ESCRITORES Y ARTISTAS ASTURIANOS

ÍNDICE BIO-BIBLIOGRÁFICO

ALFONSO III

Rey de Asturias en quien se puede decir que concluye la Monarquía asturiana y cuyo reinado, rico en vicisitudes diversas, tiene una enorme importancia histórica, no sólo por los triunfos guerreros de ensanchamiento hacia la unidad nacional, sino por lo que contribuyó a propulsar el progreso material y espiritual en sus dominios. Monarca, dice el P. Risco, “cuya magnanimidad se ostentó al mundo con el esplendor de tan soberanas virtudes y gloriosos triunfos, que desde su tiempo hasta el presente es conocido con el renombre de Magno”. Se le incluye en esta galería como autor de un famosísimo Cronicón que ha venido siendo objeto de ruidoso y largo pleito entre eruditos.

Alfonso III, el Magno, primogénito de Ordoño I y doña Nuña o Munia, nació en Oviedo en el año 848. Algunos autores anotan el 849. Jurado heredero del Trono a los quince años (863), Alfonso se encontraba ausente de la Corte, en Álava, según algunos autores, pero más probablemente en Sahagún, estudiante en el monasterio de frailes benedictinos, cuando falleció el padre en mayo del 866, y no en el 62 ni en el 67 como se afirma en diversos sitios. Unos autores anotan el día 6 y otros el 27.

En tanto Alfonso acudía a posesionarse de la corona, el conde de Galicia, Froila, hijo de Bermudo el Diácono, se proclamó rey de ese territorio y seguidamente de Asturias, reinado que resultó efímero por haber sido asesinado a manos de los mismos magnates que le proclamaron rey. Esta usurpación que habría perturbado el naciente reinado de Alfonso, no llegó a impedir que, ya en Oviedo, se le proclamara con gran júbilo rey de Asturias. Pero, contra su deseo de iniciar una era de paz que permitiera el engrandecimiento de la Monarquía, no todos los poderosos señores de ella estaban dispuestos a permanecer sumisos al rey, y muy pronto comenzó la larga serie de conspiraciones e insurrecciones que tendría que sofocar. Fue la primera rebelión armada, en el año siguiente de su proclamación (867), la sostenida por el conde Gilón (otros escriben Eylón) en tierras de Álava. Salió personalmente Alfonso a combatir a sus enemigos y Álava—dice la crónica de Sampiro—quedó reducida a su señorío, y Gilón, su conde, cargado de cadenas, fue conducido a Oviedo a una oscura prisión, donde acabó sus días”.

Dejó Alfonso el gobierno de Álava confiado a un cortesano suyo llamado Vigila. Dicen que la insurrección no quedó sofocada y que el rey se vió obligado a enviar nuevas fuerzas leales al mando de su caudillo Odario, que pereció con muchos de sus hombres en la batalla de Padura (lugar donde mucho después se levantó la villa de Bilbao); pero este suceso de la segunda rebelión de los alaveses carece de confirmación histórica, ya por fabuloso, bien porque lo hayan querido ocultar los cronistas coetáneos.

Un año después (868), se aprestó Alfonso a continuar la campaña emprendida por sus antecesores de reconquista contra los musulmanes y consiguió ensanchar las fronteras llevando sus armas victoriosamente hasta Salamanca y Coria (Cáceres). Los vencidos, rehechos y dispuestos a la represalia, y capitaneados por el hijo del califa cordobés, El Mondhir y el aguerrido Alkama, llevaron a cabo una atrevida incursión por tierras de la Monarquía asturiana hasta poner duro cerco a la ciudad de León; pero las huestes cristianas, mandadas por el propio rey, causaron nuevas derrotas a los moros en las proximidades de esa ciudad y en la comarca de El Bierzo, y regresaron a Oviedo con esplóndido botín y numerosos prisioneros.

