Por primer apellido, Fernández, que no sabemos haya usado nunca, Escritor que floreció en Madrid en el último cuarto del siglo XIX.
Puede afirmarse que estamos ante una de las figuras literarias más geniales que ha producido la tierra asturiana. Nombre desconocido para la inmensidad de los españoles actuales; nombre que no aparece escrito en casi ningún sitio, fuera de alguna que otra nota necrológica en periódicos de hace ya casi medio siglo: nombre que ha pasado a hundirse en el anónimo desde que se fueron de entre los vivos casi todos los que tuvieron ocasión de admirarle. Este fenómeno dependió de dos razones fundamentales: de que Tuero ha malgastado su talento y su saber en breves trabajos condenados a la existencia efímera del periódico y de que su vida fue corta.
“Tuero — dice Palacio Valdés en La novela de un novelista — no ha llegado ni en vida ni en muerte a la celebridad, aunque la merecía. Era premioso para escribir, como todos los hombres que oseen un gusto exquisito, y no disponiendo tampoco de medios de fortuna, no le era posible trabajar en una obra que le inmortalizase. Se hizo periodista y murió siendo redactor de El Liberal. Servia poco para el caso, porque en la prensa periódica se necesitan hombres expeditos, no refinados. No obstante, si se coleccionasen algunos de sus artículos se vería claramente qué gran escritor se ocultaba debajo de aquel modesto redactor de un periódico diario”.
Había en el espíritu de Tuero algo tan original —continúa Palacio Valdés—, una petulancia tan pueril al lado de un humorismo tan acerado, que sorprendía y desconcertaba a los que con él se relacionaban. Su conversación era amenísima, unas veces mordaz, otras sentimental, otras extravagante y fantástica, siempre sorprendente. Su instinto de la belleza, tan seguro, que yo le llamaba riendo doctor inefalíbilis. Mientras Alas se equivocó más de una vez lo mismo aplaudiendo que censurando y se dejó imponer por las reputaciones que halló formadas, Tuero se mantuvo siempre sereno, independiente. apuntando con exactitud matemática a la belleza dondequiera que se ocultase”.
Algún tiempo después de su muerte Clarín le evocaba desde el prólogo a la novela Los señores de Hermida, de Juan Ochoa, con estas palabras: “Tuero, aquel Tuero genial, mi mayor amigo en este mundo, con: algún otro; el hombre de más talento en cierto sentido largo de explicar, que yo he conocido. Tuero, el malogrado escritor, cuya producción escasa, con valer tanto, no da más que débil idea de lo que aquel gran satírico y aquel gran corazón valía”,
Tomás Tuero nació en Árroes (Villaviciosa) en 1851. Su infancia fué un tanto trashumante, debido a la ocupación del padre, don Benito Fernández y González, funcionario del Estado que trabajó por ese tiempo en provincias. Comenzó Tuero a estudiar la segunda enseñanza en Instituto de Orense, la continuó en el Instituto del Cardenal Cisneros, de Madrid, la concluyó en la de OviedoArtes el 18 de junio concluyó en el de Oviedo con grado de bachiller en de 1868.
Todavía estudiante de bachillerato en Oviedo, se dió a conocer como escritor en el periódico democrático El Trabajo (1866) y colaboró en los fundados al calor de la revolución de setiembre de 1868: La Joven Asturias (segunda época) y El Eco de Asturias. Arrastrado deológicamente por ese movimiento que derribó del Trono a Isabel II, formó parte, a pesar de sus dieciséis años, de la Milicia Nacional que se formó entonces.
Concluído el bachillerato se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad ovetense. Aseguran unos que concluyó en ella esta carrera con el grado de licenciado y otros que la terminó en Madrid. Esto parece lo más probable, porque en los libros de matrículas examinados por nosotros en el desaparecido Archivo de aquella Universidad constaba solamente que había aprobado los dos primeros cursos.
El caso es que se traslada a Madrid, probablemente en 1871, donde convive con sus dos grandes amigos: Leopoldo Alas (Clarin) y Armando Palacio Valdés.
