: «Por todas estas consideraciones, el fiscal requiere que el traidor don Rafael Riego, convicto y confeso del crimen de lesa majestad, sea condenado al último suplicio que sus bienes sean confiscados en provecho del pueblo que su cabeza sea expuesta en las Cabezas de San Juan, y que su cuerpo sea partido en cuatro cuartos, de los que uno será llevado a Sevilla y otro a la isla de León, el tercero a Málaga, y al cuarto será expuesto en esta capital, en los lugares acostumbrados; esta ciudades eran los puntos principales donde el traidor Riego ha avivado el fuego de la revolución y manifestado su pérfida conducta”.

Siete días mortales para el abatido Riego por males físicos y morales transcurrieron sin que se le comunicara oficialmente la sentencia. Había sido enviada al rey, que determinó se hiciera justicia. Por fin el 5 de noviembre se le dió a conocer con todas las formalidades del caso. La sentencia, publicada ese mismo día en la Gaceta de Madrid aparecía modificada, en dos puntos: los bienes confiscados pasarían al Real patrimonio y del descuartizamiento nada se decía. Su texto es como sigue: “La Sala 2ª de los Sres. alcaldes de la Real Casa y Corte ha pronunciado la sentencia siguiente: Se condena a D.Rafael del Riego en la pena ordinaria de la horca, a la que será conducido arrastrado por todas las calles del tránsito, en la confiscación de todos sus bienes para la Cámara de su Majestad y acimismo en las costas procesales. En su virtud ha sido puesto el reo en capilla a las diez de la mañana.

Que el cadáver de Riego no fué descuartizado parece cosa suficientemente probada por Eugenia Astur en su varias veces aludida obra.

Al serle levantada la incomunicación para su entrada en capilla algunos autores recogen la versión de que si personas amigas le quisieron proporcionar un tóxico para evitarle la muerte afrentosa que le esperaba, cosa que al parecer fue rechazada por el sentenciado. Sus arraigados sentimientos religiosos, nunca entibiados ni por las ideas políticas ni las prácticas masónicas ni las acciones revolucionarias le habrían impedido esa aceptación, ya que no otras razones. “Mas al salir el día siguiente para el patíbulo, su debilidad era tal—dice Eugenia Astur—que apenas si conseguía sostenerse en pie. Y aunque esto pudiera ser una agravación de su mal, aunque algo extraña por lo repentina, indicios observados por quienes estuvieron a su lado, dieron lugar a sospechas, y entre sus allegados túvose por cierto que en la noche anterior a su muerte se le administró un brebaje, algún emoliente, que en su debilitado organismo produjo esos efectos. Y es esto muy creíble, dado el interés que sus verdugos tenían en presentarlo ante sus admiradores despojado de la aureola de valentía que le diere prestigio, y reducido al mayor abatimiento, sin que les hiciese retroceder un medio criminal”. Sea como fuera, el que enfermo, herido, vejado y en la más rigurosa incomunicación por espacio de más de un mes, ve que se le trata como a un vulgar criminal, tiene con esto bastante para quedar hundido en todos los abatimientos.

Por fin, arrastrado en un serón, se le condujo a la plaza de la Cebada donde se alzaba al patíbulo y se la ahorcó a las doce del día, ante una muchedumbre que presenció en macabro espectáculo con malsana curiosidad. Así acabó una de los glorias nacionales más altas y macizas del siglo XIX.

Después de ejecutado Riego corrió el rumor de que en sus últimos momentos había hecho una retractación por escrito, que algunas semanas después apareció impresa por orden del rey. En ella se confesaba arrepentido de todos sus numerosos crímenes, incluyendo entre ellos haber proclamado la Constitución, y pidiendo perdón al rey y a todos los por él ofendidos. Se ha discutido y seguirá discutiendo acerca de la autenticidad de ese documento. Para considerarlo apócrifo hay muchas razones, no siendo la de menor importancia el gran deseo por parte del rey y los suyos de que tal escrito existiose, por lo que robustecía al absolutismo: pero han de tenerse muy en cuenta otras, como la de que durante el proceso y después de conocida por él la sentencia se mantuvo en todo momento con gran entereza de ánimo, sin que ni a su abogado ni a los amigos íntimos que le vieron a última hora haya dicho nada que pudiera dar idea de sus propósitos de retractarse.