Atento Alfonso a mantener alianza y relaciones cordiales con otros Estados, que le permitieran asegurarse en el dominio de sus conquistas a los mohametanos y ensanchar aún más las fronteras de la Monarquía, contrajo matrimonio con la princesa de Navarra, que descendía de reyes franceses llamada Amelina, y conocida en nuestra historia por doña Jimena. Este matrimonio le permitió contar con el apoyo de navarros y franceses. Aliado con ellos, emprendió el rey nuevas conquistas a los sarracenos, que fueron derrotados en muchos lugares de Castilla y en tierras lusitanas, hasta dominar más allá de la margen opuesta del río Duero. Así fue como, a la vez que fortificaba las márgenes del Duero, reconstruyó en Castilla algunas ciudades, entre ellas, Zamora, Simancas, Dueñas y Toro, y fundó otras. En la Lusitania atendió a la repoblación por cristianos de Porto, Viseo, Braga, Chaves y Lamego, en una amplísima labor restauradora.

Pero su matrimonio, que le favoreció en estas nuevas expansiones de sus dominios, fué causa de disturbios interiores. Sus hermanos Veremundo, Nuño, Odario y Fruela vieron en esto restringidos sus privilegios y perdida la seguridad de sucederle en el trono, por lo que provocaron revueltas con la idea de destronarle, audacia que, según la crónica de Sampiro, pagaron con la terrible pena de que les fuesen vaciados los ojos, crueldad que no sofocó por completo esas conspiraciones, pues Veremundo consiguió, con el apoyo de algunos leales, moros y cristianos, proclamarse rey de Astorga, territorio que gobernó por espacio de siete años, huyendo después, vencido, a tierras del dominio musulmán.

Este castigo de Alfonso a sus hermanos, por mucho que se atenúe al enjuiciarlo dentro de las bárbaras costumbres de la época, así como otros actos suyos no menos espeluznantes, oscurece bastante el juicio transcrito más arriba del P. Risco, al proclamarle en posesión de “soberanas virtudes”. Aunque Alfonso continuó combatiendo a los moros y venciéndoles, el resto de su reinado más bien estuvo dedicado a propulsar el engrandecimiento de la Monarquía que a extenderla. En el año 876 tuvo lugar el importante Concilio celebrado en Santiago de Compostela, en el que se consagró nuevamente al culto la Catedral, a cuya reconstrucción contribuyó grandemente, así como a su sostenimiento con notables privilegios. Un año después tuvo en Oviedo un suceso de parecida índole, cual la reunión de Cortes y Concilio, consiguiendo que esta jurisdicción episcopal fuese elevada a categoría de arzobispado. Fueron muchas las construcciones levantadas de nueva planta destinadas a servicios guerreros, religiosos y civiles, entre ellas, numerosos castillos, como los famosos de Gordón y Luna, en León; de Tudela, en Oviedo; de Gauzón, en Avilés, nombre este último de donde tomó el suyo el concejo de Gozón. Este castillo parece que fué su residencia de recreo.

En el año 884 dió comisión al conde Rodríguez Porcellos de que levantara en tierra de Castilla, sobre la frontera con los moros, una gran fortaleza, la cual dió origen a la ciudad de Burgos. Zamora fué una de las ciudades más amadas por él, y la dotó de importantes construcciones, unos baños entre ellas (903). Restauró también (905) el monasterio de Sahagún. “Por aquella época—dice Nicolás Castor de Caunedo—, queriendo el rey Magno consignar un recuerdo al célebre Pelayo y hacer al mismo tiempo una ofrenda a la Catedral de Oviedo, tuvo el feliz pensamiento de hacer engastar en oro y cubrir de rica pedrería la antigua cruz de roble que el libertador llevaba por bandera, y que se guardaba en la iglesia de Santa Cruz, de Cangas.” Esta llamada Cruz de la Victoria, testimonio elocuente del alto grado alcanzado por el gusto artístico bajo Alfonso III, se considera una joya de inestimable valor en arte y arqueología y se custodia en la Catedral ovetense.