A base de las noticias que éste les proporcionó, Antón del Olmet y Torrres Bernal escriben (Los grandes españoles: Palacio Valdés) lo siguiente: “Tomás Tuero era de una familia modesta que no podía atender las necesidades de su estancia en Madrid. Por otra parte, su ausencia de Oviedo, donde se ganaba la vida (?), no había tenido otra justificación que la de no romper la unión inseparable con sus amigos Leopoldo y Armando. Así pues, nada tiene de extraño que la situación económica de Tuero fuera en extremo crítica y e obligase a aguzar el ingenio hasta términos francamente inverosímiles. Como primera providencia, Tuero, que era un hombre ingeniosísimo de trato encantador y simpatía irresistible, había tomado la medida preventiva de no pagar a las patronas de las casas de huéspedes en que se hospedaba. De esta manera, sobre suprimir un reglón importante del presupuesto de gastos, suprimía a la vida la monotonía de vivir siempre en el mismo hostal. Al llegar a Madrid, Palacio Valdés, Alas y Tuero hospedándose en la misma casa, cercana a la Universidad, donde don Armando habría de cursar la carrera de leyes. La dueña de la pensión se vió entrar la fortuna por sus puertas al hacer aparición los tres estudiantes. Mas, como la felicidad nunca es completa, a la hora del pago, la señora experimentó una pequeña contrariedad. No eran tres las mensualidades que iba a recibir, eran solo dos. El señor Tuero liquidaría en breve pero no de momento como hubiera sido su deseo… pasó un día, otro día y una semana y ora, y trascurrió así un mes, y ¡nada! El señor Tuero seguía diciendo en breve. Cierto día. Las reclamaciones de la dueña de la casa debieron ser más apremiantes que de costumbre, por cuanto al llegar Palacio Valdés de la calle y preguntar a la señora: —¿Está don Tomás?—, la patrona hubo de contestarle: —No, don Armando. Don Tomás salió a media tarde, diciéndome que iba a la plaza de la Cebada, donde vivía su encargado, don Juan Tenorio, a quien iba a ver para pedirle dinero con qué liquidarme lo que me debe”.
Acerca de las trampas y escamoteos que Tuero se veía obligado a realizar para poder subsistir, los citados autores ponen en labios de Palacio Valdés esta otra anécdota: “En otra ocasión (ya no vivíamos juntos), trajeron a nuestra tertulia del café la noticia de que estaba enfermo. Y Campoamor fué a verle. Don Ramón sabía, como todos nosotros, que Tuero no daba nunca su verdadero nombre en las casas donde se hospedaba, Decía llamarse Fernández. Era esa una medida de precaución, sabia. En consecuencia, al llegar a la casa, Campoamor preguntó a la persona que le abría la puerta: —¿Vive aquí don Tomás Fernández? —Y Tuero, que lo estaba oyendo desde la cama. empezó a voces: —Tuero, don Ramón, Tuero. Aquí soy Tuero”. Tal fué la manera de vivir de Tuero en Madrid, atenuada algo en adelante en lo que tuvieron de excesivo sus apremios de los primeros años, ya que la pluma le permitió desenvolverse, al fin, mejor.
Desde su asiento en Madrid, Tomás Tuero decidió consagrarse a las letras, dejándose llevar por la más honda vocación de su espíritu. Poseía una pluma atildada, que se fué haciendo maestra con el tiempo, y una cultura literaria extensa y sólida. cimentada en el conocimiento de los clásicos antiguos y modernos, Con los citados compañeros de estudios Clarín y Palacio Valdés, fué también compañero en sus primeras empresas literarias madrileñas. Con ellos fundó la revista Rabagás, que alcanzó cinco números de vida. Después escribió en algunos periódicos satíricos, como El Solfeo y Gil Blas (segunda época), en el último de los cuales sostuvo una sección de crítica que llevaba por título el de Literaturas. Más tarde entró a formar parte de la redacción del diario La Iberia, en el que trabajó algunos años.
Por entonces se ayudó a vivir con algunas traducciones, entre ellas la de la novela Naná, de Emilio Zola, autor entonces muy en boga, Y otras. También se ensayó como traductor y adaptador de obras teatrales, y con el asimismo escritor asturiano Félix González Llana- adaptó el drama de Sardou, Fernanda, que fué estrenado con éxito en 1885.
Dejó el diario La Iberia para entrar en el de ideología republicana El País, redactado entonces por Curros Enríquez, Francos Rodríguez, el general de la Rosa y otros.
Su labor en este diario le cimentó una gran reputación, sobre todo con una serie de trabajos bajo el título de Retratos al carbón o Semblanzas de politicos, de una finura de ingenio, un aticismo y una elegancia de dicción verdaderamente insuperables. Algunas de tales semblanzas como la de Sagasta, fueron celebradísimas en los círculos intelectuales. No menos alabanzas obtuvieron sus artículos de costumbres, donde la sátira alcanzaba una sutilidad exquisita. También cultivó la Poesía con acierto. Varias de sus composiciones poéticas fueron publicadas por el diario La Época. Entre ellas, el romance La oración es de méritos antológicos.
De El País pasó en mayo de 1891 a El Liberal, ventajosamente favorecido en el cambio en cuanto al aspecto económico. En El Liberal redactó una sección con el título de A vuela pluma, que fué muy leída, esperada con verdadera ansiedad por los lectores. Pero tenía ya los pasos contados entre los vivos cuando llegaba a la cima de su carrera periodística. En el otoño del año siguiente se sintió enfermo de gravedad, Con la ilusión de que acaso repondría su salud en la tierra de nacimiento, marchó a Oviedo, pero falleció en esta ciudad al día siguiente de su llegada, 19 de diciembre de 1892.
Obras publicadas en volumen:
I.—Fernanda. (Madrid, 1885; comedia en tres actos, traducción y adaptación de otra de Sardou, en colaboración con Félix González Llana).
Referencias biográficas:
Anónimo. Una necrológica en El Carbayón, diciembre de 1892).