Afirma Morayta en La Masonería en España que ‘“Riego fue ajusticiado por masón más que por partícipe en los sucesos de los tres años”. Como no sea para, adornar el martirologio de la Masonería, con nombre tan ilustre en las luchas por Ias libertades españolas, no se puede reconocer otro fundamento a la afirmación. El haber sido masón fue uno de tantos factores; que concurrieron el desdichado fin del general Riego. Entre todos, hicieron el factor fundamental, el de haber sido en ideas, en conducta, en sus hechos de armas, en sus intervenciones políticas, en las coplas y los gritos del pueblo, el rival más poderoso y temible de Fernando VIl, que era el dueño de la horca y la utilizaba siempre que las circunstancias se lo permitían, como se lo permitieron al quedar sometida nuevamente España, a su fuero personal y absoluto con el apoyo de la segunda invasión francesa.

Y pudo más el rey, porque acabó con él físicamente; pero pudo más que Fernando VII la posteridad, porque, si bien en torno a la vida de Riego se han urdido patrañas y calumnias, que la oscurecen, al cabo de más de un siglo y mejor cuantos más siglos transucurran, su memoria se pronuncia con respeto, mientras que para la del rey nadie tiene consideraciones. Y Madrid, el Madrid donde Riego fue ahorcado, honra su memoria con su nombre puesto a una calle, ya sea modesta, mientras no tienen ninguna ni el tirano ni sus jueves. En algunos pueblos asturianos se honra de igual manera su recuerdo y Oviedo lo ha consagrado una plaza con un busto. Entre otras localidades no asturianas que enaltecen su nombre con públicos testimonios, está Las Cabezas de San Juan, que le ha dedicado una lápida en el noventa y siete aniversario (1917) del levantamiento del caudillo en favor del régimen constitucional.

 

Obras publicadas en volumen:

I.—Carta del general don Rafael del Riego a sus compañeros de armas, los generales López-Baños y Arco-Agüero, (Madrid, 1820; opúsculo de cuatro hojas en cuarto).

II.—A los ciudadanos representantes de la Nación en el soberano Congreso. (Madrid, 1820; en pliego suelto y en el Diaria de las Sesiones en julio de ese año; trabajo reproducido por Cristobal de Castro en apéndices de su obra Anales de las Cortes españolas de 1820, Madrid 1910; lleva también la firma de Felipe Arco-Agüero).

III.—Vindicación de los extravíos imputados al general don Rafael del Riego. (Oviedo, 1820; opúsculo, publicado también en Madrid en ese mismo año).

IV.—Renuncia a la pensión de ochenta mil reales concedida por las Cortes, (Zaragoza, 1821; una hoja).

V.—Carta original del general Riego. (Madrid, 1821: una hoja).

VI-—Manifiesto. (Zaragoza, 1821; dirigido al rey sobre su exoneración como capitán general de Aragón).

 

Trabajos sin formar volumen:

1.—Cartas y otros documentos. (En la obra de Carmen de Burgos , anotada más abajo).

2.—Cartas, manifiestos y otros escritos. (En la obra de Eugenia Astur que luego se indica más abajo).

 

Referencias biográficas:

Albornoz (Alvaro de).—El suplicio de Riego. (En el libro Intelectuales y hombres de acción, Madrid, 1927).

Alcala Galiano (Antonio).—Apuntes para la historia del origen y alzamiento del ejército destinado a Ultramar, en 1 de enero de 1820.( Madrid, 1821; folleto).

Idem.—Alusiones y referencias. (En la obra Recuerdos de un anciano, Madrid).

Alvarez (Fermin Maria).—Riego: Marcha fúnebre para piano. (Madrid, 1897).

Anónimo.—¿Quién es el libertador de España? (Sevilla, 1820)

Idem.—Elogio de los hechos militares de don Rafael del Riego. (Madrid, 1820; folleto).

Idem.—Noticias sobre la prisión de Riego. (En el periódico El Restaurador, Madrid, 23 de setiembre de 1823).

Idem.—Declaración de Riego la víspera de morir. (Madrid, 1823; deg que publicada en facsimil, como trabajo manuscrito de Riego, está desacreditado por apócrifa y se considera anónima; la reproduce Eugenia Astur en su libro).

Idem.—Resumen histórico de las operaciones del tercer ejército nacional en 1823, al mando en jefe del mariscal de campo Don Rafael Riego, hasta su destrucción en setiembre del mismo año. Por un oficial de Estado Mayor del mismo ejército, testigo de casi todos los sucesos que refiere. (Granada, 1823).

Idem.—Causa formada en octubre de 1823 a virtud de oie la Regencia, por el señor alcalde don Alfonso de Cavia, contra don Rafael del Riego, (Madrid, 1835; la segunda edición, impresa por el hijo del defensor de Riego, Faustino Julian de Santos).