Con estos esfuerzos y entusiasmos de Alfonso el Magno por mejorar y enaltecer los medios de vida y las costumbres, contrastan algunos actos suyos que, vistos desde la altura del siglo XX, no pueden menos de ser juzgados como inspirados en una soberbia de tono bárbaro. Es lo único que ensombrece su reinado. Otro caso de ensañamiento, semejante al cometido con los hermanos, es el llevado a cabo con uno de los prisioneros habidos en una fracasada conquista de Toledo por los mahometanos. Este prisionero, llamado Adamnino, fue convertido en esclavo y dedicado por el rey a su servicio. Descubierto, al parecer, en un intento de regicidio (907), no sólo pagó con su vida, sino con la de sus hijos.

Acaso su conducta y carácter dieron, en parte, lugar a las conspiraciones de que siempre estuvo amenazado en el seno mismo de la familia. La última y más importante (910 a 911), cuando ya sexagenario tendría derecho al bien ganado descanso de guerrero, fue la provocada y sostenida por su primogénito don García, que tenía confiado a su gobierno la ciudad de Zamora. Le apoyaba en la rebelión su suegro, el conde Ñuño Fernández. Acudió el rey en persona a sofocar la insurrección, cosa que consiguió, apoderándose del hijo rebelde, al cual cargó de cadenas y encarceló en una torre del castillo de Gauzón. Pero la trama de ese levantamiento tenía ramificaciones insospechadas para el rey. Su propia esposa, doña Jimena, secundada por los cinco hijos, García, Ordoño, Froila, Ramiro y Gonzalo, se puso al frente del levantamiento en franca guerra civil. En apoyo de éstos entró en Asturias con mucha y aguerrida gente el conde y gran señor de Castilla Ñuño Fernández, y la guerra alcanzó tales proporciones y causaba tales estragos, que el rey se avino a la abdicación de la corona en sus tres hijos mayores, ante las Cortes de obispos y magnates reunidos al efecto en el palacio de Boides (cercanías de Gijón), en el que Alfonso fijó su residencia por algún tiempo.

Quedó entonces el reino dividido en tres: el de León, que abarcaba el territorio castellano, donde reinó don García; el de Galicia con parte de Portugal, que le fué asignado a don Ordoño, y las dos Asturias, que quedaron bajo el señorío de don Froila. El padre se reservó la ciudad de Zamora como lugar de descanso de sus últimos días.

Ya desposeído de la investidura regia, Alfonso hizo una peregrinación a Santiago de Compostela; de regreso, en Astorga, supo que su hijo don García se aprestaba a combatir a los moros, y le pidió que le permitiera ponerse al frente de las fuerzas, a lo que el hijo accedió, dando ocasión al padre para obtener nuevos triunfos sobre la morisma.

Después de estas victorias se retiró a Zamora, donde vivió pacíficamente hasta su muerte, ocurrida el 19 de diciembre del año 912.

Su cadáver quedó inhumado en la Catedral de Astorga, de donde fueron trasladados los restos tiempo después al sepulcro que él mismo había mandado construir en la de Oviedo para sí y su esposa. Siglos después, a mediados del XVIII, los huesos de ambos fueron objeto de un nuevo traslado dentro de la misma catedral ovetense a otro sepulcro, en el panteón destinado a los reyes, en la capilla del rey Casto.

Alfonso III, el Magno, o el Grande, que también por este sobrenombre se le distingue, no sólo tiene en nuestra historia un puesto notable como caudillo victorioso e impulsador del progreso en su tiempo, sino, como ya se ha indicado, por el célebre Cronicón que lleva su nombre y que abarca los reinados anteriores a él desde que comenzó la reconquista contra los moros. Dicho Cronicón, de valor fundamental para nuestra historia civil y política, está escrito por él mismo, según unos, y mandado escribir al obispo de Salamanca, don Sebastián, en opinión de otros. Se trata de uno de esos litigios interminables en que todos los contendientes parecen tener razón, porque para todos hay argumentos de fuerza en apoyo de sus conjeturas.