Idem.—La causa de Riego, asesinado jurídicamente en la plaza publica de Madrid, el 7 de noviembre de 1823. (Cádiz, 1835; folle en 16.°).

Idem.—Asturias épica y liberal: El general Riego. (En la revista Norte, Madrid, enero de 1930).

Astur (Eugenia).—Riego: Estudio histórico-político de la revolución del año veinte. (Oviedo, 1933; un tomo en cuarto, con un juicio político de Miguel de Unamuno, prólogo de Miguel Maura)

Borrego (Andrés).—El general Riego y los revolucionarios liberales (Tres conferencias en el tomo I de la obra La España del siglo XIX, Madrid, 1886, publicada por el Ateneo).

Brotons (Francisco).—Rafael del Riego o la España libre, por el ciudadano…capitán graduado y teniente del regimiento de Infantería de la Reina. (Cádiz, 1822).

Burgos (Carmen de).—Rafael del Riego. (En la obra Habla con los descendientes, Madrid, 1929).

Idem.—Don Rafael del Riego, Un crimen de los Borbones, Madrid, 1932; un tomo en octavo con ilustraciones).

Calzada (Rafael).—Un boceto biográfico. (En la obra Galería de españoles ilustres, Buenos Aires, 1893-94)

González (Estanislao).—Vindicación de Riego y justificación de sus hechos. (Conferencia pronunciada en el Centro de Asturianos, Madrid, el 5 de febrero de 1887).

Infanzón y García Miranda (Félix)—Don Rafael del Riego y Flórez. (En la monografía Tineo, tomo I de la obra Asturias, dite por F. Canella y Secades y Octavio Bellmunt, Gijón, 1894-900).

González Lopez (Luis)—Fechas asturianas: El pastor de cerdos delator de Riego. (En la revista Norte, Madrid, noviembre de 1932)

León (Luis L.).—Asturias y la libertad española: Rafael del Riego. (En idem, Madrid, 1934, conferencia en el Centro Asturiano, de México)

López Nuñez (Juan).—La ejecución de Riego. Espronceda jura vengar al gran asturiano. (En idem, Madrid, diciembre de 1932).

Mata (P.) y Stirling (R.).—Historia del general don Rafael del Riego, traducida del francés al castellano por los ciudadanos… (Barcelona, 1837).

Menéndez Rodríguez (Fernando).—El Himno de Riego. (Habana, 1893: comedia).

Mexia (Félix).—Rafael del Riego o la España en cadenas. (Filadelfia, 1824; tragedia en cinco actos).

Miraflores (Marqués de).—Documentos y opiniones .(En la obra Apuntes historico-críticos para escribir la historia de la revolución de España desde 1820 a 1823, Madrid, 1834, tres tomos).

Nard (F.) y Pirala (A.).—Vida militar y política de don Rafael del Riego, (Madrid, 1844; dos tomos en octavo).

Pérez (Santiago).—¿Quién es el libertador de España? Reflexiones para decidir esta cuestión, Respuestas por el capitán… (Sevilla, 1820; opúsculo).

Pérez de Valdés (Benito ).—Romancero de Riego. (Oviedo, 1820; Poesías).

Poz (Mariano).—¡Riego! Novela histórica. (Madrid, 1869)

Répide (Pedro de).—En memoria de Riego. (En la revista Norte, Madrid, octubre de 1931).

Riego (Rafael del).—Los trabajos anotados en Obras publicadas en volumen, más arriba.

Royo Villanova (Antonio ).—Asturias y la República: El fajín de Riego. (En Norte, Madrid, diciembre de 1932).

San Miguel (Evaristo).— Memoria sucinta de las operaciones del ejército nacional de San Fernando, desde su alzamiento en 1.° de enero de 1820 hasta el restablecimiento de la Constitución política de la Monarquía, (Madrid, 1820; folleto)

Idem.—Memoria de las operaciones de la columna móvil de las tropas nacionales, al mando del mariscal de campo don Rafael del Riego (Madrid, 1820; folleto en colaboración con Fernando Miranda; contiene además la letra del Himno de Riego, obra también de San Miguel).

Santos (Vicente).—Causa formada contra don Rafael del Riego (Madrid, 1835).

Suárez (Constantino ).—Estampas de Riego. (En La Prensa, Gijón, 11 de noviembre de 1931; conferencia leída en el 108 aniversario de la ejecución de Riego, celebrado por el Centro Asturiano, de Madrid el 7 de noviembre, y leída también en emisión por Unión-Radio).

X.—Los asturianos de ayer: Don Rafael del Riego. (En Asturias órgano del Centro de Asturianos, Madrid, agosto de 1893).