Nada tendría de particular que tal problema no llegue a solución. Nosotros, tras examinar este asunto con el mejor deseo de ver de qué lado estaría la razón, hemos acabado por no tener opinión propia. No nos atreveríamos a defender ninguna de las dos tendencias. Últimamente han contendido en el pleito el jesuíta García Villada a favor de la atribución del Cronicón al rey en su estudio Crónicas de Alfonso III, y don Antonio Blázquez con sus dos estudios citados más abajo, con argumentos no menos sólidos en favor del obispo Sebastián.

El P. García Villada dice que el discutido cronicón “ha sido atribuido a Alfonso III y al obispo Sebastián. Al primero se lo adjudican, entre otros, Juan Bautista Pérez, Mariana, Nicolás Antonio y Perreras; y al segundo, Ocampo, Ambrosio de Morales, Sandoval y Flórez. La autoridad de este último escritor ha arrastrado en pos de sí a la mayoría de los eruditos que han venido después, y hoy se cita comúnmente la crónica con el nombre de Sebastián. Sin embargo, esta opinión carece de fundamento. Como argumento principal, el P. García Villada aduce el de “la carta que el rey Alfonso dirige a don Sebastián al principio de la crónica”. Y remata su opinión así: “Difícil es precisar la intervención del rey en el escrito. Quizás sólo dió el impulso; pero fuera que lo redactara por sí mismo o por otra persona, a él hay que atribuírselo mientras no se aduzcan razones más fuertes en contrario.»

Obras publicadas:

—Cronicón. (En el tomo XIII de España Sagrada, del P. Enrique Flórez, y en la Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias, Sevilla, i 871, con la versión en castellano Por don Ramón Cobo y Sampedro.)

Referencias biográficas:

Farrau-Dihigo (L.). — Une rédaction inédite du pseudo Sebastien de Salamanque. (En Revieu Hispanique, París, 1910.)

Idem.—Pour l’edition critique du Pseudo Sebastien. (En Revieu des Bíbliotheques, París, 1914.)

Blázquez (Antonio).—Estudios historia y critica medievales: Crónica de Alfonso III. (En la revista La Ciudad de Dios, 1925.)

Idem. — A propósito de la Crónica de Alfonso III: Contestación a don Zacarías García Villada. (Madrid, 1926; folleto.)

Castro (Pedro).—Impugnación del apéndice VII del tomo Xlll de la España Sagrada, donde su autor atribuye a Sebastián, obispo de Salamanca, el Cronicón de Alfonso III. (MS. en la Academia de la Historia.)

Canedo (Nicolás Cástor de).— Alfonso el Magno o el castillo de Gauzón. (Madrid, 1851; drama histórico.)

Idem. — Estudios biográficos: Alfonso el Magno. (En Ilustración Gallega y Asturiana, Madrid, julio 18 y 28 de 1881.)

Cirot (G.).—La chronique leonaise et les chroniques de Sebastien et de Silos. (En el Bulletin Hispanique, París, 1916.)

Cotarelo y Valledor (Armando). .— Vida militar, política y literaria de Alfonso III el Magno. (Madrid, 1916.)

Fernández Menéndez (J.).—El lugar donde fué confinado el destronado Alfonso III el Magno. (En el Boletín de la Academia de la Historia, Madrid, enero-marzo de 1930.)

Fita (Fidel).—Sebastián I, obispo de Arcávica y de Orense, su crónica y la del rey Alfonso III.

Flórez (P. Enrique).—España Sagrada. (Tomo IV y apéndice VII del tomo XIII.)

García Villada (P. Zacarías).— Crónicas de Alfonso III. (Madrid, 1918.)

Puyol (Julio).—Orígenes del reino de León y de sus instituciones políticas. (Madrid, 1926; el tomo XII, íntegramente, de Memorias de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.)

Sampiro.—Cronicón, (Manuscrito del siglo X o XI, publicado por el P. Flórez en el tomo XIV de la España Sagrada y también en la Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias, Sevilla, 1872 y 1873, con la versión española de don Ramón Cobo y Sampedro.)